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Capítulo 3.- Una fiesta como esta III.

¿Qué estará pensando? Intrigado, Darcy se permitió examinarla. En ese momento, el objeto de su estudio se volvió hacia él, todavía con una sonrisa, aunque enarcando delicadamente una ceja, en señal de desaprobación por su descarado escrutinio. Darcy se apresuró a darse la vuelta y su incomodidad por el hecho de que ella lo hubiese descubierto lo hizo sentirse más molesto con su amigo. ¡Si Bingley pensaba que Darcy se contentaría con lo que otros hombres habían despreciado, mientras que él disfrutaba de la compañía de la única joven pasable de la reunión, estaba muy equivocado!

—No está mal, aunque no es lo bastante guapa como para tentarme; y ahora no estoy de humor para dedicarle mi atención a las jóvenes que han dejado de lado otros hombres —objetó Darcy de manera tajante—. Será mejor que vuelvas con tu pareja y disfrutes de sus sonrisas, porque estás perdiendo el tiempo conmigo. —Dejando que Bingley tomara su consejo como mejor le pareciera, se dio media vuelta y se alejó todo lo que pudo de la presencia de la perturbadora mujer. Durante el resto de la velada se entretuvo bailando con las dos hermanas de su amigo y, cuando no estaba con ellas, desanimando a cualquiera que tratara de darle conversación. Su indignación por el absoluto desperdicio de una velada entera en compañía de burdos desconocidos se manifestaba a través de una actitud tan odiosa que rápidamente se quedó solo. Cuando la fiesta por fin terminó y el carruaje de los Bingley se estacionó frente a la entrada para recogerlos, sólo pudo suspirar de alivio.

Mientras Bingley elogiaba con satisfacción la velada, Darcy se recostó en su asiento y se dedicó a observar a sus acompañantes. Tal como había sospechado, la señorita Bingley y la señora Hurst discrepaban del entusiasmo de su hermano y no tuvieron la menor duda en expresar su total desacuerdo. Darcy dejó a los Bingley debatiendo sus diferencias y dirigió su mirada hacia la noche, a través de la ventanilla del carruaje. Un pequeño revuelo a la entrada de la posada atrajo su atención e, inclinándose hacia delante, vio cómo varios miembros de la milicia local presentaban sus respetos a un grupo de jovencitas que salían por la puerta. Con grandes aspavientos y exageradas reverencias, competían entre ellos para escoltar a las damas hasta su carruaje. Una de ellas dejó escapar una risa suave y deliciosa que hizo que Darcy se inclinara más para buscar la fuente de tal sonido. La encontró allí, bajo una antorcha que chisporroteaba, y con un pequeño sobresalto vio que se trataba de la joven de la sonrisa enigmática que tanto lo había perturbado hacía un rato. Observó cómo la joven rechazaba con delicadeza el brazo de un joven oficial y lo dirigía hacia una de sus hermanas. Luego, con un suspiro de placer, se arregló con gracia la capa y levantó el rostro hacia el hermoso cielo nocturno. La simplicidad de su dicha conmocionó a Darcy y, a medida que el carruaje avanzaba, descubrió que no podía apartar los ojos de la muchacha. Con una inexplicable fascinación, se quedó mirándola hasta que una curva de la calle hizo que la perdiera de vista.

—Ejem.

Darcy se recostó nuevamente en el asiento y miró a Bingley, cuya tos y la ceja que tenía enarcada expresaban una pregunta que él no estaba dispuesto a responder. Se encogió de hombros y volvió a dirigir su mirada hacia la noche a través de la ventanilla, tratando de alejar con determinación todos los pensamientos acerca de muchachas campesinas, en especial aquellas cuyos ojos brillantes parecían esconder interesantes secretos.

A la mañana siguiente a la fiesta de Meryton, Darcy se encontraba solo, sentado a la mesa del soleado comedor pequeño de Netherfield, acariciando una taza de café negro mientras leía con atención una carta de su hermana. Los Bingley y los Hurst todavía no habían bajado, pues se estaban recuperando de los sucesos de la noche anterior. Al no encontrar ninguna razón para romper el hábito de levantarse temprano, Darcy bajó a la hora acostumbrada y encontró que tenía el comedor sólo para él y que, sobre la mesita, lo aguardaba una muy esperada carta de su hermana Georgiana. Se sirvió una taza de la humeante bebida, se metió la carta bajo el brazo y miró a su alrededor en busca de un lugar cómodo donde pudiera disfrutar de las dos cosas. Si estuviera en su casa de Londres o en su mansión campestre, Pemberley, se habría dirigido a la biblioteca. Pero aquello no era Pemberley sino Netherfield. Y como la casa había sido recientemente alquilada por su amigo, la biblioteca estaba tristemente descuidada y era casi la habitación más incómoda de todo el lugar. Así que tendría que instalarse en aquella estancia, que era menos tranquila, y confiar en que sus anfitriones decidieran abandonarse un rato más al sueño, permitiéndole la privacidad que su carta merecía.

Mientras el delicioso aroma del café flotaba a su alrededor, Darcy rompió el sello de la carta de su hermana, que tenía un significado más considerable que las que acostumbraba recibir. Últimamente, desde el incidente con George Wickham, sus cartas consistían apenas en unas pocas líneas: informes sobre sus clases, sus progresos en la interpretación del piano, el nombre de los visitantes y cosas por el estilo. El suave brillo que hasta entonces había caracterizado a Georgiana se había convertido en un polvo ceniciento que cubría su corazón y la obligaba a retirarse del mundo. Darcy rezaba para que aquello fuese una cuestión pasajera y que haberse visto expuesta a semejante vileza no hubiese dañado de manera permanente la capacidad de su hermana para asumir su lugar en la sociedad. Abrió las hojas cuidadosamente dobladas y leyó:

18 de octubre

Queridísimo hermano:

Espero que al recibir esta carta te encuentres bien y contento durante tu estancia con el señor Bingley y su familia. ¿Qué te parece Netherfield? ¿Es agradable, tal como prometió el señor Bingley?

¿Qué le parecía Netherfield? La mansión era bastante agradable, excepto por la biblioteca. Se trataba, ciertamente, de una propiedad que Bingley podía administrar en ese momento de su vida. Sí, funcionaría… si los vecinos… Darcy volvió a concentrarse en la carta.

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