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Capítulo III

— Sora…

La chica de cabellos dorados murmuraba, en una voz apenas audible, y sin embargo tan clara como siempre.

"¿Hotaru…?".

— ¿Por qué me dejaste ir, Sora?

"No… Yo no quise… De verdad que intenté—".

— ¿Protegerme? —finalizó la frase la chica.

Antes de que su hermano pudiera responder, una sonrisa se dibujó en el rostro de la joven.

Pero no aquella sonrisa tan amable y dulce a la que Sora estaba habituado.

No.

Era una sonrisa fría, cercana a la carencia absoluta de empatía.

Carente de humanidad.

Y esos ojos, tan dorados como su cabello…

¿Por qué, si la silueta era idéntica a su hermana, era a la vez tan distinta?

¿Por qué en sus ojos no se reflejaba nada?

Era una mirada vacía, como la de quien lo ha perdido todo.

— Perdona que me ría, querido hermano, ¿pero realmente creías que lograrías salvarme?

No puedes siquiera salvarte a ti mismo. No tienes nada más que una espada sin filo y un montón de heridas. ¿Realmente esperas ayudar a alguien siendo tú así de débil?

"Hotaru… ¿Por qué hablas así?".

"No… Mejor dicho, ¿por qué te haces pasar por mi hermana?".

La figura no respondió. Se limitó simplemente a darse media vuelta, alejándose, perdiéndose en la inmensa e infinita oscuridad que los rodeaba.

"¡Alto! ¡Regresa! ¡¿Dónde está ella?!".

Sora tomó a la chica de los brazos y la forzó a voltearse en su dirección.

Y lo que vio lo hizo ahogar un grito.

Un líquido negro atravesaba el pálido rostro de Hotaru, como lágrimas de sangre oscura que envenenaban la habitual belleza de la chica.

Entonces, su hermana lo tomó de los hombros con brusquedad, y comenzó a agitarlo fuertemente.

— Sora… ¡Sora! ¡SORA! —gritaba la chica, agitándolo cada vez con más violencia.

No obstante, la repentina luz cegadora cortó la escena.

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La blanca iluminación súbita no era otra cosa sino el sol, al cual Sora observó directamente al abrir los ojos, causándole dolor.

No obstante, una pequeña figura tapó la luz casi enseguida.

— ¡Buaaaaaaaah! ¡Sora! —dijo la pequeña Paimon, abrazando a su compañero de viajes—. ¡Me alegra que estés vivo! ¡Lo siento tanto, tanto, tanto! ¡Es mi culpa que esa cosa te lanzara del precipicio y que—!

El joven se sentó, interrumpiendo a la chica. Un dolor repentino en las costillas le indicó que, como mínimo, se había roto parte de la caja torácica.

Aunque a Sora no le importó mucho. Estaba agradecido por el mero hecho de seguir con vida tras semejante caída. El abrazo de Paimon, cuyos pequeños brazos apenas alcanzaban a rodear su cuello, era lo único cálido que sentía. Todo su cuerpo estaba helado, y aún su propia mente era en sí misma como un campo congelado, parcialmente ausente.

"¿Qué fue ese sueño…?".

Tardó unos minutos en darse cuenta de que el frío de su cuerpo se debía a que había caído en un pequeño estanque.

— Yo… Entenderé si ya no quieres viajar junto a mí…

Desconcertado, Sora observó a su amiga, quien finalmente había decidido soltarlo y se encontraba flotando a unos pocos centímetros de la superficie del agua.

— Es… Es mi culpa que te hallan lastimado tanto —continuó la chica—. Todo por ser una glotona insufrible, una…

No pudo completar la frase. El llanto y la pena que Paimon sentía la habían superado. Frotaba sus ojos, tratando inútilmente de detener el torrente de lágrimas.

Ver a la pequeña figura llorar de ese modo por él—por las heridas recibidas en combate—y por la culpa le causó un sentimiento de compasión por ella.

— No es tu culpa. Era imposible saber que era un campamento de Hilichurls —dijo Sora, colocando suavemente su mano sobre la cabeza de su compañera.

Paimon lo observó un momento a los ojos. Las diminutas galaxias que en éstos se reflejaban estaban cubiertas por una delgada capa cristalina.

— ¿No me odias…? —preguntó.

— Para nada.

— ¿Aún puedo…acompañarte?

Sora le dio un pequeño golpe en la frente con su dedo índice.

— Mientras no vuelvas a alejarte para explorar sin mí, no veo por qué habríamos de separarnos a estas alturas de nuestro viaje —bromeó el chico, sonriendo.

Aún con los ojos anegados en llanto, la pequeña chica formó una ligera sonrisa con los labios, asintiendo.

El joven se levantó del estanque con dificultad. Podía sentir el leve crujir de sus articulaciones magulladas y de sus huesos fracturados. Aún con eso logró mantenerse en pie. En aquella posición tenía una mejor visibilidad del lugar. Al parecer no había caído muy lejos de donde había comenzado. Se hallaban al pie de la gigantesca pared de roca por la cual había escalado hasta el campamento de Hilichurls.

Entonces divisó la continuación del sendero que habían estado siguiendo en un principio, y Sora se alegró al ver que desembocaba fuera de aquel oscuro lugar donde la montaña comenzaba a cubrir el sol poniente.

— Entonces, ¿hacia dónde nos dirigimos, Guía Paimon? —preguntó Sora, observando a su amiga.

— Bueno, sigamos este sendero, como planeamos. Nuestro siguiente destino será… ¡La Estatua de los Siete! —sentenció Paimon, llevándose las manos a las caderas en señal de autosuficiencia y quizás ligera arrogancia.

¿A cuál de los Siete Dioses de este mundo buscas, Sora?

Mientras subía una pequeña ladera con dificultad, el joven pensó un momento.

"No estoy realmente seguro de que desee conocer a algún Dios…".

Al fin y al cabo, era culpa de una deidad, una entidad todopoderosa, que se hallara perdido en una tierra desconocida. Sora simplemente prefería alejarse de los problemas de los Dioses, dejarles a ellos cualquier cosa que les concerniera a los inmortales. Él, un simple joven mortal, no tenía por qué ayudar o entrometerse en los asuntos de la vida eterna.

Al final del sendero, en la cima de la pequeña ladera, había un acantilado con una vista amplia al vasto territorio. Montañas, colinas y árboles impregnaban el paisaje con su verdor, mientras varios ríos y estanques pintaban de color cielo el valle.

Y, en la lejanía, una ciudad amurallada se erigía sobre un enorme lago. Las aspas de gruesas torres giraban con el viento que acariciaba suavemente las hojas de los árboles, mientras la superficie del agua ondeaba levemente con el pasar del mismo.

— ¡Guaaaau! —exclamó Paimon, flotando hacia el borde del acantilado—. ¡Ah! ¡Es la Estatua de los Siete!

El viajero dirigió su mirada hacia donde señalaba su compañera. Sobre un pequeño islote que se alzaba sobre un estanque poco profundo, una especie de obelisco de piedra desprendía un resplandor escarlata hacia los cielos.

Sora se rehusaba a admitirlo, pero debía reconocerlo. La visión tan espectacular que presenciaba el dúo era, ni más ni menos…

… Que una bendición de los Dioses para la vista de los mortales.

— Hay estatuas como esa a lo largo y ancho del territorio como símbolo de protección del mundo —explicó Paimon—. De entre los Siete, el que está retratado en la estatua es quien controla el viento.

No sé si es el Dios Anemo a quien buscas, pero te guiaré primero a su reino, y tengo una razón para ello…

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