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Es la vida

La fortaleza ya solo era una sombra diminuta que se desvanecía con el paso de los segundos, fundiéndose en el horizonte. De forma repentina, e ignorando la razón, todos, sin excepciones, comenzaron a experimentar una sensación de desamparo, como si esa antigua edificación defensiva y el pequeño asentamiento fueran el único lugar seguro en el mundo.

Nadie habló de ello, creyendo que era más una sensación personal por despedirse por un tiempo de su hogar.

Hasta ahora, todo había transcurrido con una aparente calma que reconfortaba a la capitana. Había considerado poner a prueba a sus hombres más aptos antes de la llegada de la mujer de cabello platinado. Sin embargo, las circunstancias habían cambiado drásticamente, y la idea de arriesgarla en una misión peligrosa ya no era una opción viable. Estaba decidida a no comprometerlo todo debido a una decisión precipitada.

Se concentró en inspeccionar cada palmo de los alrededores, sin dejarse influenciar por la calma que los acompañaba.

La formación táctica utilizada se destacaba por su eficaz preparación para enfrentar emboscadas, lo que garantizaba una respuesta veloz y coordinada en situaciones de peligro inminente. A pesar de haber escuchado innumerables elogios sobre las habilidades de combate de Fira, se negaba rotundamente a ponerla en peligro, lo que explicaba por qué decidió mantenerla resguardada dentro de la sólida formación.

Fira observó con una suave y casi imperceptible sonrisa el panorama que entregaba la travesía. El semillano se extendía en un manto de color dorado gracias al sol de poniente, haciendo que la hierba pareciera tejida con hebras de luz líquida que danzaban al compás del viento. Las sombras proyectadas por las nubes que, con sus formas cambiantes de héroes y criaturas antiguas, vagaban sin destino fijo, como espíritus en busca de su morada. Mientras sus compañeras, las aves, trazaban amorfas figuras en el lienzo celeste.

Vislumbraba todo con una máscara de expresión solemne, pero, debajo se maravillaba hasta por las pequeñas cosas. No sabía que había necesitado tanto ese sentimiento de libertad, pues, desde su captura un año atrás, no había salido de la vahir, y aunque no se encontraba demasiado lejos, el nuevo aire le entregó una sensación de confort nunca antes experimentado, ganándole a esa extraña sensación de desamparo que por un instante había influenciado su corazón.

Su mente pronto voló hacia su soberano, el poderoso gobernante, señor de todo lo que podían apreciar sus ojos. Ese ser dominante y hermoso, divino y humilde, el que hablaba con un tono que seducía a su oído, y provocaba las más íntimas alteraciones a su corazón. Deseaba que estuviera a su lado, disfrutando de tan maravillosa sensación. Se dibujaron imágenes de complicidad y devoción en su mente, de baños compartidos donde sus manos se entrelazaban con las suyas, de noches de pasión donde sus cuerpos se unían en un abrazo eterno. El rubor tiñó sus mejillas al darse cuenta del rumbo que habían tomado sus pensamientos.

Cuando el sosiego volvió a ella, percibió a su fiel yegua inquieta y, al dirigir su mirada de iris esmeralda, divisó a dos diminutas criaturas de piel oscura y fulgurantes ojos rojos acechando desde el espeso bosque.

Las criaturitas, de aspecto misterioso y gesto furtivo, parecían más sombras vivientes que seres de carne y hueso. Con cada movimiento, su presencia sibilina envolvía el aire en un halo de suspenso, tejiendo un aura de energía disonante a su alrededor. Sus ojos encendidos como ascuas en la penumbra del bosque exudaban un brillo maligno, provocando un escalofrío que recorrió la columna de la jinete.

—¿Se encuentra bien, señora Fira? —preguntó con tono suave la líder de la expedición y capitana del escuadrón: La Lanza de Dios al notar que la dama comenzaba a rezagarse.

La mujer de cabellos platinados se volvió a ella, inspiró profundo y asintió, pero al no ser capaz de contener su intriga retornó su atención al bosque.

Laut siguió el gesto de la dama, sorprendiéndose por lo que sus ojos observaban, y su mano al tocar la empuñadura de su espada fue el fiel reflejo de sus sentimientos. Sin embargo, supo encontrar la calma y lucidez. Se deslizó al interior de la formación, quedando a un flanco de la hermosa mujer, que en secretos era llamada: «La señora de Tanyer».

—Algunos de los hombres del escuadrón han comentado haber observado criaturas semejantes en las noches más densas —dijo con tono calmo, muy respetuoso para evitar que sus siguientes palabras pudieran ofender a la mujer—. Por lo que tuve que hablar con los nativos de la vahir...

—¿Y qué te dijeron? —preguntó al perder ante el interés. Deslizando su atención de vuelta a la capitana.

—Que son espectros de Dybugno, «La Sombra Oculta». —Su tono fue ligeramente influenciado por aquellos ojos rojos de las criaturas, que de manera retadora, mantenían sus presencias, aunque sin atreverse a dar un paso fuera de la arboleda—. Sus centinelas. Vigilan y seducen a los puros de corazón a su escondite para alimentarse con su dolor y desesperación.

Fira tragó saliva.

—Aunque —Una sonrisa resplandeció en su rostro acostumbrado al fiero semblante—, por palabras de los ancianos kat'os, desde la llegada de nuestro señor Orion, la desaparición de sus niños ha disminuido, y las apariciones de los residentes de las tierras de los espectros, como ellos le llaman al bosque, ha sido casi inexistente.

La dama de cabello platinado asintió, recordar a su divino señor hizo resurgir en su corazón la voluntad y la fortaleza. Y como si ese sentimiento provocara una reacción hostil en las pequeñas criaturas de siluetas sombrías, cuando envió su mirada al bosque, ellas habían desaparecido.

—Quien en su ser a Orion acoge, no le teme a nada —dijo el muchacho de cabello dorado, que tiempo antes había servido de apoyo para la hermosa Fira en su acción de montar su yegua.

Laut fijo su mirada en el soldado, quién al notar su indiscreción se cubrió la boca. Él forzó a su rostro a adoptar un gesto más propio de su vocación, desviando su atención al cielo como si lo ocurrido hubiera sido tan solo una ilusión.

—Bien dicho —dijo Fira con una sonrisa resplandeció más que el sol.

El soldado asintió, dichoso por recibir tal elogio de semejante mujer.

Laut se vio perdida en sus propias cavilaciones. Muchos ciclos de la luna habían pasado desde que había rendido plegarias a E'la y sus hijos, hace bastante que había dejado que la diosa en la que creía su pueblo dictará su vida. Una vida que a causa de los humanos se había tornado desagradable y difícil de vivir Sin embargo, todo cambió con la llegada de aquel hombre imponente, cuyos ojos azules parecían reflejar los más oscuros misterios del universo. Él le otorgó un propósito que ella creía haber perdido, infundiendo fuerza a su cuerpo y avivando la llama de determinación en su corazón. Pero, aunque divino en apariencia, su humildad humana lo hicieron mortal a sus ojos.

Era consciente de los rumores que transitaban en torno a él, del título que se le entregaba, y el culto que comenzaba a surgir hasta en sus propias filas, pero ella había seguido lejana a ese pensamiento.

«Perdón si he dudado de tu poder. Si he fracasado en tu prueba de reconocerte», pensó con los ojos brumosos, y como un fuego que resurge, sintió su determinación cobrar fuerzas, desintegrando el miedo y la duda de su mente.

—Tus palabras están llenas de verdad, Aiden.

El soldado se volvió a su capitana, tocando su pecho en muestra de agradecimiento.

—Trela D'icaya gobierna con autoridad, eliminando el miedo y de quienes los ejercen. Es él, quién con decisión se ha adentrado al bosque maligno y ha regresado sin rasguño. Quién ha asesinado a un dak sin dificultad, y no se vanagloria de ello. Porque Trela D'icaya es el Hacedor y el Dador, el Eterno que no se consume.

Añadió Yerena al verse incapaz de contener el orgullo que sentía por su servicio al hombre divino.

Fira sintió una nueva oleada de emociones, escuchar hablar de su señor como hacían, le llenaba el corazón de dicha y alegría. Sus ojos color hoja primaveral cayeron sobre el horizonte, nada podía perturbar su paz estando con tal leal cuadrilla.

∆∆∆

El sol, como un rey dorado en su trono de cielo azul, derramaba sus rayos con una gracia divina sobre el campamento de su clan. Sus cálidos abrazos acariciaban la tierra, despertando a la naturaleza de su letargo invernal.

Bostezando con suavidad, estiró los brazos en un abrazo para recibir la bendición del nuevo día que despertaba ante él. Una sensación reconfortante lo envolvió al sentir un ligero empujón a cada lado, y sin siquiera dirigir la mirada, una sonrisa iluminó su rostro al percatarse de las dos pequeñas niñas que abrazaban con cariño sus piernas. Con gracia y ternura, extendieron el brazo libre, imitando su gesto.

Con delicadeza, las levantó en sus fuertes brazos, sintiendo el gran peso del amor infantil que irradiaban las pequeñas criaturas. Una risa espontánea escapó de sus labios al ver cómo las niñas, con sus besos juguetones, adornaban su rostro con marcas de cariño impregnadas de inocencia. Sus ojos, brillantes como dos luceros en la penumbra de la mañana, contemplaban con gratitud el paisaje que se extendía ante ellos, testigo de la generosidad de Dedios, el benevolente dios de su raza, que había otorgado fertilidad y abundancia a aquella tierra que tanto amaban.

Con paso firme y seguro, avanzó hacia el hogar que con tesón y dedicación había erigido hace bastantes ciclos lunares. Cada piedra, cada tronco, cada viga del techo, cada poste, cada piel, llevaba impreso el sudor de su frente y la fuerza de sus manos. Al adentrarse en aquel santuario de paz y amor, sintió un fuerte olor a hierbas y especias.

Bajó a las dos pequeñas sobre la tierra lisa, y se encaminó hacia la mujer de cabellos al viento, rodeándola con firmeza por la cintura. Sobresaltada, giró con un destello de coquetería al encontrarse con la mirada de su amado, para luego recibir con gratitud el beso dulce, respondiendo con un ardor que avivaba la chispa de su conexión.

—Siéntate, aguarda, que en breve llenaré tu cuenco.

El hombre asintió, mientras su mirada se quedaba pegada en el vaivén de sus caderas, un movimiento hipnotizante que, aun después de tanto seguía incapaz de poder resistirse. Se sentó en una de las sillas de madera tallada por sus propias manos, y esperó con sus brazos sobre la mesa de roble, un regalo de su tío por su Alianza de Amor. Sus bellas hijas se sentaron en sus piernas, y con sus pequeñas manos comenzaron a jugar con sus largas trenzas. Al poco tiempo su mujer llegó con un cuenco repleto de caldo de hueso, tortillas de trigo, un tarro de un líquido amarillento y cinco rodajas de un fruto anaranjado.

—Kaya, Burta, dejen a su padre comer.

Ambas pequeñas observaron al hombre que tanto amaban, y por su rostro serio entendieron que debían obedecer, bajaron sin rechistar, yendo a con su madre.

El varón, con reverencia, elevó su corazón a Dedios, agradeciendo por los manjares que reposaban frente a él, fruto del trabajo de su amada kisey cuyas manos hábiles los habían preparado con esmero, y agradeció su habilidad sobremanera. Con humildad, también dirigió su gratitud a las incesantes bondades de la naturaleza, que había brindado los ingredientes que llenaban su almacén y plato.

Tomando entre sus manos el primer bocado, el hombre lo acercó a sus labios con parsimonia, saboreando cada aroma y cada sabor como si todo fuera un regalo de su dios. El contacto con el caldo desató una explosión de placer en su paladar. Cada mordisco parecía ser una oda a la creación, un tributo a la tierra santa que sustentaba sus días. Con cada sorbo de bebida, sentía cómo la vida misma fluía a través de su ser, recordándole la belleza de existir en armonía con todo lo que le rodeaba.

La vida era buena.

Su mujer entró en la estancia con un cariz inesperado, interrumpiendo el bocado que ya tenía en su boca.

—¿Qué sucede? —preguntó con un tono serio, y aunque lo intuía por la furiosa expresión de su mujer, era mejor tenerlo claro.

—Tu tío demanda tu presencia.

Exhaló, levantándose del asiento de madera. Fue a dónde su mujer para darle un beso, que ella despreció al menear su rostro.

—No quiere a su sobrino, quiere a su Hordie.

El hombre asintió, comprendiendo el porqué del comportamiento de su mujer. Le sujetó con firmeza su mentón, pero sin la fuerza para hacerle daño, y le forzó a mirarle.

—Soy un guerrero del clan Yaruba, Webaye, y cuando a un Yaruba se le ordena pelear, debe obedecer.

—Tienes responsabilidades con tu familia —replicó Webaye, encolerizada. Le quitó la mano de su mentón, presionando sus uñas en la muñeca de su amado. Él no mostró malestar por su acto, algo que enfureció más a la mujer—, y no eres un guerrero Yaruba, eres un Hordie, tienes la libertad de decidir cuando combatir.

—No cuando el líder del clan lo ordena, mi sagrada kisey. —Le tocó su mano con la suya, y le masajeó con amor—. Mi familia estará bien, volveré antes que te des cuenta de que me he ido.

—Esta vez no —dijo, y él logró percibir las lágrimas en sus ojos—, mis sueños me han hablado, no debes partir. Al menos no ahora.

Tragó saliva, consciente de la seriedad de los sueños de su mujer. Desde niña había sido entrenada para convertirse en una Prelun, la preceptora había hablado de su rápida mejoría, con la alta probabilidad de haberse convertido en la más poderosa en generaciones. Sin embargo, el cortejo de su hombre, y su propia decisión provocó que su destino cambiara, aunque ella decía que su unión ya estaba predestinada por Dedios.

No obstante, e incluso con el corazón en incertidumbre, no podía rechazar una orden de su tío, y mucho menos del líder del clan.

—Hordie —Un hombre vestido con ropas militares entró a su hogar. Él le reconoció—, le insto a apresurarse...

—Sal ahora —ordenó, su mirada de amor se había tornado pesada y severa.

El envuelto en pieles militares salió de inmediato.

Al cabo de unos segundos volvió su atención a su kisey, retomando esa suave y amorosa expresión.

—Volveré, la tierra que mis pies tocan es testigo de mi promesa. —Levantó la maleta de cuero, el kut con su vaina, el arco y las flechas—. Mi riqueza la protegen los tres altos y sagrados, recuérdalo.

Webaye quiso gritarle, ordenarle que no debía irse, deseaba replicar sobre el porqué prometería volver si también le hablaba sobre el escondite de toda la riqueza que había almacenado. Y entonces recordó su sueño, ella se miraba escarbando con lágrimas en los ojos al pie de tres árboles, pero cuando despertó de su breve ilusión se encontró con que su amado ya no estaba presente.

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