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Capítulo 34.- Duelo de verdad II

Darcy decidió no responder a su estratagema. En lugar de eso, agarró su libro con más fuerza, tratando de hundirse más en su sillón, en un vano intento por escapar a futuras interrupciones. Miró con precaución por encima de la cubierta de Badajoz y vio que, milagrosamente, la señorita Bingley dirigía su atención hacia su hermano. Con alivio, volvió a sumergirse en las posiciones de vanguardia, en las afueras de la ciudad española. Había tanto silencio que podía oír el majestuoso tic-tac del reloj que había en la pared de enfrente.

—Señorita Eliza Bennet. —Las sílabas salieron rodando de la lengua de la señorita Bingley de manera penetrante, con esa forma que emplean los miembros de la clase alta para ser oídos en medio de una habitación llena de gente—. Déjeme que la convenza para que siga mi ejemplo y dé una vuelta por el salón. Le aseguro que viene muy bien después de estar sentada durante tanto tiempo en la misma postura.

Darcy asomó la cabeza por encima del libro, ante la sorpresa al oír esa invitación, y cuando vio que la señorita Bingley lanzaba a Elizabeth una mirada de súplica, su curiosidad fue más grande que su cautela. Inconscientemente, cerró el libro.

—Señor Darcy, ¿no le gustaría unirse a nosotras, señor? —La señorita Bingley lo invitó, al tiempo que agarraba el brazo de Elizabeth. Darcy se preguntó cuál sería la reacción de Elizabeth ante aquella repentina y efusiva atención por parte de Caroline. También se preguntó qué debería hacer él. Mejor permanecer como observador, decidió, dejando el libro a un lado y estirando las piernas, cruzándolas a la altura de los tobillos. En ese momento, se le ocurrió una idea decididamente traviesa. Si no me van a dejar en paz con mi libro…

—Gracias, señorita Bingley, pero preferiría permanecer donde estoy. Sólo puedo pensar en dos motivos para que ustedes se paseen por el salón juntas, y en cualquiera de los dos casos mi presencia ciertamente sería un obstáculo.

Elizabeth enarcó las cejas al oír aquella declaración y Darcy esbozó una sonrisa de placer mientras ella luchaba por no dejar traslucir el asombro que sentía ante aquellas palabras. La señorita Bingley no tuvo semejantes reparos.

—¡Señor Darcy! ¿A qué se refiere usted? ¡Me muero por saber qué ha querido decir con eso! —Le dio un suave tirón al brazo de su compañera—. Señorita Eliza, ¿acaso usted comprende lo que ha querido insinuar el señor Darcy?

—En absoluto —respondió Elizabeth con desinterés, tras dominar su curiosidad de una forma admirable—. Pero, sea lo que sea, seguro que quiere dejarnos mal. —Miró a Darcy con ojos burlones—. Y la mejor manera de decepcionarlo será no preguntarle nada. —Darcy le devolvió el desplante con una mirada pícara.

—¡Oh, eso no servirá, señorita Eliza! —dijo la señorita Bingley con una risita—. Una dama de verdad nunca decepciona a un caballero. Y un caballero —dijo, dirigiéndose a Darcy— nunca decepciona a una dama, en especial de una manera tan intrigante. Vamos, cuéntenos a qué se refiere.

—No tengo el más mínimo inconveniente en explicarlo —replicó Darcy—. Ustedes eligen este modo de pasar el tiempo porque tienen que hacerse alguna confidencia o hablar de sus asuntos secretos —continuó diciendo y luego hizo una pausa y estiró los dedos antes de fijar la mirada en Elizabeth—, o porque saben que paseando muestran mejor su figura. —La reacción de Elizabeth ante su atrevida afirmación fue tal como él había deseado. La muchacha abrió los ojos y se puso colorada—. Si es lo primero —añadió con indiferencia—, al ir con ustedes no haría más que importunarlas; y si es lo segundo —dijo a modo de conclusión, volviendo a hacer una pausa para permitirle a la muchacha recordar la segunda razón—, podré admirarlas mucho mejor si me quedo sentado junto al fuego. —Sintiéndose un poco perverso, Darcy pensó por un momento que tal vez había traspasado los límites de lo que se consideraba correcto en una sociedad provinciana. Pero tal como se había imaginado desde el comienzo, la dama reaccionó enseguida y le dedicó un clásico puchero de institutriz, que contrastó maravillosamente con el fuego que mostraban sus ojos. En todo caso, Darcy quedó bastante complacido con esta incursión en el desconocido terreno del flirteo amoroso.

—¡Qué horror! Nunca había oído nada tan abominable —protestó la señorita Bingley, animándose debido al raro despliegue que acababa de hacer el señor Darcy—. ¿Cómo podríamos darle su merecido?

—Búrlese —respondió Elizabeth con decisión y levantando la barbilla—. Ríase de él. Siendo tan íntimos, usted sabrá muy bien cómo hacerlo.

¿Reírse de mí? Las palabras de la muchacha le produjeron un sentimiento de rencor que recorrió su columna vertebral y evaporó el buen humor que le había producido la conversación anterior. La expresión relajada y feliz abandonó su rostro, reemplazada por una tensa seriedad.

—¡Burlarse de una persona flemática, con tanta sangre fría! —exclamó la señorita Bingley—. No, no; me parece que él podría desafiarnos y nosotras llevaríamos las de perder. —La incredulidad que se reflejó en el rostro de Elizabeth mostraba claramente que no estaba satisfecha. Aunque Darcy no había dejado de mirarla, se movió nerviosamente en la silla, mientras se preguntaba qué forma tomaría la ofensiva de la muchacha.

—¡Que no podemos reírnos del señor Darcy! Es un privilegio muy extraño —dijo, fulminándolo con la mirada—. Y espero que siga siendo extraño, porque no me gustaría tener muchos conocidos así. —Se dirigió a la señorita Bingley—. A mí me encanta reír.

Cuando vio los claros intentos de la muchacha por reducirlo nuevamente a un objeto de burla, Darcy se arrepintió de su reciente broma. Trató de recurrir, entonces, a las fórmulas que le habían sido útiles en el pasado. El filósofo frío y experto reemplazó al galán de salón y rápidamente desplegó sus defensas para el ataque.

—La señorita Bingley me ha dado más importancia de la que merezco. El más sabio y el mejor de los hombres o la más sabia y mejor de las acciones pueden resultar ridículos a los ojos de una persona que no piensa en esta vida más que en reírse.

—Estoy de acuerdo —ratificó Elizabeth con frialdad—, hay gente así, pero creo que yo no me cuento entre ellos. Espero que nunca llegue a ridiculizar lo que es bueno o sabio. Las insensateces, las tonterías, los caprichos y los absurdos son las cosas que verdaderamente me divierten, lo confieso, y me río de ellas siempre que puedo. Pero supongo que usted carece de esas cosas.

Darcy se dio cuenta de que estaba arrinconado. ¿Quién podía afirmar que siempre se conducía de la manera más sabia y circunspecta? Arrinconado… ¡pero todavía no vencido!

—Quizá no sea posible para nadie. —Darcy le concedió un punto a la muchacha, pero luego contraatacó con firmeza—. Pero yo me he pasado la vida esforzándome para evitar esas debilidades que exponen al ridículo a cualquier persona inteligente.

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