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Capítulo 43.- Su peor enemigo III

—Prepárense para recibir al Señor —pronunció con voz solemne el reverendo Stanley al leer las Escrituras—. Recorran el camino recto a través del desierto hacia nuestro Dios. —Darcy sacó otra vez su libro de oraciones y pasó rápidamente las páginas en busca de esos pasajes.

—¡Tch! —Darcy bajó la mirada al oír el sonido que provenía de la desconsolada actitud de Elizabeth, que se mordía el labio inferior con consternación y contemplaba sus manos vacías. Después de dudar sólo un segundo, puso con galantería el lado izquierdo de su libro entre las manos de ella e inclinó la cabeza para acomodarse de manera que ella también pudiera ver.

—Dios todopoderoso, concédenos la gracia… —leyeron juntos. Inclinado sobre el libro, el aliento de Darcy hacía temblar los rizos que flotaban alrededor de las orejas y las sienes de Elizabeth, distrayéndolo poderosamente de la página que compartían—, para que podamos alejar las obras de la oscuridad y ponernos la armadura de la luz… —Haciendo un gran esfuerzo, Darcy logró concentrarse en el texto y fue capaz de terminar sin que su mente se desviara por peligrosos vericuetos. A su lado, Elizabeth se recostó contra el duro banco, buscando de manera inconsciente una posición cómoda para escuchar el sermón del reverendo Stanley. Los intentos de Darcy por hacer lo mismo fueron totalmente infructuosos. Atrapado como estaba entre dos damas, no se atrevió a permitir que ninguna parte de su cuerpo estuviera demasiado cerca de ellas, así que sus posibilidades quedaron reducidas a sentarse totalmente recto, de una manera que le recordó dolorosamente al pupitre escolar. No había nada que hacer, de modo que Darcy se resignó a su suerte, cruzó los brazos sobre el pecho y fijó la vista en la cara del vicario.

Providencialmente, el señor Stanley era un enérgico predicador, y atrajo el interés de Darcy con la suficiente fuerza como para permitirle olvidarse, durante la mayor parte del tiempo, de la rigidez de sus músculos y la peligrosa consciencia de la inquietante mujer que tenía a la izquierda. Sin embargo, cuando el servicio concluyó y se cantó el último himno, Darcy estaba ansioso por ponerse de pie y buscar en el exterior la oportunidad de aliviar la tensión de su espalda y sacar a la dama de su mente.

—Señor Darcy —se oyeron dos voces, una de cada lado.

—¿Señorita Bingley, señorita Elizabeth? —dijo Darcy y se quedó esperando con curiosidad a ver cuál de las dos le cedería a la otra su atención.

—Por favor, señorita Bingley, usted estaba primero —dijo Elizabeth que, haciendo una ligera reverencia, se alejó y tomó el brazo del squire Justin, a quien le aseguró que su hermana estaba totalmente recuperada. Decepcionado, aunque sin razón, Darcy se volvió hacia la señorita Bingley y le preguntó en qué podía ayudarla. Con una sonrisa triunfal, ella lo tomó del brazo, sin darle la oportunidad de hacer otra cosa que escoltarla por el pasillo lleno de gente.

—No tienen calientapiés, señor Darcy, ¡y con este clima! ¡Es increíble! La próxima semana, se lo prometo, ordenaré que traigan los ladrillos del coche, haya calentadores o no.

—Como desee, señorita Bingley —respondió Darcy de manera distraída, mientras fijaba su atención en un pequeño revuelo que tenía lugar en la parte reservada a los criados.

—Tal vez Charles debería pedirle al sacristán que hiciera algo al respecto. ¿Cómo pueden pretender que uno le preste atención al vicario mientras se congela?

—Mmm —musitó Darcy, que apenas la estaba oyendo. Con cierta curiosidad, Darcy examinó el grupo de criados hasta que localizó el lugar de donde provenía la agitación y se sorprendió al ver en el centro a su propio ayuda de cámara.

—¡Qué de…!

—¡Señor Darcy! —exclamó la señorita Bingley—. ¿Qué estará pasando? —Al no recibir ninguna respuesta, siguió la severa mirada de Darcy hasta el rostro de su ayuda de cámara, que le devolvió la mirada con la misma perturbada altivez, mientras sostenía el brazo de una mujer joven con una mano protectora. Tras ellos había un lacayo más bien alto y corpulento, que los observaba con una cólera que podría haber encendido una llama a veinte pasos de distancia.

—¿No es ése su ayuda de cámara? —preguntó la señorita Bingley. Darcy contestó afirmativamente casi sin voz, mientras apretaba la mandíbula de manera amenazante. Atrapado entre dos fuegos, Fletcher bajó los ojos en señal de deferencia hacia su amo, cuya mirada prometía un futuro ajuste de cuentas. El lacayo, al verse intimidado por un caballero, se echó hacia atrás, alejándose de Fletcher y la muchacha, y salió de la iglesia en la dirección opuesta.

Darcy siguió cruzando el pasillo con la señorita Bingley del brazo.

—Su ayuda de cámara… ¿lleva mucho tiempo con usted? —preguntó ella tras unos instantes de silencio.

—Bastante —contestó Darcy lacónicamente.

—¿Y le presta un buen servicio? ¿Sin arranques de mal genio o problemas con los colores?

—¡Claro que no! Al menos… —Darcy guardó silencio, considerando lo que acababa de presenciar—. Por lo general, es totalmente digno de confianza. Pero, me pregunto cuál es su interés en mi ayuda de cámara, señora.

—Ah, simple curiosidad, señor. Pero, dígame, ¿alguna vez lo ha visto confundir el verde con el gris?

Después de llevar a la señorita Bingley hasta su vehículo a la salida de la iglesia de Meryton, Darcy se dirigió al carruaje de los Hurst para regresar a Netherfield tal como había venido. Las damas estaban subiendo hacia sus habitaciones cuando él se quitó el sombrero y los guantes y se deshizo de su abrigo, a la entrada de Netherfield. Algunas frases acerca del inminente regreso de las hermanas Bennet a Longbourn llegaron hasta sus oídos cuando se detuvo un momento y observó con cierta preocupación la nostalgia con que Bingley las miraba.

—Si quisieras ofrecerme una bebida caliente, viejo amigo, aceptaría encantado —propuso Darcy con cuidado.

Bingley volvió en sí y, sacudiendo la cabeza en señal de disculpa, contestó que pediría algo enseguida.

—¿Un chocolate estaría bien?

—¡Excelente! ¿En la biblioteca? Tienes que oír el relato que leí ayer sobre la caída de las murallas de Badajoz. —Bingley asintió de manera débil y se marchó para ordenar las bebidas, mientras Darcy se dirigía a la biblioteca, ansioso por desaparecer de cualquier lugar que pudiera atraer a las hermanas Bingley o, en particular, a sus invitadas que estaban a punto de marcharse. La prolongada proximidad con Elizabeth en la iglesia lo había perturbado y ciertamente había contrariado su plan de permanecer lejos de ella hasta que se marchara. Darcy sabía que debía emplear bien el poco tiempo que quedaba. Y su mejor alternativa era salvaguardarse de cualquier contacto con ella hasta que la cortesía exigiera su presencia. Si su plan exigía distraer la atención de Bingley de la señorita Jane Bennet, aún mejor.

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