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Capítulo 35.- Duelo de verdad III

—Como la vanidad y el orgullo —sugirió Elizabeth en tono de burla.

¡Así que regresamos al baile de Meryton! Darcy decidió aprovechar los verdaderos motivos de la muchacha, demasiado tentado ante la perspectiva de obtener una victoria como para hacerle caso a la vocecita que le advertía que a veces se podía ganar una batalla pero perder la guerra.

—Sí, la vanidad es ciertamente un defecto. Pero el orgullo, en el caso de personas de inteligencia superior, creo que es válido.

Elizabeth se dio media vuelta al oír las palabras de Darcy, sin que él supiera si se debía a que se sentía derrotada o a que estaba furiosa. ¡Maldición! ¡Has sido demasiado duro! Darcy se mordió el labio y trató de descubrir lo que ella estaba pensando a través de la actitud de sus hombros, pero sin éxito.

—Supongo que habrá acabado de examinar al señor Darcy —dijo la señorita Bingley—. Le ruego que me diga qué ha sacado en conclusión. —Le lanzó a Darcy una sonrisa de conmiseración.

—Estoy plenamente convencida de que el señor Darcy no tiene defectos —concluyó Elizabeth con sarcasmo—. Él mismo lo admite abiertamente.

¡Al suelo, pero no derrotado! Darcy sacudió la cabeza, sin saber si debía reírse u ofenderse por este nuevo ataque.

—No, no he pretendido decir eso —respondió con voz serena. Habiendo decidido intentar otra táctica, siguió hablando con sinceridad—: Tengo muchos defectos, pero no tienen que ver con la inteligencia. No me atrevería a poner la mano en el fuego por mi temperamento. Creo que soy demasiado intransigente, ciertamente demasiado para lo que a la gente le conviene. Quizá se me pueda acusar de rencoroso. Cuando pierdo la buena opinión que tengo sobre alguien, es para siempre.

—¡Ése es realmente un defecto! —replicó Elizabeth—. El rencor implacable es verdaderamente una sombra en el carácter de una persona. Pero ha elegido usted muy bien su defecto. Pues no puedo reírme de él. —Levantó las manos ante él con un gesto que indicaba rendición—. Por mi parte, está usted a salvo.

Darcy se quedó mirándola, con los labios apretados y sin saber cuál sería la mejor respuesta a aquella terrible acusación. Concluyó que sólo podía continuar haciendo énfasis en su punto de vista.

—Creo que en todo individuo hay cierta tendencia a un determinado defecto, una debilidad natural, que ni siquiera la mejor educación puede domar.

—Y su defecto es la propensión a odiar a todo el mundo —refutó Elizabeth con aire de satisfacción. La acusación era tan absurda que Darcy no pudo evitar sonreír, al pensar en la frustración que debía haberla generado. Sin embargo, juró que aunque no saliera triunfante del campo de batalla, al menos se iría con dignidad. ¡Que la muchacha tomara un poco de su misma medicina! Darcy se levantó de la silla y, sonriendo al ver la actitud desafiante de la señorita Elizabeth, respondió con calma:

—Y el suyo, señora, es la vocación a malinterpretar a todo el mundo —dijo, le hizo una respetuosa inclinación, tomó su libro y dio las buenas noches a todos los presentes.

Después de entrar en su alcoba, se quitó la chaqueta y la tiró sobre uno de los sillones. Pronto siguieron el chaleco y la corbata, que formaron una pequeña montaña. El discreto golpe de Fletcher en la puerta le hizo dar media vuelta, pero Darcy declinó la ayuda del criado y lo dejó libre durante el resto de la noche, aunque le ordenó que tuviera su ropa de montar lista a las siete de la mañana al día siguiente. Se pasó una mano por el pelo de manera distraída, se sentó en la cama y se dedicó a quitarse las botas. Después se recostó y estiró el cuerpo, relajando los músculos desde la punta de los dedos hasta los pies, hasta que la tensión de la noche se desvaneció por completo. Luego se levantó y fue hasta la ventana para mirar hacia la noche.

Desafío a cualquiera a encontrar una chiquilla más impertinente y testaruda. ¡Qué insolencia y qué atrevimiento! Siempre dispuesta a batirse por cualquier pretexto. Se detuvo un momento, mientras su conciencia le exigía examinar ese arranque cargado de prejuicios. Darcy soltó un suspiro. Listo para enfrentarse a sí mismo, sin duda. Él era el único que parecía provocar esa impulsiva descarga de comentarios sarcásticos. Tal vez incluso los alentaba, en cierta forma, porque estaba claro que la muchacha era muy gentil y auténtica con aquellos a quienes amaba. Su rostro… cuando mira a esas personas… un afecto tan cariñoso…

¿Por qué, entonces, sigues prestándole atención?, preguntó su voz interna. Darcy se retiró de la ventana y volvió a acostarse en la cama. De repente, antes de que la razón pudiera mitigar su poder, la respuesta pareció resonar, inequívoca, en su interior. Porque ella es mente y corazón, y lo que tú siempre has deseado. Durante un buen rato, quedó atrapado entre la excitación y el terror producidos por su confesión, pero él había sido preparado desde la cuna para la posición que ocupaba en la vida y el deber que tenía con su familia. Cuando se giró hacia un lado y apretó la almohada contra la mejilla, ya había decidido que, por el bien de ambos, nunca volvería a permitir que se escapara por su parte ninguna señal de admiración. Su corazón por fin dejó de palpitar de manera acelerada, pero a pesar de lo mucho que intentó conciliar el sueño, éste se negó a hacer su aparición hasta las primeras horas de la madrugada.

A pesar de haber dormido poco, Darcy se despertó a las seis en punto, como era su costumbre. No hizo ningún intento de levantarse al oír el reloj, sino que se quedó enredado en las ensoñaciones de una noche de insomnio y observó cómo penetraban los primeros rayos de sol a través de las ramas desnudas de los árboles. Su primer deseo fue volver a abandonarse al sueño, pero sintió que, al intentarlo, una extraña tensión se apoderaba de su corazón. Las decisiones de la noche anterior salieron entonces a la luz, disipando la sensación de dulzura que todavía lo invadía, y lo convencieron de no retrasarse más en levantarse. Resultaría conveniente distraerse galopando, antes de que se evaporaran las brumas de la mañana. Sería mejor evitarla hoy totalmente, se dijo a sí mismo, retirando las mantas y levantándose para quitarse el camisón y llamar a Fletcher.

Una jarra de cobre llena de agua hirviendo, que llevaba uno de los ayudantes de la cocina, precedió la llegada de su ayuda de cámara. Darcy se sentó y cerró los ojos, mientras Fletcher organizaba sus instrumentos y comenzaba a afilar la cuchilla de la navaja de afeitar con gestos precisos. El rítmico ir y venir de la navaja casi consiguió adormilar de nuevo a Darcy, pero se despertó de repente cuando la cuchilla caliente avanzó sobre su barbilla. Fue tal el sobresalto que Fletcher le hizo un pequeño corte.

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