De: Graff%peregrinacion@colmin.gov
A: Sopa%chicosdebatalla@estrategiayplanific.han.gov Sobre: Oferta de vacaciones gratis
Destino de su elección en el universo conocido. Y... ¡nosotros nos encargamos de recogerlos!
* * *
Han Tzu esperó a que el coche blindado se perdiera completamente de vista antes de salir a la calle abarrotada de peatones y bicicletas. Las multitudes podían hacerte invisible, pero sólo si te movías en su misma dirección, y eso era algo que Han Tzu nunca había podido hacer, no desde su vuelta a China procedente de la Escuela de Batalla.
Siempre parecía estar moviéndose, no contracorriente, sino de lado. Como si tuviera un mapa del mundo completamente distinto del que usaban cuantos lo rodeaban.
Y allí estaba de nuevo, esquivando bicicletas y gente que avanzaba empujando, haciendo sus diez mil encargos, sólo para poder salir de la puerta de su edificio y cruzar la calle y llegar al diminuto restaurante que había al otro lado.
Pero no le resultaba tan difícil como habría sido para la mayoría de la gente. Han Tzu había dominado el arte de utilizar sólo su visión periférica con los ojos mirando hacia el frente. Si no miraba a nadie a los ojos, los demás transeúntes no podían despreciarlo, no podían insistir en que les cediera el paso. Sólo podían evitarlo, como si fuera un peñasco en el arroyo.
Apoyó la mano en la puerta y vaciló. No sabía por qué no lo habían arrestado y matado ya o lo habían enviado para ser reentrenado, pero si lo fotografiaban acudiendo a esa reunión sería fácil demostrar que era un traidor.
Naturalmente, sus enemigos no necesitaban pruebas para condenarlo: todo lo que necesitaban era la tendencia. Así que abrió la puerta, escuchó el tintineo de la campanita y avanzó hacia el fondo del estrecho pasillo entre las mesas.
Sabía que no iba a encontrarse con Graff en persona. Que el ministro de Colonización visitara la Tierra hubiese sido noticia y Graff evitaba las noticias a menos que le resultaran provechosas, cosa que sin duda no sería en aquel caso. Así que ¿a quién habría enviado Graff? Sin duda a alguien de la Escuela de Batalla. ¿Un profesor? ¿Otro estudiante? ¿Alguien del grupo de Ender? ¿Sería aquello una reunión?
Para su sorpresa, el hombre de la última mesa estaba sentado de espaldas a la puerta, así que todo lo que Han Tzu pudo ver fue su pelo gris acero, rizado. No era chino. Y, por el color de sus orejas, tampoco europeo. El hecho importante, sin embargo, era que no miraba hacia la puerta y por tanto no podía ver a Han Tzu acercarse. Sin embargo, en el momento en que Han Tzu se sentara, él sí que estaría de cara hacia la puerta y podría observar toda la sala.
Ésa era la forma inteligente de hacerlo. Después de todo, Han Tzu era quien reconocería que había problemas si entraban por la puerta, no ese extranjero, ese desconocido. Pero pocos agentes que cumplieran una misión tan peligrosa como aquélla hubiesen tenido el valor de darle la espalda a la puerta sólo porque la persona con quien iban a reunirse fuera más observadora.
El hombre no se volvió cuando Han Tzu se acercó. ¿Era descuidado, o supremamente confiado?
—Hola —dijo el hombre en voz baja cuando Han Tzu se colocó a su lado—. Por favor, siéntate.
Han Tzu se sentó frente a él y supo que conocía a ese hombre mayor, pero no podía situarlo.
—Por favor, no digas mi nombre —dijo el hombre en voz baja.
—Tranquilo —respondió Han Tzu—. No lo recuerdo.
—Oh, sí, claro que sí—dijo el hombre—. Lo que no recuerdas es mi rostro. No me has visto muy a menudo. Pero el líder del grupo pasaba mucho tiempo conmigo.
Han Tzu lo recordó entonces. Aquellas últimas semanas en la Escuela de Mando, en Eros, cuando pensaban que estaban entrenándose pero en realidad dirigían flotas lejanas al final de la guerra contra las Reinas Colmena. Ender, su comandante, había estado apartado del resto, pero después se habían enterado de que un viejo capitán de nave mercante medio maorí estuvo trabajando codo con codo con él. Entrenándolo. Presionándolo. Fingiendo ser su oponente en juegos simulados.
Mazer Rackham. El héroe que salvó a la especie humana de una destrucción segura en la Segunda Invasión. Todos pensaban que había muerto en la guerra, pero lo habían enviado a un viaje aparentemente sin sentido a velocidad cercana a la luz, de modo que los efectos relativistas lo mantuvieran vivo para que pudiera estar presente en las últimas batallas de la guerra.
Era historia antigua por partida doble. Aquella vez en Eros como parte del grupo de Ender parecía pertenecer a otra vida. Y Mazer Rackham había sido el hombre más famoso del mundo durante décadas antes de aquellos sucesos.
El hombre más famoso del mundo, pero casi nadie conocía su rostro.
—Nadie ignora que pilotó usted la primera nave colonial —dijo Han Tzu.
—Mentimos.
Han Tzu lo aceptó y esperó en silencio.
—Hay un sitio para ti como jefe de una colonia —dijo Rackham—. Un antiguo mundo colmena, con colonos chinos de Han en su mayoría y muchos desafíos interesantes como líder. La nave zarpará en cuanto subas a bordo.
Esa era la oferta. El sueño. Salir del caos de la Tierra, de la devastación de China. En vez de esperar a ser ejecutado por el furioso y frágil Gobierno chino, en vez de ver cómo el pueblo chino era aplastado por la bota de los conquistadores musulmanes, podría subir a bordo de una hermosa y limpia nave estelar y dejar que lo enviaran al espacio, a un mundo donde los humanos nunca habían puesto los pies, para ser el líder fundador de una colonia que reverenciaría su nombre para siempre. Se casaría, tendría hijos y, con toda probabilidad, sería feliz.
—¿Cuánto tiempo tengo para decidirme? —preguntó Han Tzu. Rackham consultó su reloj, luego volvió a mirarlo sin responder.
—No es un plazo de elección muy amplio —dijo Han Tzu. Rackham negó con la cabeza.
—Es una oferta muy atractiva —dijo Han Tzu. Rackham asintió.
—Pero yo no nací para ese tipo de felicidad. El actual Gobierno de China ha perdido el mandato del cielo. Si sobrevivo a la transición, podría ser útil al nuevo Gobierno.
—¿Y para qué naciste? —preguntó Rackham.
—Me examinaron —respondió Han Tzu—, y soy un hijo de la guerra.
Rackham asintió. Luego palpó por dentro de su chaqueta y sacó una estilográfica que depositó sobre la mesa.
—¿Qué es esto? —preguntó Han Tzu.
—El mandato del cielo.
Han Tzu supo entonces que la estilográfica era un arma. Porque el mandato del cielo venía siempre bañado en sangre y guerra.
—Los artículos del capuchón son enormemente delicados —dijo Rackham—.
Practica con palillos redondos.
Luego se levantó y salió por la puerta trasera del restaurante. Seguramente había algún tipo de transporte esperándolo fuera.
Han Tzu tuvo ganas de ponerse en pie de un salto y correr tras él para que pudiera llevarlo al espacio y liberarlo de todo lo que le esperaba.
En cambio, hizo rodar con la mano la estilográfica sobre la mesa y luego se la guardó en el bolsillo del pantalón. Era un arma. Lo que significaba que Graff y Rackham suponían que pronto iba a necesitar un arma personal. ¿Cuándo?
Han Tzu tomó seis palillos de dientes del pequeño dispensador que había en la mesa, contra la pared, junto a la salsa de soja. Se levantó para ir al cuarto de baño.
Quitó con mucho cuidado el capuchón de la estilográfica, para que no se desparramaran los dardos envenenados terminados en cuatro plumas que había dentro. Luego desenroscó la parte superior. Había cuatro agujeros alrededor del hueco central que contenía el cartucho de tinta. El mecanismo estaba inteligentemente diseñado para rotar de manera automática después de cada descarga. Un revólver cerbatana.
Cargó cuatro palillos en los cuatro agujeros. Encajaban bien. Luego volvió a enroscar la pluma.
La punta de la estilográfica cubría el agujero de donde saldrían los dardos.
Cuando se la llevaba a la boca, la punta servía como visor. Apunta y dispara.
Apunta y sopla. Sopló.
El palillo de dientes alcanzó la pared del fondo del cuarto de baño más o menos donde apuntaba, sólo que un palmo más abajo. Era decididamente un arma de proximidad.
Usó el resto de los palillos para aprender a apuntar más alto y alcanzar un blanco situado a metro ochenta de distancia. La habitación no era lo bastante grande para practicar el tiro a distancias superiores.
Luego recogió los palillos de dientes, los guardó y, cuidadosamente, cargó la estilográfica con los dardos de verdad, sosteniéndolos sólo por la parte emplumada del astil.
Luego tiró de la cadena y volvió a entrar en el restaurante. Nadie le esperaba. Así que se sentó y pidió la comida y comió metódicamente. No había motivo para enfrentarse a la crisis de su vida con el estómago vacío y la comida de aquel lugar no estaba mal.
Pagó y salió a la calle. No iría a casa. Si se arriesgaba a que lo arrestaran, tendría que tratar con un puñado de matones del tres al cuarto con quienes no merecería la pena desperdiciar un dardo.
En lugar de eso llamó una bici-taxi para ir al Ministerio de Defensa.
El edificio estaba tan abarrotado como siempre. Patéticamente, pensó Han Tzu. Había un motivo para que hubiese tantos burócratas militares unos años atrás, cuando China dominaba Indochina y la India, sus millones de soldados repartidos para gobernar cien mil millones de habitantes conquistados.
Pero el Gobierno ya sólo tenía control directo sobre Manchuria y la parte norte de la provincia china de Han. Los persas, los árabes y los indonesios imponían la ley marcial en las grandes ciudades portuarias del sur y había grandes ejércitos de turcos destinados en Mongolia interior, dispuestos a vencer las defensas de China en cualquier momento. Otro gran cuerpo de ejército chino estaba aislado en Sichuan, con la prohibición gubernamental de rendir ninguna porción de sus tropas, obligado a mantener una fuerza compuesta por muchos millones de hombres con la producción de una sola provincia. En efecto, estaban bajo asedio, debilitándose (y siendo cada vez más odiados por la población civil) progresivamente.
Incluso se había producido un golpe de Estado justo después del alto el fuego, aunque había sido un engaño, una maniobra de los políticos. Nada más que una excusa para rechazar los términos del alto el fuego.
Nadie había perdido su empleo en la burocracia militar. Eran los militares los que habían estado impulsando el nuevo expansionismo de China. Eran los militares los que habían fallado.
Sólo Han Tzu había sido relevado de su cargo y enviado a casa.
No podían perdonarlo por haber denunciado su estupidez. Los había advertido a cada paso del camino. Ellos habían ignorado cada advertencia. Cada vez que él les mostraba un modo de salir de sus problemas autoinducidos, ignoraban los planes que les proponía y tomaban sus decisiones basándose en bravatas, conveniencias y delirios sobre la imbatibilidad china.
En su última reunión los había dejado en ridículo. Allí plantado, un hombre muy joven en presencia de ancianos de enorme autoridad, los llamó necios. Explicó exactamente por qué habían fracasado de manera tan miserable. Incluso les dijo que habían perdido el mandato del cielo... el argumento tradicional para un cambio de dinastía. Ese había sido su pecado imperdonable, ya que la dinastía actual decía no ser ninguna dinastía en absoluto, ni un imperio, sino la expresión perfecta de la voluntad del pueblo.
Lo que olvidaban era que el pueblo chino todavía creía en el mandato del cielo... y sabía cuándo un gobierno dejaba de tenerlo.
Mientras mostraba su documento de identidad caducado en la puerta del complejo y era admitido sin vacilación, Han Tzu advirtió que sólo había un motivo por el que no lo habían arrestado o lo habían asesinado.
No se atrevían.
Eso confirmaba que Rackham había hecho bien al entregarle el arma de cuatro disparos y decir que era el mandato del cielo. Había fuerzas en acción dentro del Ministerio de Defensa que Han Tzu no podía ver, mientras esperaba en su apartamento a que alguien decidiera qué hacer con él. Ni siquiera le habían retirado el salario. Los militares tenían pánico y estaban confusos y ahora Han Tzu sabía que él estaba en el centro de todo. Que su silencio, su espera, habían sido una mano de mortero que golpeaba constantemente el fracaso militar.
Tendría que haber sabido que su discurso de j'accuse tendría más efectos que simplemente humillar y enfurecer a sus «superiores». Había ayudas de cámara escuchando junto a las paredes. Y ellos sabían que cada palabra que Han Tzu había dicho era cierta.
Por lo que Han Tzu sabía, su muerte o su detención habían sido ordenadas ya una docena de veces. Y los ayudas de cámara que habían recibido esas órdenes sin duda podrían demostrar que las habían transmitido. Pero también habrían transmitido la historia de Han Tzu, el antiguo miembro de la Escuela de Batalla que había formado parte del grupo de Ender. Los soldados a quienes habían ordenado su arresto también sabían que, de haber hecho caso a Han Tzu, China nunca hubiese sido derrotada por los musulmanes y su pomposo niño-Califa.
Los musulmanes habían vencido porque tenían el buen juicio de poner a su miembro del grupo de Ender, el califa Alai, al mando de sus ejércitos, al mando de todo su Gobierno, de su religión misma.
Pero el Gobierno chino había rechazado a su propio hombre de Ender, y ahora daba órdenes para su detención.
En esas conversaciones, sin duda habrían pronunciado la expresión «mandato del cielo». Y los soldados, si habían llegado a salir de sus cuarteles, por lo visto habían sido incapaces de encontrar el apartamento de Han Tzu.
A pesar de todas las semanas transcurridas desde el final de la guerra, el liderazgo debía haberse enfrentado ya cara a cara con su propia falta de autoridad y poder. Si los soldados no obedecían una orden tan simple como arrestar al enemigo político que los había avergonzado, entonces corrían un grave peligro.
Por eso aceptaron la identificación de Han Tzu en la puerta. Por eso le permitieron caminar sin escolta entre los edificios del complejo del Ministerio de Defensa.
No completamente sin escolta. Pues vio gracias a su visión periférica que un creciente número de soldados y funcionarios lo seguía, moviéndose entre los
edificios por caminos paralelos al suyo propio. Pues naturalmente los guardias de la puerta habían hecho correr la noticia de inmediato: él está aquí.
Así que cuando llegó a la entrada de la sede más alta del cuartel general, se detuvo en el último escalón y se dio media vuelta. Varios miles de hombres y mujeres ocupaban ya el espacio entre los edificios, y más iban llegando de continuo. Muchos eran soldados armados.
Han Tzu contempló su número crecer. Nadie habló. Les hizo una reverencia.
Ellos se la devolvieron.
Han Tzu se dio media vuelta y entró en el edificio. Los guardias de la puerta también se inclinaron ante él. Él inclinó la cabeza ante ambos y luego subió las escaleras hasta las oficinas del primer piso, donde sin duda los cargos más altos del Ejército le estaban esperando.
En efecto, en el primer piso lo recibió una joven de uniforme, quien lo saludó con una reverencia y dijo:
—Respetabilísimo señor, ¿tendría la bondad de venir al despacho del señor llamado Tigre de las Nieves?
No había sarcasmo en su voz, pero el nombre «Tigre de las Nieves» era en sí mismo irónico en aquellos tiempos. Han Tzu la miró con gravedad.
—¿Cómo se llama, soldado?
—Teniente Loto Blanco, señor—dijo ella.
—Teniente, si el cielo ordenara su mandato al verdadero emperador hoy, ¿lo serviría usted?
—Mi vida será suya —dijo ella.
—¿Y su pistola?
Ella hizo una profunda reverencia.
Él correspondió a su saludo y luego la siguió hasta el despacho de Tigre de las Nieves.
Todos estaban congregados en la gran antesala, todos los hombres que habían estado presentes semanas atrás cuando Han Tzu los había reprendido por haber perdido el mandato del cielo. En sus ojos había frialdad, pero Han Tzu no tenía ningún amigo entre esos altos oficiales.
Tigre de las Nieves estaba de pie en la puerta de su despacho. Era inaudito que esperara a recibir a nadie excepto a los miembros del Politburó, ninguno de los cuales estaba presente.
—Han Tzu—dijo.
Han Tzu hizo una leve reverencia. Tigre de las Nieves correspondió de manera casi imperceptible.
—Me alegra ver que vuelve a su puesto después de sus bien ganadas vacaciones
—dijo Tigre de las Nieves.
Han Tzu sólo pudo quedarse allí plantado en medio de la sala, mirándolo fijamente.
—Por favor, pase a mi despacho.
Han Tzu caminó lentamente hacia la puerta abierta. Sabía que la teniente Loto Blanco estaba allí, vigilando para asegurarse de que nadie alzaba una mano para hacerle daño.
A través de la puerta abierta, Han Tzu vio a dos soldados armados flanqueando la mesa de Tigre de las Nieves. Han Tzu se detuvo, observando a cada soldado por turno. Sus rostros no indicaban nada: ni siquiera le devolvieron la mirada. Pero sabía que ellos comprendían quién era. Habían sido elegidos por Tigre de las Nieves porque confiaba en ellos. Pero no debería haberlo hecho.
Tigre de las Nieves interpretó la pausa de Han Tzu como una invitación para que entrara primero en el despacho. Han Tzu no lo siguió hasta que estuvo sentado a la mesa.
Entonces Han Tzu entró.
—Por favor, cierre la puerta —dijo Tigre de las Nieves.
Han Tzu se dio media vuelta y abrió la puerta de par en par.
Tigre de las Nieves aceptó su desobediencia sin parpadear. ¿Qué podía hacer o decir sin parecer patético?
Tigre de las Nieves empujó un papel hacia Han Tzu. Era una orden, por la que le entregaba el mando del ejército que moría lentamente de hambre en la provincia de Sichuan.
—Ha demostrado usted gran sabiduría muchas veces —dijo Tigre de las Nieves—. Le pedimos ahora que sea la salvación de China y dirija a este gran ejército contra nuestro enemigo.
Han Tzu ni siquiera se molestó en responder. Un ejército hambriento, mal equipado, desmoralizado y rodeado no iba a conseguir milagros. Y Han Tzu no tenía ninguna intención de aceptar esa ni ninguna otra misión de Tigre de las Nieves.
—Señor, son órdenes excelentes —dijo Han Tzu en voz alta. Miró a cada uno de los soldados situados junto a la mesa—. ¿Ven lo excelentes que son estas órdenes?
Desacostumbrados a que les hablaran tan directamente en una reunión de tan alto nivel, uno de los soldados asintió y, el otro, simplemente cambió de postura, incómodo.
—Sólo veo un error —dijo Han Tzu. Su voz era lo bastante fuerte para que le oyeran también en la antesala.
Tigre de las Nieves hizo una mueca.
—No hay ningún error.
—Déjeme sacar mi pluma y demostrárselo —dijo Han Tzu. Sacó la estilográfica del bolsillo de la camisa y le quitó el capuchón. Luego tachó su nombre en el papel.
Volviéndose hacia la puerta abierta, Han Tzu dijo:
—No hay nadie en este edificio con autoridad para darme órdenes.
Fue su anuncio de que tomaba el control del Gobierno, y todos lo sabían.
—Dispárenle —dijo tras él Tigre de las Nieves.
Han Tzu se dio media vuelta, llevándose la pluma estilográfica a la boca mientras lo hacía.
Antes de que pudiera disparar un dardo, el soldado que se había negado a asentir le había volado a Tigre de las Nieves la cabeza, cubriendo al otro soldado con una mancha de sangre y sesos y fragmentos de hueso.
Los dos soldados hicieron una profunda reverencia ante Han Tzu.
Han Tzu se volvió y salió a la antesala. Varios de los generales se apresuraban hacia la puerta. Pero la teniente Loto Blanco había desenfundado su pistola y todos se quedaron petrificados en el acto.
—El emperador Han Tzu no les ha dado a los honorables caballeros permiso para marcharse —dijo.
Han Tzu habló a los soldados que tenía a la espalda.
—Por favor, ayuden a la teniente a asegurar esta sala —dijo—. Considero que los oficiales presentes necesitan tiempo para reflexionar sobre la cuestión de cómo China llegó a su actual situación de dificultad. Me gustaría que permanecieran aquí hasta que cada uno de ellos haya redactado una explicación completa de por qué llegaron a cometerse tantos errores y de cómo piensan que deberían haberse conducido los asuntos.
Como Han Tzu esperaba, los oficiales se pusieron inmediatamente a trabajar, arrastrando a sus compatriotas de vuelta a sus lugares contra las paredes.
—¿No han oído la petición del emperador?
—Haremos lo que nos pide, Sirviente del Cielo.
De bien poco les serviría. Han Tzu ya sabía perfectamente bien a qué oficiales les confiaría la dirección del Ejército chino.
La ironía era que los «grandes hombres» que ahora se humillaban y escribían informes sobre sus propios errores no habían sido la fuente de tales errores. Sólo
creían serlo. Y los subordinados que habían originado realmente esos problemas se veían a sí mismos como simples instrumentos de la voluntad de sus comandantes. Pero la naturaleza de los subordinados era usar el poder de manera intrépida, ya que la culpa siempre podía achacarse tanto a los de abajo como a los de arriba.
Contrariamente a la fama, que, como el aire caliente, siempre sube. Como subirá para mí a partir de ahora.
Han Tzu dejó las oficinas del difunto Tigre de las Nieves. En el pasillo, los soldados se cuadraron ante cada puerta. Habían oído el único disparo, y a Han Tzu le alegró ver que todos parecían aliviados al comprobar que no era Han Tzu quien había recibido el tiro.
Se volvió hacia un soldado.
—Por favor —dijo—, entre en la oficina más cercana y telefonee para que el honorable Tigre de las Nieves reciba atención médica. —A otros tres, les dijo—: Por favor, ayuden a la teniente Loto Blanco a asegurar la cooperación de los antiguos generales dentro de la sala, a quienes se les ha pedido que me redacten unos informes.
Mientras corrían a obedecer, Han Tzu encomendó encargos a los otros soldados y burócratas. Algunos de ellos serían purgados más tarde; otros serían ascendidos. Pero en aquel momento a nadie se le ocurría desobedecer. En cuestión de pocos minutos había dado órdenes para sellar todo el perímetro de defensa. Hasta que estuviera preparado, no quería que ninguna advertencia llegara al Politburó.
Pero su precaución fue en vano. Pues cuando bajó las escaleras y salió del edificio, lo saludó el clamor de miles y miles de militares que rodeaban completamente el edificio del cuartel general.
—¡Han Tzu! —cantaban—. ¡Elegido del Cielo!
Era imposible que el ruido no se escuchara fuera del complejo. Así que en vez de rodear el Politburó inmediatamente, tendría que perder tiempo localizando a sus miembros mientras huían al campo o trataban de llegar al aeropuerto o al río. Pero de una cosa no podía haber ninguna duda: con el nuevo emperador apoyado con entusiasmo por las Fuerzas Armadas, no habría ninguna resistencia a su Gobierno por parte de ningún chino, en parte alguna.
Eso era lo que Mazer Rackham y Hyrum Graff habían comprendido al darle aquella oportunidad. Su único fallo de cálculo había sido desconocer hasta qué punto la historia de la sabiduría de Han Tzu se había extendido entre los militares. No necesitaba la cerbatana, después de todo.
Aunque si no la hubiera tenido, ¿habría sido capaz de actuar con tanto valor?
De una cosa Han Tzu no tenía duda. Si el soldado no hubiera matado a Tigre de las Nieves, Han Tzu lo habría hecho... y habría matado a ambos soldados si inmediatamente no se hubieran sometido a sus órdenes.
Tengo las manos limpias, pero no porque no estuviera preparado para manchármelas de sangre.
Mientras se dirigía al Ministerio de Planificación y Estrategia, donde establecería su cuartel general provisional, no pudo dejar de preguntarse: ¿y si hubiera aceptado su oferta y hubiera huido al espacio? ¿Qué le habría sucedido a China entonces?
Y a continuación una pregunta más acuciante: ¿qué le sucederá a China ahora?.