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Capítulo 82.- Las heridas de un amigo VI

Elizabeth se habría reído al ver la pomposa angustia de Brummell a causa de una simple corbata. Darcy estaba seguro de que ella no se habría dejado intimidar por lady Melbourne, ni se habría desmayado al ver el escandaloso espectáculo de lady Caroline. Casi podía imaginarla, sentada en la silla de al lado, sonriéndole con esa expresión que, estaba empezando a creer, presagiaba algo delicioso. Al pensar en eso, se agudizó la vaga insatisfacción que sentía. Incertidumbre, dicha, nostalgia, todas esas emociones se habían deslizado en su vida de manera inconsciente, y estando solo en su casa, Darcy sintió con intensidad los efectos de esas emociones. Cerró los dedos alrededor de los hilos. ¿Qué era lo que Dy le había advertido? Conocer el terreno que pisaba, sí, pero ¿qué era lo otro? Estar totalmente seguro de la naturaleza de su interés estaba los asuntos de Bingley. ¿Qué parte de su interés estaba dirigido solamente al beneficio de Bingley? ¿No se acercaba a la verdad el hecho de que separar a Charles de la señorita Jane Bennet era su defensa más segura contra el conflicto que generaba su propia e impetuosa atracción por la hermana de la muchacha?

Se inclinó hacia delante, con los codos apoyados sobre las rodillas y los hilos apretados en la palma de la mano, y se quedó mirando fijamente las brasas. Estaba seguro de que le deseaba a su amigo la mayor felicidad en su matrimonio. Al menos, una felicidad tan grande como era razonable esperar de la unión de dos fortunas y posiciones semejantes. En cuanto a su propio futuro como hombre casado, Darcy sólo pensaba que era algo que debía evitar. Sus propiedades y negocios estaban bien administrados y eran prósperos, lo cual hacía innecesario un matrimonio por interés y le daba la libertad de elegir cuándo y dónde él quisiera, con la esperanza de alcanzar un cierto grado de felicidad. Había momentos durante la noche en que deseaba las comodidades del matrimonio, y ocasionalmente un rostro o una figura habían llamado su atención. Pero la realidad de confiar el futuro de su gente y pasar la vida con una de esas mentes frágiles y naturalezas endurecidas que se escondían tras las caras bonitas que se le ofrecían en esas horas oscuras y silenciosas siempre había logrado convencerlo de que cambiar la felicidad por la comodidad sería una locura. Darcy sabía que las dos cosas eran posibles; lo había visto en vida de sus padres antes de la muerte de su madre y, después, en la sonrisa distante que a veces cruzaba por el rostro de su padre. Pero ahora…

Darcy levantó el marcapáginas y lo contempló a la luz del fuego, mientras la corriente de aire que salía de la chimenea levantaba y hacía girar los delicados hilos, tejiéndolos y destejiéndolos en trenzas de colores. Igual que tu idea de ella, admitió para sus adentros, tejiéndose y destejiéndose. Te preocupas con diligencia por destejer tu relación con ella al disuadir a Bingley y, sin embargo, la vuelves a tejer cuando estás solo con tus pensamientos desbocados y tus recuerdos robados.

Un golpe en la puerta lo hizo reaccionar. Colocó los hilos rápidamente otra vez entre las páginas del libro y lo cerró de un golpe.

—Entre.

Hinchcliffe se asomó por la puerta.

—Señor Darcy, hay una nota aquí sin dirección y escrita con una letra que no conozco. Está redactada de una manera más bien críptica. Pensé que le gustaría verla enseguida. —Diciendo eso, Hinchcliffe avanzó unos pasos y le entregó una misiva color crema, que no tenía ninguna marca ni señas de quién la enviaba.

—Gracias, Hinchcliffe. —Darcy tomó la nota, y después de hacer un gesto con la cabeza indicándole al secretario que podía retirarse, esperó a que éste se marchara para abrir la hoja a la luz de la lámpara.

Señor:

Han sido recibidas sus instrucciones y serán cumplidas al pie de la letra. Envié una nota a B, quien, como usted se imaginará, se sorprendió bastante al saber de mi llegada y me avisó de que dejará sus habitaciones mañana para venir a la calle Aldford. Confío en usted, señor, para que complete su salvación, ya que sé muy bien que mi confianza reposa en las mejores manos.

C.

Darcy arrugó la nota y la arrojó al fuego.

—La respuesta a todas tus ambiciones —se burló de sí mismo—. ¡Ser el «depositario de la confianza» de Caroline Bingley y el «salvador» de su hermano! Por Dios, hombre, ¿qué oficio desempeñarás después? ¡Arzobispo, seguramente! —Se dejó caer sobre el respaldo de la silla, pero se sobresaltó nuevamente al oír un segundo golpe en la puerta.

—Sí, ¿qué ocurre? —gritó.

La puerta se abrió y una criada muy joven, con unos ojos azules muy abiertos, anunció en voz baja:

—S-su c-ce… cena, s-se… señor. —La muchacha hizo una reverencia nerviosa. Sus rizos rubios flotaron alrededor de su cara, y luego desapareció.

Darcy se quedó mirando con desaliento cómo se desvanecía la figura de la muchacha, a través del marco de la puerta.

—Te estás volviendo un verdadero Barbazul, asustando a las chiquillas del servicio…

—¿Algo va mal, señor Darcy? —Sólo pasó un instante antes de que Witcher apareciera en la puerta.

—No, Witcher —suspiró Darcy—, lo único que va mal es mi estado de ánimo.

—¿Entonces Maddie no ha hecho nada inapropiado, señor?

—¿Maddie?

—Mi nieta, señor Darcy. Ella vino a anunciarle la cena, señor. Es la primera vez que está arriba, señor. —Witcher presumió un poco, con orgullo de abuelo. El estado de ánimo de Darcy sucumbió un poco más.

—¡Su nieta! —Se dirigió al escritorio y, abriendo un cajón, sacó un chelín—. Aquí tiene, para su nieta, para celebrar el éxito de su primer día arriba. —Radiante, Witcher aceptó la generosidad de su patrón con la promesa de entregárselo a la muchacha más tarde.

—Su cena está lista, señor Darcy. Jules ha preparado una deliciosa cena con sus platos favoritos, que está esperando su atención. ¿Digo que le sirvan?

—Sí, por favor. Bajaré en un momento.

Cuando Witcher se fue, Darcy recuperó su libro y lo volvió a poner con cuidado en la estantería, acariciando las puntas de la sedosa trenza mientras lo hacía. Durante un momento se detuvo y permitió que el rostro de Elizabeth se alzara ante él. Sacudiendo suavemente la cabeza, dejó caer la mano.

—No, debes irte —susurró—, porque yo soy el salvador de Bingley. —Le dio la espalda a la visión con pesada determinación, atravesó la biblioteca y, al salir al corredor, cerró la puerta con delicadeza.

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