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Capítulo 62.- Ciertos demonios I

Con la colaboración de Fletcher, el ayuda de cámara de Bingley tuvo a su amo preparado para salir precisamente a mediodía. A las doce y cuarenta y cinco, ya habían dejado atrás Meryton e iban, a buena velocidad, por una carretera en medianamente buen estado, en el carruaje de Bingley. Aunque estaba vestido y había desayunado ya, la única contribución de Bingley durante la primera hora de viaje había consistido en suaves ronquidos y suspiros. El vaivén y el balanceo producido por los resortes del carruaje habían sido suficiente estímulo para que Darcy también dormitara un poco, teniendo en cuenta que, en contra de toda razón, se había despertado temprano como de costumbre, tras haber dormido muy pocas horas. Empezó a poner en práctica la primera parte de su estrategia cuando hicieron una parada en una posada del camino para cambiar de caballos.

—¡Bingley! Charles, despierta. —Darcy se inclinó hacia delante y, agarrando con firmeza el hombro de su amigo, le dio una sacudida—. Estamos cambiando de caballos y yo necesito estirar las piernas un poco, al menos. Una cerveza tampoco estaría mal. ¿Qué tal si probamos la cerveza local? —Darcy enarcó una ceja al oír los gruñidos amortiguados de Bingley—. Tal vez nos siente mejor un poco de café. ¡Vamos, hombre; levántate y sal!

Bingley abrió un ojo y, al ver la inflexible expresión de Darcy, lanzó un fuerte suspiro y se levantó lo suficiente como para bajar a trompicones la escalerilla del coche. Darcy lo agarró del brazo y lo empujó, riendo, hacia la puerta de la posada. Al pedir una mesa tranquila, una muchacha rolliza los llevó a un cómodo comedor privado, que tenía una ventana que daba al jardín. Enseguida ordenaron algo caliente y estimulante, mientras Bingley se desplomaba sobre un canapé algo gastado pero respetable.

—¿Cómo puedes estar tan infernalmente despierto, Darcy? —preguntó, bostezando y entrecerrando los ojos para mirar el perfil de su compañero, recortado contra la luz del sol que entraba por la ventana—. Te fuiste a dormir más tarde que yo y te levantaste horas antes. Apuesto a que tu Fletcher tiene algo que ver en eso. ¡Ese hombre parece un sargento! Tenía a mi pobre Kandle en tal estado de nerviosismo, que el hombre apenas podía sostener la navaja. He tenido que afeitarme yo mismo esta mañana, o él habría terminado por entregarte mi cadáver en lugar de… No te rías, ¡te juro que no estoy exagerando!

—¡Tu cadáver, claro! Bingley, tú no haces otra cosa que exagerar o, peor aún, dejas volar tu imaginación sin freno.

—Bueno, esto está pasando de castaño oscuro, Darcy —dijo Bingley frunciendo el ceño, ligeramente ofendido—. Pero si voy a ser acusado de esa manera, dígame, señor, cuál de los dos es peor para que yo pueda decidir si debo sentirme insultado o divertido. —Bingley se enderezó el chaleco y se arregló la chaqueta—. ¡Ejem! —Carraspeó y, agarrando una cuchara, golpeó la mesa con solemnidad—. Puede proceder.

—El hombre que exagera es perfectamente consciente de lo que hace —comenzó Darcy, mientras se recostaba con despreocupación contra el marco de la ventana, con los brazos cruzados sobre el pecho— y no espera que nadie crea sus afirmaciones al pie de la letra. Puede emplearlas de manera habitual, pero todavía está en posesión de la verdad del asunto y, bajo presión, la admitirá. Pero el hombre esclavizado por la imaginación le ha cedido el dominio de sus facultades a una ilusión y se apegará a ella a pesar de todos los hechos que demuestren lo contrario. Aún más, exigirá que el resto del mundo crea en el asunto y verá a cualquiera que se niegue a hacerlo como un enemigo o un opresor o…

Un golpecito en la puerta interrumpió su discurso. La hija del posadero entró y depositó sobre la mesa una humeante bandeja con tazas y platos cubiertos. Como Bingley estaba estudiando en detalle la cuchara que tenía en la mano, no pudo ver la alegre sonrisa que la muchacha le dirigió cuando le hizo una reverencia y cerró la puerta al salir.

—… O, al menos, como un personaje muy estúpido —concluyó Darcy con despreocupación. Se dirigió hasta la mesa y comenzó a levantar las tapas para examinar lo que les habían traído de comer—. Charles, ¿no tienes hambre? Esto parece bastante apetitoso. —Levantó uno de los platos—. ¿Charles?

Bingley levantó la vista al oír su nombre y, lanzándole a Darcy una extraña sonrisa, le alcanzó un plato y se reunió con él junto a la bandeja.

—Creo que elegiré sentirme divertido, en particular porque tú eres un «personaje muy estúpido».

—Estoy de acuerdo —contestó Darcy antes de comenzar a devorar los sencillos pero sabrosos alimentos que les habían ofrecido.

Después de un rápido paseo por los alrededores, al regresar a la posada se alegraron de encontrar el carruaje listo para partir. Tras introducir los ladrillos calientes, subieron al coche. Bingley dio la orden; los caballos se inclinaron hacia delante y los dos caballeros se recostaron contra los cojines. Cuando los caballos alcanzaron un galope estable, Darcy se inclinó hacia delante y abrió su maletín de viaje, del cual sacó Fuentes de Oñoro, y se acomodó más cerca de la ventana.

—Ah, ¿quieres leer? —En la voz de Bingley había una nota de decepción.

—Sí, si no te importa. Sólo queda una hora de luz. Pero te prometo dejarlo antes de que haya que encender las lámparas. ¿Te gustaría leer Badajoz? Lo tengo aquí en el maletín. —Bingley se encogió de hombros en señal de aceptación, y Darcy le pasó el volumen, un poco manoseado debido al examen de la señorita Bingley y a la forma en que se había deslizado por el suelo de la biblioteca. Estaba claro que Bingley quería continuar con la discusión que habían sostenido en la posada, pero Darcy se mantuvo dentro de su plan. Al recostarse de nuevo para tener más luz, acarició las puntas de los hilos de bordar que marcaban la página, antes de deslizar un dedo por la pequeña abertura entre las hojas y abrir el libro. Los vistosos hilos reposaban entre la hendidura del lomo, y un intricado nudo femenino los mantenía unidos en la parte superior. Mientras miraba a su amigo con el rabillo del ojo, Darcy se guardó secretamente el recuerdo en el bolsillo de la chaqueta y luego se concentró en su libro. Sólo volvió a poner el marcador de páginas en el lugar correspondiente cuando las sombras hicieron imposible seguir leyendo. Tan pronto como lo guardó, Bingley le devolvió el otro volumen y comentó que ya estaban casi en Londres.

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