81 Capítulo 81.- Las heridas de un amigo V

Darcy estiró la mano por detrás y agarró un libro del estante.

—Por favor, acepte mis disculpas y créame que no puedo satisfacer su curiosidad, Byng. No estaba prestando atención cuando Fletcher lo anudó y por eso no puedo darle ninguna indicación sobre cómo proceder. Tendrá que excusarme y entenderá que no puedo tener a mis caballos esperando mucho con este tiempo y debo llevarle esto —sacó el volumen desde atrás— a Hatchard. —Le hizo una ligera reverencia, pasó al lado del perro, que siguió sus movimientos con un gruñido, y se dirigió rápidamente hasta el mostrador.

—¿Eso será todo, señor Darcy? —Hatchard enarcó las cejas en señal de sorpresa cuando Darcy puso sobre el montón de libros que había escogido el volumen que le había servido de disculpa—. ¡La nueva edición de Practical View! ¡No sabía que tenía intereses en ese tema!

—¿Qué? Ah… sólo empaquételo con el resto, si es usted tan amable, y llame a Harry.

En unos segundos, Harry estaba ya junto al mostrador, recibiendo el paquete que Hatchard había envuelto con tanto cuidado. Darcy lo siguió al exterior, pues no tenía deseos de esperar dentro hasta que el coche llegara y arriesgarse a sufrir más impertinencias por parte de Byng y su confidente canino.

Un poco más adelante, cerca de St. James, Darcy se detuvo un momento en Hoby's para que le tomaran medidas para un nuevo par de botas. Allí tuvo que defenderse de más admiradores del roquet. Luego dirigió a su cochero hasta Leicester Square y la tienda de sedas de madame LaCoure. Dejándose aconsejar por la modista, eligió tres piezas de seda y dos de muselina y prometió regresar con su hermana para elegir los encajes y las cintas apropiadas. Luego siguió hasta DeWachter's, en Clerkenwell, el joyero que trabajaba para los Darcy desde hacía varias generaciones, donde escogió una sencilla pero hermosa gargantilla y un brazalete de perlas y aceptó con toda la elegancia que pudo las felicitaciones del señor DeWatcher por su «triunfo». Su última parada fue la imprenta a la que Georgiana solía encargar sus partituras. Tras llevarse todas las partituras nuevas de los compositores que ambos admiraban, Darcy se subió al coche con sus últimos paquetes.

—¿Señor Darcy? —preguntó Harry mientras colocaba los paquetes y sacudía la manta.

—¿Sí, Harry?

—¿Qué es eso del roquet, señor?

Darcy suspiró pesadamente.

—Una nueva forma de anudar una corbata de lazo que ha inventado Fletcher. ¿Por qué lo pregunta, Harry?

—Ah, señor, porque un par de caballeros me acaban de ofrecer una moneda de oro cada uno si los dejaba entrar a hurtadillas a su vestidor para verlo. —Harry sacudió la cabeza—. Le ruego que me perdone, señor, pero la alta sociedad tiene, a veces, unas extrañas costumbres.

Darcy cerró los ojos.

—No hay palabras más ciertas. Volvamos a casa, Harry.

Después de regresar de hacer sus compras, Darcy se reunió con Hinchcliffe, que lo recibió con un montón de tarjetas e invitaciones que habían sido entregadas recientemente y que solicitaban su asistencia a una increíble cantidad de recepciones, desayunos, exhibiciones de boxeo, clubes discretos, reuniones políticas y representaciones teatrales. Darcy les echó un vistazo con desaliento y luego las arrojó sobre su escritorio.

—¿Debo enviar la respuesta habitual, señor? —Hinchcliffe se inclinó, las recogió y las organizó sobre una bandeja de plata.

—Sí. Excusas para cualquier persona que usted no conozca y que esté por debajo de un baronet, sentidas excusas para cualquier persona por encima de eso y páseme el resto a mí. Tal como están las cosas, aunque empiece ahora mismo, me temo que se pasará trabajando la mayor parte de la noche. —Hinchcliffe inclinó la cabeza en señal de acuerdo silencioso y se marchó hacia su oficina.

Cuando la puerta se cerró, Darcy se sintió invadido por una repentina inquietud que lo impulsó a pasearse por la biblioteca. Faltaba poco más de una hora para la cena, y aunque había planeado cenar solo esa noche, el perverso deseo de tener una agradable compañía se apoderó de él. Después de Año Nuevo, cuando regresara a la ciudad con Georgiana, noches como ésa podrían transcurrir de manera agradable, dedicado a compartir libros y música con su hermana. Pero incluso mientras contemplaba esos futuros placeres, Darcy descubrió que, para su desgracia, esa perspectiva no lo satisfacía por completo. Una inquietud inmensa e indefinida, que Darcy nunca había sospechado que existiera, se hizo hueco en su interior, amenazando con robarle la satisfacción y la tranquilidad.

Mientras se paseaba de un lado a otro, Darcy se acercó hasta una estantería. Con la esperanza de que la disciplina que implicaba seguir el curso de una batalla pudiera ayudarlo a poner sus pensamientos en orden, sacó Fuentes de Oñoro del lugar donde estaba guardado y se desplomó en uno de los sillones junto al fuego. Estirando las piernas hacia la chimenea, deslizó el dedo por las páginas y abrió el libro en el lugar marcado por los hilos de bordar. Cuando se inclinó para comenzar a leer, las palabras le parecieron borrosas, como si se hubiesen vuelto incomprensibles por el reflejo que producía la luz del fuego sobre los hilos trenzados que reposaban sobre la página. ¡Elizabeth! ¡Cuánto se había resistido a pensar en ella! Sintió que la respiración se le aceleraba a medida que un torrente de recuerdos invadía su mente: Elizabeth en la puerta de Netherfield, vacilante pero decidida; en las escaleras, agotada pero dedicada al cuidado de su hermana; en el salón, enarcando una ceja cuando desafiaba su manera de ser; en el piano, ajena a la gracia que imprimía a su canción; en el baile, la noche de Milton, con los ojos brillantes, bañada por el encanto del Edén.

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