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Capítulo 39.- Duelo de verdad VII

—¡Pelearme con la señorita Elizabeth! Mi querido Charles, ¡yo no me «peleo» ni con ella ni con nadie!

—Polemizar, entonces, Darcy —puntualizó Bingley e hizo una pausa para mirar a su amigo con expresión suplicante—, de verdad lamento muchísimo que tú y la señorita Elizabeth no os entendáis, pero…

—No temas, Bingley. Creo que sé cómo comportarme en sociedad —lo interrumpió Darcy, incapaz de reprimir el impulso de ser sarcástico. Bingley se ruborizó al oír el tono de Darcy, lo cual hizo que éste se reprendiera por la hostilidad de sus palabras, por segunda vez en el mismo día; algo sin precedentes.

—Charles, te ruego que no tengas en cuenta mi grosería y mis deplorables modales. No me he sentido bien últimamente. Es una sensación muy desagradable, te lo aseguro, y he sido tan descortés que he permitido que los demás padezcan los efectos de esa sensación. Te presento mis más sentidas excusas por la incomodidad que esto te ha causado.

—¿La incomodidad… que me ha causado a mí? —farfulló Bingley. Echó la cabeza hacia atrás y soltó una carcajada ante la expresión de desconcierto de su amigo—. Darcy, cuando pienso en las situaciones de las cuales me has rescatado, ¡debido totalmente a mi propia estupidez! Bueno, siento que nunca voy a poder compensarte. Pagarme con la misma moneda no es lo que había esperado, pero la cuota es mínima comparada con el excelente balance. —Hizo una pausa, inclinándose ante Darcy—. Está olvidado, señor, con sumo gusto. Ahora, ven conmigo y vuelve a reunirte con la raza humana. Después de todo, no somos tan malos.

Al ver tanta bondad, Darcy esbozó una sonrisa y dio gracias a Dios por haberle dado un amigo como ése. Colocó el libro sobre el escritorio y siguió a Bingley.

Aunque le había garantizado a su amigo que sería capaz de comportarse como un caballero, Darcy no pudo ver con neutralidad la reunión en el invernadero. Era muy poco probable que surgiera en la conversación un tema lo suficientemente interesante o divertido como para distraerlo de su atención hacia Elizabeth. A Hurst lo desechó enseguida. Bingley estaría pendiente de la señorita Jane Bennet. La señorita Bingley, instigada por su hermana, se dedicaría, a su vez, a adularlo a él, o trataría de molestar a la dama que consideraba como su rival. La única esperanza de una conversación animada estaba centrada en la persona a la que prestarle atención entrañaba un gran peligro. Si quería tener éxito en extinguir cualquier idea de que Elizabeth Bennet tenía la mínima influencia sobre su felicidad, su comportamiento hacia ella ahora sería definitivo.

Las damas y Hurst iban delante, enfrascados en esporádicos comentarios de admiración ante las plantas que todavía conservaban sus flores. Tal como Darcy había previsto, Bingley se apartó de él y se dirigió hasta donde estaban las hermanas Bennet, lanzando exclamaciones sobre el buen aspecto que presentaba Jane. Una delicada sonrisa apareció en los labios de la muchacha al oír el saludo y asintió con serenidad cuando aceptó el brazo que Bingley le ofreció. La señorita Elizabeth le cedió alegremente a Bingley el brazo de su hermana y se quedó un poco rezagada, con una elegancia que a Darcy le habría gustado admirar, pero que negó con determinación. En lugar de eso, le dio la espalda al grupo y examinó el lugar.

El invernadero de Netherfield era pequeño y reclamaba los servicios de un jardinero experto, pero la sensación de exuberancia que producía su apariencia descuidada le proporcionaba cierto encanto. Era evidente que el anterior ocupante había cultivado la pasión por las plantas exóticas, porque en lugar del sobrio diseño de la mayoría de los jardines bajo cubierta, éste vibraba con la energía del frondoso emparrado que se entrelazaba con el abundante follaje. El aroma a tierra húmeda hizo que Darcy recordara sus extensos jardines y el invernadero de Pemberley.

La aparición de varios criados cargados con bandejas de té y platos de dulces y pasteles hizo que el grupo se acercara a la mesa de hierro forjado que había en el centro. Al ser el último en aceptar su taza, Bingley se detuvo al lado de Darcy y le señaló con un rápido gesto de la barbilla los asientos vacíos junto a Elizabeth y su hermana. Darcy declinó la invitación en silencio, aunque no pudo evitar negar la sensación agridulce que le produjo aquella oportunidad perdida. Se acomodó en un sitio algo alejado de los demás, desde el cual podía pasar el rato con seguridad.

De acuerdo con lo previsto, la conversación giró todo el tiempo alrededor del baile que Bingley había prometido. Como los demás eran bastante conscientes de su aversión ante semejante idea, nadie pidió su opinión, ni siquiera la señorita Bingley, y así él pudo disfrutar de su silenciosa contemplación. Aliviado al ver que no tendría que participar en una conversación llena de trampas que conspirarían contra su plan, Darcy aspiró los aromas ácidos de la tierra y la vegetación. Éstos despertaron de repente en él una aguda nostalgia. ¡Pemberley! Durante unos instantes, olvidó todo lo que lo rodeaba, mientras su mente deambulaba con melancolía por su amada casa.

El invernadero había sido su lugar favorito cuando era pequeño y también durante su adolescencia. Allí había reinado su madre hasta el último día, como un tirano benevolente que se ocupaba personalmente de las rosas y obligaba a florecer las plantas exóticas que su marido importaba especialmente para ella. Entre la familia y los empleados de la casa nunca se habló del «invernadero», pues desde los primeros años de su matrimonio su padre bautizó los esfuerzos de su esposa en ese lugar como «un Edén». Y así, ese nombre quedó para siempre. Cuando su padre estaba próximo a la muerte, insistía en que lo llevaran al Edén todos dos días durante unas cuantas horas, para disfrutar de la compañía y la paz que le brindaban las flores de su difunta esposa. Darcy solía reunirse con él allí a menudo, después de un pesado día de enfrentarse con las responsabilidades que la frágil salud de su padre había puesto sobre sus hombros. Algunas veces hablaban del pasado, otras de los días difíciles que vendrían, pero la mayor parte del tiempo se sentaban en medio de un silencio compartido, más profundo que las palabras. Durante los tres años que siguieron a la muerte de su padre, en los cuales toda su energía y pensamientos estuvieron centrados en Pemberley y en completar los proyectos de su progenitor, el Edén representó para Darcy un doloroso recuerdo y rara vez puso un pie en él, hasta que un día Georgiana expresó su deseo de tener un «pequeño jardín». Juntos eligieron un espacio en el Edén para que ella lo usara y así volvió a convertirse en un visitante regular, pero, en este caso, para elogiar los esfuerzos de su hermana.

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