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Capítulo 64.- Ciertos demonios III

Todo estaba como debería estar. Con un suspiro, se acercó a la botella de licor. Se sirvió una buena cantidad en el vaso que estaba sobre la bandeja y apagó la vela antes de acomodarse en el sillón junto a la chimenea y poner los pies sobre el escabel. Le dio un largo sorbo a su bebida y, cerrando los ojos, se recostó. Trató con todas sus fuerzas de no pensar en otra cosa que el líquido caliente y dulce que se deslizaba por su garganta y la placentera sensación de estar otra vez en casa, entre su propia gente y sus propias cosas. Pero la visión del rostro angustiado de Bingley en respuesta a sus deliberados comentarios no se borraría de su mente.

¡Bingley! Gruñó en voz alta, e incorporándose, se inclinó hacia delante para observar el fuego. Es por una buena causa, se dijo por enésima vez, y no interesa en lo más mínimo cómo te hace sentir todo este asunto. Mientras le daba otro sorbo a la bebida, sus ojos recorrieron la habitación y se fijaron en el libro que había estado leyendo en el coche. Al recordar lo que reposaba entre sus páginas, Darcy desvió rápidamente la mirada. ¡Con seguridad Fletcher ya debía tener todo preparado para el baño! Puso el vaso sobre la bandeja y salió de la biblioteca.

A la mañana siguiente, Darcy se despertó después de la primera noche de verdadero reposo que había tenido en mucho tiempo. Casi antes de que dejara de balancearse el cordón para tocar la campana, apareció Fletcher y, con silenciosa habilidad, lo preparó para un día dedicado a los asuntos de negocios. El desayuno y la lectura del periódico matutino estuvieron deliciosamente libres de las interrupciones y la charla de la señorita Bingley, y cuando terminó, levantó la vista y lo informaron de que su secretario lo esperaba en la biblioteca.

—Señor Darcy. —Hinchcliffe se levantó de su asiento, que estaba frente al ancho escritorio de Darcy.

—Hinchcliffe —dijo Darcy en respuesta al saludo del secretario—, parece que tenemos un día ocupado por delante. ¿Ha recibido usted las instrucciones relativas a la disposición de los fondos de caridad para este año? —Se sentó frente a su secretario, que volvió a acomodarse en su puesto.

—Sí, señor. —Hinchcliffe sacó la carta de Darcy de la carpeta de cuero que tenía sobre las piernas y la puso sobre el escritorio de su patrón para su aprobación. Cada uno de los beneficiarios de la generosidad anual de Darcy tenía una anotación y una marca escritas con la clara letra del secretario—. Las expresiones de gratitud por su interés llegan diariamente, señor. —Entonces sacó más cartas de la carpeta y las puso al lado de Darcy. El caballero levantó las cartas, echándoles una rápida ojeada, antes de empujarlas hasta el otro extremo del escritorio.

—Muy bien, Hinchcliffe. —Un movimiento de cabeza casi imperceptible fue toda la respuesta del secretario a sus palabras. Muchos de sus conocidos se habrían sorprendido al ver la naturaleza tan seca del secretario y la poca importancia que Darcy le prestaba a un comportamiento tan petulante en un sirviente. Desde luego, ellos no podían saber que Hinchcliffe había sido el secretario de su padre y que llevaba trabajando para su familia desde que Darcy era un chiquillo de doce años.

Su primer encuentro no había sido muy afortunado. Feliz por estar en casa para pasar unas cortas vacaciones mientras estaba en Eton, Darcy entró corriendo en Erewile House al bajarse del coche, a través del vestíbulo de entrada, cuando se estrelló directamente contra una figura alta y vestida de negro, que estaba pasando en ese momento. Cuando la última hoja de papel terminó de caer al suelo, se encontró metido entre las piernas de un hombre de mirada severa, que debía de tener unos treinta años. La caída había torcido la peluca del hombre de una manera tan cómica y que contrastaba tanto con la expresión de granito de su barbilla, que Darcy no pudo evitar reírse ante aquella graciosa situación. Aquello sólo duró hasta que el extraño sirviente se levantó y recuperó la compostura por completo. Ante el asombro de un Darcy de doce años, el hombre parecía un gigante de ojos oscuros, que lo miraba fijamente.

—El señorito Darcy, supongo —dijo el gigante con voz profunda.

—Sí, señor —respondió Darcy con tono sumiso, seguro de haber tenido la mala suerte de estrellarse contra un desconocido maestro que tal vez sus padres habían contratado para mantenerlo al día en sus estudios durante las vacaciones.

—Soy el nuevo secretario de su padre, el señor Hinchcliffe —siguió diciendo el gigante con dicción precisa y una voz atronadora—. A usted, señorito, lo esperan en la biblioteca. Me perdonará que no lo anuncie, pero tengo que terminar un trabajo inesperado. Sugiero que se levante antes de que su padre venga a buscarlo personalmente. —Después de clavarle una última mirada, Hinchcliffe se giró y comenzó a recoger los papeles que llenaban el suelo del vestíbulo, mientras Darcy subía rápidamente los escalones y se escabullía por la puerta de la biblioteca.

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