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Capítulo 50.- Conocer su carácter II

—Como quiera, Fletcher. Llévese el negro y deje ése. —Darcy sabía que sería mejor que se fuera, antes de que Fletcher lo convenciera de algo que tendría que lamentar—. Quiero que esté listo a las siete en punto —ordenó tajantemente.

—Muy bien, señor.

Darcy descubrió que, otra vez, estaba saliendo de su habitación con sospechas sobre la expresión de impasibilidad de su ayuda de cámara y se preguntó qué habría sido de su sumiso criado. Ciertamente había comenzado a comportarse de manera muy peculiar.

Al entrar en el comedor del desayuno, Darcy encontró a Bingley sentado a la mesa y le preguntó la razón de esa temprana aparición, mientras se servía su café.

—Oh, la expectativa del baile, supongo —respondió Bingley—. He ofrecido pequeñas fiestas privadas en la ciudad, claro, ¡pero esto! —Hizo un gesto circular con la taza antes de darle un sorbo, vaciando la mitad de su contenido—. Esto está mucho más allá de mis capacidades. Casi no pude dormir anoche preguntándome si habría olvidado algo o si lo que había recordado habría sido apropiadamente realizado.

—La señorita Bingley está satisfecha con tus esfuerzos, sin duda.

—Por el contrario, la señorita Bingley no está satisfecha con nada de todo este asunto. Esa aparente serenidad, me permito informarte, está dirigida sólo a ti. Si no fuera por la felicidad que me produce la expectativa de estar en compañía de cierta dama, ¡no habría querido embarcarme en esta interminable odisea!

—Vamos, vamos, Bingley. Se espera que un hombre de tu posición y dueño de una mansión en el campo ofrezca un baile así todos los años y —agregó Darcy al ver la cara de Bingley— varias reuniones más pequeñas a lo largo del año. Así ocurre en Pemberley y en Erewile House; tú lo sabes.

—Todo funciona tan fácilmente allí; ¡estoy seguro de que no te resulta ninguna molestia! Aquí todo es un desastre y… ¡esta comida está fría! ¿Dónde están los criados? —Bingley arrojó su servilleta sobre la mesa e hizo ademán de levantarse.

—¡Bingley! Calma, hombre. —Darcy lo detuvo agarrándole el brazo—. Un caballero no riñe a sus criados, y tú estás a punto de romper ese sabio principio. —Darcy respondió a la expresión testaruda de Bingley enarcando la ceja.

—¡Ah, maldita sea! Sé que tienes razón, Darcy. —Bingley se desplomó nuevamente sobre la silla—. Me comportaré bien, para que puedas borrar de la cara esa mirada de superioridad y me ayudes a organizar este infernal baile. —Se pasó las manos por el cabello en señal de frustración y luego le lanzó a Darcy una sonrisa ingenua que su amigo conocía muy bien—. Al menos una cosa ha salido bien, y ha sido, de hecho, bastante providencial.

—Por favor, explícate, Charles, para que podamos alegrarnos juntos —dijo Darcy, riendo.

—Ese hombre al que no querías ver. Wickham.

—¿Sí? —Darcy apretó la mandíbula de manera inconsciente.

—Fui a ver al coronel Forster a propósito de él, pero me encontré con el señor Denny antes de poder hablar con el coronel. Fue una suerte. Denny quería que le dijera a Caroline cuántos oficiales podían aceptar la invitación y mencionó específicamente a Wickham.

—¿Lo mencionó en qué sentido, Bingley?

—¡Dijo que no vendría! No podía. Súbitamente recordó algunos asuntos que debía atender en Londres y se fue ayer. No esperan que regrese en varios días. Así que —concluyó Bingley con aire triunfal— no tienes que preocuparte por él.

Mientras asentía con la cabeza al oír la buena noticia que le proporcionaba Bingley, Darcy sintió que comenzaba a disiparse en su pecho una tensión que hasta ese momento no había notado. Decidió interpretarla como la expresión del alivio que le producía el hecho de que Bingley no hubiese tenido que pasar la vergüenza de hacer oficial la exclusión de Wickham del baile. Pero inmediatamente después, la velada se abrió ante él con todas sus posibilidades, y Darcy permitió que su amigo interpretara como quisiera la sonrisa que asomó a sus labios sin que pudiese hacer nada para evitarla.

—¡Condenada disculpa! —La pastilla de jabón se estrelló contra la pared de la bañera con un golpe seco y se hundió hasta el fondo sin proferir un solo ruido, mientras Darcy se recostaba contra la cabecera de cobre, con un gesto de frustración en el rostro—. Dadme un silogismo que resolver, una epopeya griega que traducir o un indómito caballo para domar, ¡pero no me pidáis que dé un maldito discurso bonito! —La manera precisa en que debía formular aquella disculpa lo había angustiado todo el día. Cada vez que pensaba que la había encontrado, sufría una muerte rápida e ignominiosa al imaginarse dándola.

Darcy soltó un gruñido cuando el reloj de la habitación le hizo darse cuenta de que el tiempo se estaba agotando. Su falta de talento en asuntos relacionados con la capacidad de dar discursos le había traído problemas en el pasado, pero ahora se había convertido en un obstáculo fatal para algo que él realmente deseaba. Tenía que hacerlo bien; ¡todo dependía de eso! Darcy se estiró para tocar la campanilla y llamar a Fletcher y se encogió hacia delante cuando el ayuda de cámara vació una jarra de agua sobre su cabeza. Una toalla caliente fue depositada entre sus manos y con ella se secó el agua y el jabón de los ojos. Se levantó y se puso la bata, y luego salió de la bañera y recibió más toallas calientes para terminar de secarse, antes de que Fletcher regresara con su ropa interior y el instrumental para afeitarlo.

—Señorita Bennet, debe usted permitir… debe excusar… Mi querida señorita Elizabeth, es posible que usted recuerde nuestro primer encuentro… no, precisamente preferiría que no lo recordara… Le ruego que me permita… no, rogar no… Señorita Eliza, por favor perdone… ¡Arrrg! Perdóneme por portarme como un perfecto patán. —Darcy arrojó la toalla al otro extremo de la habitación y por poco golpea a Fletcher, que estaba entrando en ese momento.

—Claro, señor. No diga más, señor —dijo Fletcher.

Darcy lo miró de manera amenazadora durante un instante, con un comentario sarcástico a punto de aflorar a sus labios, antes de que la serena actitud de su ayuda de cámara lo hiciera caer en la cuenta del aspecto cómico de la situación. Pero Darcy no se podía reír, el problema era demasiado inminente, aunque sí podía alejarse del abismo del mal humor en el cual estaba a punto de hundirse.

—No me refería a usted, Fletcher —gruñó en un tono más humilde, dándose la vuelta para quitarse la bata húmeda—. Aunque me disculpo por lo de la toalla. No se la arrojé a propósito.

Fletcher le pasó a Darcy su ropa interior y luego sacudió la fina camisa de lino, lista para deslizarse por sus brazos.

—Soy yo, señor Darcy, quien debe disculparse por su ligereza. Ha sido imperdonable, señor, y tomaré medidas…

—No, no Fletcher, está bien. Necesitaba ese tipo de distracción. No obstante —dijo y guardó silencio al tiempo que veía a Fletcher mirando su reflejo en el espejo—, tales despliegues deben ser juzgados con sabiduría.

—Sí, señor. —Fletcher se inclinó para desenrollar las medias de seda y, en medio de un silencio cuidadosamente calculado, se las entregó a su amo. Enseguida siguieron las ligas de seda negra. Todo el proceso de vestirse se convirtió en una actividad difusa para Darcy, cuya mente estaba absorta en lo mal preparado que se sentía para su próximo encuentro con Elizabeth Bennet y en lo mucho que le disgustaban las reuniones sociales multitudinarias. De hecho, ya comenzaba a sentir un nudo en el estómago y se estaba formando una línea de sudor frío sobre sus cejas. ¿Qué voy a decirle?, le preguntó mentalmente a su imagen en el espejo mientras se abotonaba el cuello.

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