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Elisabeth se reprendió a sí misma por ser tan tonta, pero no era capaz de amortiguar las palpitaciones que la sorprendían cada vez que tomaba aquel camino. Pasó por delante de la iglesia de San Jakob, después giró dos veces a la izquierda, atravesó una placita y ya estaba allí. No muy lejos de la colonia Fuggerei se encontraba el orfanato de las Siete Mártires, un edificio macizo revocado en tono claro, con ventanas altas y estrechas. El orfanato en el que Marie había pasado su infancia. Desde que lo visitaba con frecuencia, Elisabeth era más consciente de lo triste que había tenido que ser la niñez de Marie.

Tiró de la antigua campanilla, que siempre causaba un gran estrépito, y mientras esperaba trató en vano de aplacar su nerviosismo. Qué ridiculez. Era una mujer casada que iba allí a cumplir con una obligación patriótica, entregar un donativo para los huérfanos.

Una de las niñas mayores, una muchacha delgada y pálida de trece años, abrió la puerta y le hizo una profunda reverencia.

—Buenos días, Coelestina. ¿Cómo estás?

—Muchas gracias, señora Von Hagemann. Estoy bien.

A Elisabeth no le gustaba la sumisión que mostraban los niños de mayor edad. Sabía por experiencia que precisamente aquellos que más se inclinaban eran siempre los más deslenguados. Pero la directora de la institución, la señora Pappert, debía de ser una auténtica bruja que gobernaba a esas pobres criaturas con mano de hierro. Después de todo lo que había averiguado, Elisabeth sentía mucho más respeto por su cuñada. Marie se había enfrentado a aquella diablesa. Bien por ella.

Acarició el cabello liso de la muchacha, que lo llevaba recogido en dos trenzas. Con el tiempo se había dado cuenta de que a la mayoría de aquellos niños les encantaba el contacto físico, sobre todo a los más pequeños, prácticamente lo suplicaban. No era de extrañar, ya que, aparte de la enérgica cocinera que trabajaba allí por horas, solo había dos mujeres mayores que bien podrían haber sido soldados de caballería. Los pequeños carecían de una figura maternal. En cambio, contaban con un padre cariñoso: Sebastian Winkler.

¡Con qué dedicación realizaba su labor, qué cuidadoso era, cuánto se preocupaba por cada una de aquellas pobres criaturas! Sin duda era una persona entrañable.

—El señor Winkler está con los enfermos —dijo Coelestina con una precoz mirada incisiva—. Clara y Julius tienen el sarampión.

—¿El sarampión? Ay, Dios mío.

—Yo pasé el sarampión cuando tenía siete años —explicó la muchacha con orgullo—. El doctor Greiner ha dicho que por eso no me voy a contagiar.

Elisabeth intentó recordar si ella había pasado esa enfermedad infantil, pero no lo consiguió. Estaba segura de que Kitty sí, todavía le parecía oír los gritos desesperados de su hermana pequeña al verse la erupción de la cara en el espejo.

Recorrieron un pasillo estrecho y bastante oscuro. A ambos lados se abrían con cautela puertas de las que asomaban rostros curiosos. Pequeños mocosos con el dedo en la nariz, chiquillos pálidos y débiles de ojos grandes, niñitas con vestidos sueltos y sin zapatos, muchachas más mayores con ropa demasiado grande. Los más pequeños estaban arriba, en dos dormitorios grandes, al cuidado de una de las mujeres. Elisabeth ya conocía a todos los niños y se sabía sus nombres; tenía sus preferidos, otros le gustaban menos.

El director del orfanato, Sebastian Winkler, salió de su despacho y, aunque parecía muy preocupado, la recibió con afecto. ¿Serían imaginaciones suyas o realmente resplandeció de alegría al verla?

—¡Señora Von Hagemann! Qué bien que nos visite de nuevo. No… Deje que me lave las manos. Me temo que tenemos sarampión. He acomodado a los dos pequeños en mi despacho para que no contagien a los demás.

Cerró la puerta tras él, la acompañó al comedor, que también hacía las veces de sala de estar y de aula, y le acercó una silla para que se sentara. Después, con una disculpa apresurada, se marchó a lavarse las manos. Estaba convencido de que las enfermedades contagiosas solo podían contenerse mediante una higiene absoluta.

Elisabeth enseguida se vio rodeada, recibía miles de preguntas, le contaban todo tipo de historias, y aupó en su regazo a los dos más pequeños, un nene pelirrojo y una diminuta niñita pelona que no la dejaban en paz.

—¿Nos has traído chocolate, tía Lisa?

—Cuando sea mayor, seré soldado y montaré a caballo.

—Esta noche hay papilla con azúcar, tía Lisa. ¿Te quedarás a cenar?

—Yo también quiero que me aúpes.

—Tía Lisa… Me duele muuucho la garganta.

—Mi mamá es una india que vive en un castillo y tiene un gato de oro.

—Tía Lisa… El tío Sebastian siempre se pone muy rojo cuando hablamos de ti.

Cuando el director regresó, se quedó un instante junto a la puerta para observar la actividad que reinaba en torno a su invitada, y finalmente acercó una silla para sentarse junto a ella. Se tambaleaba un poco al andar, le habían fabricado una prótesis de madera con la que, según decía, se las arreglaba a las mil maravillas. Aunque admitía que por las noches la pierna le dolía un poco.

—Siempre tengo la sensación de que soy tremendamente egoísta —dijo con una sonrisa—. Suficiente trabajo tiene con el hospital, y yo no hago más que insistirle para que nos visite. Pero es por los niños, están locos por usted.

Elisabeth sonrió halagada y replicó que para ella era una gran alegría pasar tiempo con los niños y poder ayudarlos en algo.

—Muchas veces el trabajo en el hospital resulta angustioso —reconoció—. Ayer murió otro soldado de tifus, no pudimos hacer nada por él. Me dictó una larga carta de despedida para sus padres y su prometida.

Dos de los chicos habían comenzado a pelearse, se oyeron insultos y gritos de rabia, y Sebastian se levantó de un salto para separar a los gallos de pelea.

—¿No os da vergüenza comportaros así delante de la señora Von Hagemann? Ya que ahí fuera hay una guerra, mantengamos al menos la paz aquí dentro. ¡Vosotros dos, haced las paces!

Elisabeth presenció cómo los dos jovencitos se daban la mano mientras intercambiaban miradas sombrías. Esa paz no duraría demasiado, lo mismo sucedía entre Kitty y ella cuando eran pequeñas.

—He traído un par de tonterías. Nada especial, pero será mejor que vaciemos la bolsa en la cocina.

Había llevado diez pastillas de jabón bueno, varias latas de concentrado de carne, una bolsa de caramelos de frambuesa y un bote de miel, tesoros que había sustraído de la despensa de la villa. Sin duda no era más que una gota de agua en el mar, ya que en ese momento había más de cuarenta niños en el orfanato, pero era mejor que nada. Sebastian Winkler, sentado enfrente de ella a la mesa de la cocina, aceptó los regalos visiblemente emocionado. Y cuando deslizó por encima de la mesa un sobre con una pequeña suma de dinero, él le sostuvo la mano un instante.

—Es usted un auténtico ángel, señora Von Hagemann. Sé que estas palabras suenan pomposas y triviales, pero son las únicas que encuentro para describirla.

Elisabeth se abandonó al agradable cosquilleo que sintió con su contacto. Su mano era cálida y firme, muy masculina al tacto. Suave y fuerte. Protector y admirador al mismo tiempo. Una persona entrañable con un alma pura. Menos mal que él no conocía las fantasías terrenales que atormentaban en ese mismo momento a su «ángel». Estaba casada, claro. No hacía tanto tiempo estaba loca por Klaus von Hagemann. Sin embargo, se había visto obligada a aceptar numerosas decepciones. Tenía todo el derecho a soñar.

—Me abochorna usted, señor Winkler.

—¿Me permite ofrecerle un té? Deme ese gusto.

Dios mío, estaban a solas en la enorme cocina, la cocinera ya se había marchado. Sebastian Winkler se levantó y cogió dos tazas de la estantería, las puso sobre dos platillos que no conjuntaban en absoluto, y después levantó la tapa redonda del fogón con un gancho de hierro para echar leña.

—¡Deje que lo haga yo! —exclamó ella impulsivamente.

—Ni se me ocurriría —respondió él con decisión—. Quédese sentada, no soy tan torpe como parezco.

En ese momento la tapa de hierro se resbaló del gancho y cayó con un sonoro tintineo sobre el fogón. «Oh, Dios», pensó Elisabeth, apocada. «Lo cierto es que no tengo ni la menor idea de cómo se enciende un fuego. ¿Por qué nunca se me ha ocurrido entrar en la cocina para aprender? Bueno, porque mamá nos lo tenía prohibido».

—Discúlpeme —balbuceó Sebastian—. No quería asustarla. Como puede ver, mis artes culinarias no están demasiado cultivadas aún. Pero me las arreglo. Enseguida estará listo.

Echó leña y volvió a colocar la tapa en su sitio, después llenó la tetera y la puso sobre el fogón. Se le habían formado gotas de sudor en la frente, su rostro ancho y de rasgos algo toscos estaba rojo por el esfuerzo. Elisabeth se sorprendió de nuevo con pensamientos inapropiados. ¿Qué se sentiría al ser agarrada por esas manos grandes y fuertes, con la firmeza con la que agarra un hombre que desea a una mujer?

—Me siento muy afortunado de haberla conocido —dijo mientras regresaba a la mesa. Volvió a sentarse enfrente de ella y se secó la frente con un pañuelo—. No me malinterprete, señora Von Hagemann. Entre el hombre y la mujer existe un afecto que no tiene nada que ver con el aspecto puramente físico. Una comunión de las almas que nace mucho antes de nuestra existencia física. Tal como lo expresó Goethe en sus versos a Charlotte von Stein: «… en tiempos ya pasados tú fuiste mi hermana o…».

No terminó la cita. Se levantó de un salto, algo abochornado, para comprobar el agua del té. A Elisabeth sus palabras le parecieron algo exageradas, no tenía ninguna intención de ser su hermana. De todos modos, le sentó bien lo que le había dicho. Era bonito que un hombre la elogiara, en ese sentido tenía mucho que recuperar. También en términos morales.

Sebastian regresó con una jarra de té de menta y le contó orgulloso que había salido con los niños al campo a recoger hierbas. Después cambió de tema.

—Ya sabe usted que mi predecesora fue relegada de su cargo. El padre Leutwien me ha dado los detalles de lo que sucedió y debo decir que estoy horrorizado.

El padre Leutwien fue quien inició la investigación que acabó con el despido de la señorita Pappert. Y también fue él quien propuso a Winkler como sucesor.

—Imagínese, señora Von Hagemann. Esa mujer desvió de forma sistemática el dinero del consorcio y los numerosos donativos privados a una cuenta personal. Amasó una fortuna con ese dinero que tanta falta les hacía a los niños. Cuando comencé a trabajar aquí, las pequeñas apenas llevaban puesto un vestido, prácticamente no había zapatos, y las camas se encontraban en un estado deplorable.

—¿Y dónde está ese dinero? ¿No puede confiscarse y entregarse al orfanato?

Él resopló enfadado y negó con la cabeza. No, esa mujer era muy lista. Según su declaración, había cedido todo su patrimonio para empréstitos de guerra, y en su casa no habían encontrado nada.

—Es posible que se lo haya llevado todo a Suiza. De hecho, viajó allí poco después de que estallara la guerra. Lo sabemos porque el consorcio tuvo que contratar a alguien para que la sustituyera durante tres días.

—Qué mal bicho —se le escapó a Elisabeth—. ¿Y qué le pasará ahora?

—Está detenida. La policía está investigando el caso. Al parecer, la señora Pappert tenía una cuenta en un banco privado.

—No sería en el banco Bräuer…

Sebastian puso un colador sobre la taza y le sirvió té. El intenso aroma a menta fresca le recordó la delicada crema de menta que la señora Brunnenmayer solía preparar por su cumpleaños cuando era niña. Con una maravillosa cobertura de chocolate que crujía entre los dientes.

—Sí, en el banco Bräuer. Naturalmente, eso no quiere decir que el banco tenga culpa alguna. Y mucho menos su cuñado, que ha caído por la patria.

Estaba claro que conocía la relación familiar. Elisabeth removió el té y respondió que esperaba de todo corazón que al menos pudiera recuperarse parte del dinero sustraído.

—En caso de que lo de los empréstitos de guerra sea verdad…

El hombre no terminó la frase, pero ambos pensaron lo mismo. Nadie con dos dedos de frente creía ya en la victoria prometida y en las tierras que supuestamente obtendría el imperio. El dinero que tanta gente había cedido para empréstitos de guerra se había perdido.

—Yo mismo doné mi dinero al emperador y a la patria —reconoció Winkler—. No me arrepiento, me limité a hacer lo mismo que muchos otros. Al fin y al cabo, todos somos leales a nuestra patria alemana, con ella viviremos o moriremos.

Ella sonrió y pensó que había un buen número de súbditos del emperador que estaban ganando bastante dinero con la guerra. Sobre todo las siderúrgicas de Augsburgo, donde se construían motores para submarinos y piezas de artillería, las fábricas de munición, y la Rumpler Werke, que construía aviones conocidos como «palomas Rumpler». La fábrica de paños Melzer también estaba saliendo bien parada gracias a sus telas de papel, ya que seguía produciendo mientras en las demás fábricas textiles tenían las máquinas paradas. Como hija de un industrial, sabía que en el mundo de los negocios siempre se imponía el más hábil, o eso era lo que decía su padre. Pero le parecía injusto que un hombre decente como Sebastian Winkler, que había vuelto lisiado de la guerra, además hubiera perdido todo su dinero.

—Muchísimas gracias por su hospitalidad. Por desgracia debo regresar, mi turno en el hospital comienza en una hora escasa.

A él le habría gustado charlar un poco más, pero entonces apareció la cocinera y empezó a preparar la cena causando un gran alboroto con las cazuelas. Cuando se despidieron en el pasillo, Elisabeth le tendió la mano, y la sorprendió gratamente que él no se la llevara a los labios como acostumbraban a hacer los caballeros de su entorno. Tampoco habría resultado natural en él, de modo que se la estrechó.

—Que Dios la proteja. ¿Tiene noticias de su marido? Está en el frente de Francia, ¿verdad?

Acompañó la pregunta con una mirada franca, parecía sinceramente preocupado por el bienestar del mayor Von Hagemann. Elisabeth tuvo que esforzarse para ocultar su incomodidad. Hacía ya varios meses que el destino de su esposo le interesaba más bien poco, pero no podía confesárselo. En casa, al fondo del cajón de su escritorio, había una carta de Bélgica que había llegado a sus manos por vías sinuosas. En ella, una tal duchesse de Grignan le informaba de que el mayor Klaus von Hagemann había seducido a su hija y la había dejado embarazada. Como suponía que el mayor era un hombre de palabra, le exigía que asumiera sus responsabilidades. De lo contrario, su hermano, que vivía en Francia, demandaría una satisfacción. Lo del duelo sin duda era un disparate; pero lo de la muchacha seguramente no. Bélgica era más o menos territorio ocupado, así que los oficiales no se andarían con remilgos a la hora de seducir a jovencitas. Aunque se tratara de la princesse de Grignan. Elisabeth había leído la carta con rabia y amargura, y luego no se lo había contado a nadie. Después de los graves rumores en torno a Auguste, esa acusación era la gota que colmaba el vaso de las humillaciones sufridas.

—Sí, está cerca de Reims y lucha contra los soldados del general Nivelle.

Esas noticias ya tenían varias semanas, sus dos últimas cartas las había guardado en el cajón sin abrirlas. De todos modos, su suegra se encargaba de relatarle sus heroicidades más recientes cada vez que la visitaba en la villa porque tocaba pagar el alquiler.

—Los incluiré a ambos en mis oraciones —dijo Sebastian Winkler a modo de despedida, y ella se lo agradeció con palabras sentidas.

No, no podía confiarse a nadie. Pero eso no era ninguna novedad.

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