59 Capítulo 59.- Totalmente inaceptable III

Darcy pasó el resto de la velada haciendo un cuidadoso escrutinio de la familia Bennet. Su primer objetivo fue determinar la magnitud del encaprichamiento de su amigo y el afecto de la señorita Bennet. Conociendo perfectamente la tendencia de Charles a entusiasmarse, Darcy no podía concluir con seguridad si Bingley estaba realmente «enamorado» o sólo había sucumbido al atractivo de una cara bonita y unos modales distinguidos. La señorita Bennet era otro asunto. Bajo la cuidadosa observación de Darcy, Jane parecía recibir las atenciones de Bingley con gracia y modestia, pero la dichosa intensidad que irradiaba la actitud de Bingley no tenía un reflejo correspondiente ni en el rostro ni en la actitud de la muchacha. Ella parecía complacida con las atenciones de Bingley, claro, pero indiferente; y Darcy no podía detectar en su actitud otra cosa que gratitud por el honor que le hacía su amigo al ser tan deferente con ella. No, decidió Darcy, ella no tenía la mirada del verdadero amor. Si Charles así lo creía, se estaba engañando.

Terminada la cena, se oyó una demanda general por parte de los caballeros para que las damas interpretaran alguna canción. Darcy se recostó en su silla, mientras experimentaba al mismo tiempo la esperanza y el temor de que Elizabeth respondiera a aquella solicitud. Tras echarle un vistazo, Darcy supo que ella no estaba en condiciones de presentarse ante el público. Tenía los ojos fijos en sus guantes, y los labios casi transparentes por tenerlos tanto tiempo apretados. Sólo levantó la vista cuando una oleada de agitación entre las jóvenes asistentes se produjo ante la figura de otra de las hermanas Bennet.

—Oh, Dios… Mary Bennet. —Darcy oyó un murmullo que provenía de atrás y que fue respondido por un suave gruñido—. ¡Preparaos ahora, mis valientes! —Fue la advertencia que les hizo un teniente a los compañeros que estaban cerca—. Sobrevivid a esto y los gritos de batalla de los franchutes no os asustarán ni lo más mínimo.

Darcy le lanzó una mirada de alarma a Elizabeth, temeroso de que hubiese escuchado los comentarios de mal gusto que flotaban entre la multitud. Tenía los ojos cerrados, como en una actitud de sufrimiento. Sus labios se estaban moviendo, pero no se oía ningún sonido. Los aplausos de rigor reclamaron la atención de Darcy a la actuación que estaba a punto de comenzar, y él se dio la vuelta, preparado para lo que podía suceder.

Cuanto más cantaba la señorita Mary Bennet, más sombría se volvía la actitud de Darcy. En contraste con su hermana mayor, aquella muchacha tenía una voz cuya principal característica era la debilidad, que trataba de ocultar con movimientos afectados, más apropiados para el escenario que para una cena privada. Pero ni su incapacidad para mantener la melodía ni el ridículo que estaba protagonizando la detuvieron, porque, a pesar de obtener unos débiles aplausos, se animó a interpretar otra canción.

Para Darcy, tanto interés por convertir en espectáculo la falta de talento y modestia no sólo resultaba de pésimo gusto sino que era incomprensible. ¿Acaso nadie había pensado en refrenar en la muchacha esa tendencia al descaro? Darcy descartó de inmediato a la madre, pero ¿qué sucedía con el padre? El señor Bennet era conocido por ser un hombre peculiar que, excepto por el silencioso saludo en casa del squire Justin, seguía siendo un desconocido para Darcy. Era obvio que Bennet ejercía escasa influencia sobre su esposa. El caballero hizo una mueca. ¿Se extendería esa indiferencia también a sus hijas? Examinó discretamente el salón y descubrió al caballero en cuestión abriéndose camino hacia el frente. Al ver a un padre haciéndose cargo de su familia, lo invadió un sentimiento de alivio muy masculino y entonces se permitió lanzarle una mirada a Elizabeth, con la esperanza de percibir una disminución en la magnitud de su angustia.

—Niña, ya basta. Has estado muy bien. —Oyó Darcy que le decía el señor Bennet a su hija—. Ya nos has deleitado bastante. Ahora deja que se luzcan otras jovencitas. —Asombrado por la franqueza de las palabras del señor Bennet, Darcy no podía creer lo que había oído. Pero la verdad de la situación fue atestiguada por la ola de rubor que cubrió el rostro de Elizabeth. Darcy fijó los ojos en el suelo. ¡Esos comentarios tan mordaces para dirigirse a su propia hija! ¡Y nada menos que en público! La incomodidad de Darcy sólo por haber sido testigo de aquella escena fue casi tan aguda como su oprobio ante semejante demostración.

—Si yo tuviera la suerte de tener aptitudes para el canto, me gustaría mucho entretener a la concurrencia con una romanza. —La voz, vagamente familiar, sacó a Darcy de su ensoñación. Levantó la vista y vio al adulador vicario de su tía—. Sin embargo, no quiero decir, por esto, que esté bien consagrar demasiado tiempo a la música, pues hay, desde luego, otras cosas que atender…

¡Y ahora vamos a tener que soportar un sermón en mitad de un baile! Darcy no daba crédito. Recibió las miradas del clérigo con creciente temor.

—… lo más llevaderas posible. Y estimo como cosa de mucha importancia que un clérigo sea atento y conciliador con todo el mundo, y en especial con aquellos a quienes debe su cargo.

¡No lo hagas, hombre! No te dirijas a mí…

—Considero que esto es indispensable —seguía diciendo el señor Collins, y entonces, con una sonrisa lisonjera, se volvió hacia Darcy—. Y no puedo tener en buen concepto al hombre que desperdicia la ocasión de presentar sus respetos a cualquiera que esté emparentado con la familia de sus bienhechores. —Para horror de Darcy, el salón se quedó en silencio mientras el vicario le hacía una pronunciada reverencia. Por fortuna, el hombre no esperaba una respuesta y se sentó. Transcurridos unos instantes, el salón concluyó que el extraño discurso del clérigo no tendría ninguna respuesta y dirigió su atención a otra cosa.

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