La historia de Peter y Wang-mu estuvo ligada a Japón desde que comencé a planificar Ender el Xenocida, un libro en el que en principio pretendía incluir también todo lo que aparece en Hijos de la mente. Estaba leyendo la historia de Japón previa a la guerra y me intrigó la idea de que los impulsores de esa guerra no eran miembros de la elite dominante, ni siquiera los líderes supremos del ejército nipón, sino más bien los oficiales de rango medio. Naturalmente, estos mismos oficiales habrían considerado ridícula la idea de tener de algún modo el control de la guerra. La llevaban adelante, no porque el poder estuviera en sus manos, sino porque los gobernantes de Japón no se atrevían a sentirse avergonzados ante ellos.
Reflexionando sobre el asunto, se me ocurrió que era la imagen que la elite gobernante tenía de la percepción del honor de sus oficiales lo que impulsaba a éstos a proyectar sus propias ideas del honor sobre unos subordinados que podrían o no haber respondido a la retirada o reatrincheramiento japonés, como temían los oficiales de mayor graduación. Así, si alguien hubiera intentado impedir la agresiva escalada bélica japonesa desde China hasta Indochina y finalmente hasta Estados Unidos, habría tenido que cambiar, no las verdaderas creencias de los oficiales de rango medio, sino las de los altos oficiales sobre las probables actitudes de esos otros oficiales. Intentar persuadir a los militares de mayor rango de que la guerra era una locura y estaba condenada habría sido inútil: ya lo sabían y decidían ignorarlo por temor a ser considerados indignos. Lo eficaz habría sido persuadir a los oficiales de alto rango de que los oficiales de grado medio, cuya alta estima era esencial para su honor, no los condenarían por
retirarse ante una fuerza irresistible, y que preferirían honrarlos conservando la independencia de su nación.
Mientras lo pensaba, me di cuenta de que incluso esto era demasiado directo: no podía hacerse. Haría falta no sólo probar que los oficiales de grado medio habían cambiado de opinión, sino dar también razones plausibles para ese cambio. Sin embargo, me pregunté, ¿y si algún influyente pensador o filósofo considerado afín a la cultura de la elite militar hubiera reinterpretado la historia de forma que transformara auténticamente la concepción militar de un gran comandante? Tales ideas transformadoras se han dado antes, y sobre todo en Japón, que a pesar de la aparente rigidez de su cultura, y quizá por su prolongada convivencia con la cultura china, es la nación que más éxito ha tenido en los tiempos modernos para adaptar y hacerse suyas ideas y costumbres como si desde siempre hubieran formado parte de su patrimonio; da así una imagen de rigidez y continuidad cuando es, de hecho, enormemente flexible. Una idea así podría haber barrido la cultura militar y dejado a la elite con una guerra que ya no parecía necesaria ni deseable; si esto hubiera sucedido antes de Pearl Harbor, Japón podría haberse echado atrás en su agresiva guerra contra China, consolidado sus posesiones, y restablecido la paz con Estados Unidos.
(Que esto hubiera sido bueno o malo es otra cuestión, por supuesto. Haber evitado la guerra que costó tantas vidas y causó tantos horrores -en especial el bombardeo de las ciudades japonesas y al final el uso de armas nucleares por primera y, de momento, única vez en la historia- habría sido indiscutiblemente bueno; pero no olvidemos que fue perder la guerra lo que condujo a la ocupación americana de Japón y a la imposición de ideas y prácticas democráticas con el consiguiente florecimiento de la economía y cultura niponas, algo que tal vez nunca habría sido posible bajo el gobierno de la elite militar. Es una suerte que no tengamos el poder de repetir la historia, porque entonces nos veríamos forzados a elegir: ¿Vendemos el coche para comprar gasolina?)
En cualquier caso, tuve claro que alguien (al principio pensé que sería Ender) tendría que ir de mundo en mundo en busca de la fuente definitiva de poder en el Congreso Estelar. ¿Qué opinión había que cambiar para transformar la cultura del Congreso Estelar y detener la Flota Lusitania? Ya que todo el asunto comenzó mientras reflexionaba sobre la historia de Japón, decidí que una cultura nipona situada en el lejano futuro debía jugar un papel importante. Así, Peter y Wang-mu llegaron al planeta Viento Divino.
Otra ruta de pensamiento me llevó también a Japón. Casualmente visité a unos queridos amigos en Utah, Van y Elizabeth Gessel, poco después de que Van, profesor de japonés en la Brigham Young University, hubiera adquirido un CD llamado Music of Hikari Oe. Van puso el CD (música potente, hábil, evocadora de la tradición matemática occidental) y me habló de su compositor. «Hikari Oe -me dijo- es retrasado, tiene una lesión cerebral; pero en lo referente a la música, es un superdotado. Su padre, Kenzaburo Oe, recibió hace poco el premio Nobel de literatura; y aunque Kenzaburo Oe ha escrito muchas cosas, sus obras más intensas y por las que casi sin duda recibió el Nobel son aquellas en las que trata el tema de su relación con su hijo retrasado: tanto el dolor por tener un hijo así como la alegría de descubrir la verdadera naturaleza de ese hijo mientras descubría a su vez la auténtica naturaleza del padre que se queda y lo ama.
Me sentí de inmediato plenamente identificado con Kenzaburo Oe, no sólo porque mi escritura se parece en cierto modo a la suya, sino porque también yo tengo un hijo retrasado y he seguido mi propio camino para afrontar su existencia en mi vida. Como Kenzaburo Oe, no puedo mantener a mi hijo al margen de mis escritos; aparece en ellos una y otra vez. Sin embargo, esta sensación de paralelismo me empujó a evitar buscar la obra de Oe; temía que tuviera ideas sobre ese tipo de niños con las que yo no estuviera de acuerdo y que me hicieran sentir dolido o furioso, o que por el contrario sus ideas fueran tan verídicas y poderosas que me viera obligado a guardar silencio por no tener nada que añadir. (Esto no es un miedo infundado. Tenía un libro llamado Genesis contratado con mi editor cuando leí la novela Ancient of Days de Michael Bishop. Aunque los argumentos de ambas obras no eran ni remotamente parecidos, aparte de tratar de hombres primitivos que sobrevivían hasta los tiempos modernos, las ideas de Bishop eran tan sugerentes y su escritura tan veraz que tuve que cancelar ese contrato; me resultaba imposible escribir el libro en aquel momento, y probablemente nunca lo haga de esa forma.)
Cuando ya había escrito los tres primeros capítulos de este volumen, me encontraba en una librería en Greensboro, Carolina del Norte, cuando vi en el expositor un único ejemplar de un librito llamado Japan, the Ambiguous, and Myself. El autor, Kenzaburo Oe. Yo no lo había buscado, pero él me había encontrado. Compré el libro; me lo llevé a casa.
Permaneció sin abrir junto a mi cama durante dos días. Entonces pasé una noche de insomnio cuando estaba a punto de empezar a escribir el capítulo cuatro, en el que Wang-Mu y Peter entran por primera vez en contacto con el planeta Viento Divino (al principio con una ciudad que llamé Nagoya porque ésa fue la ciudad japonesa donde mi hermano Russel sirvió en una misión mormona allá por los setenta). Vi el libro de Oe y lo cogí, lo abrí y empecé a leer la primera página. Oe empieza hablando de su larga relación con Escandinavia, pues de niño ya leía traducciones (o, más bien, versiones japonesas) de una serie de historias escandinavas sobre un personaje llamado Nils.
Dejé de leer inmediatamente, pues nunca se me había ocurrido que hubiera ninguna similitud entre Escandinavia y Japón. Pero con esa sugerencia, me di cuenta de que Japón y Escandinavia eran ambas naciones periféricas. Llegaron al mundo civilizado a la sombra (¿o deslumbrados por el brillo?) de una cultura dominante.
Pensé en otros pueblos periféricos: los árabes, que encontraron una ideología que les dio poder para barrer el mundo romano, culturalmente abrumador; los mongoles, que se unieron lo suficiente para conquistar y luego ser asimilados por China; los turcos, que pasaron de la periferia del mundo musulmán a su mismo corazón y luego derribaron los últimos restos del mundo romano, pero que sin embargo se replegaron para convertirse de nuevo en un pueblo periférico a la sombra de Europa. Todas estas naciones de la periferia, ni siquiera mientras gobernaron a las mismas civilizaciones a cuya sombra se habían acurrucado, pudieron desprenderse de su sensación de no-pertenencia, del temor de que su cultura fuera irremediablemente inferior y secundaria. Como resultado se comportaron de un modo demasiado agresivo y se extendieron demasiado, creciendo más allá de los límites que pudieron consolidar y conservar; por otra parte fueron demasiado tímidos y entregaron todo lo que su cultura tenía de realmente poderoso y fresco mientras conservaban sólo externamente la independencia. Los gobernadores manch��es de China, por ejemplo, pretendían no mezclarse con el pueblo que dominaban, decididos a no ser engullidos por las fauces devoradoras de la cultura china; el resultado, sin embargo, no fue el dominio de lo manchú, sino su inevitable marginación.
En la historia ha habido verdaderamente pocas naciones centro. Egipto fue una de ellas, y siguió siendo una nación centro hasta que la conquistó Alejandro Magno; incluso entonces conservó en parte su carácter central hasta que el Islam lo barrió. Mesopotamia podría haber sido una, durante algún tiempo, pero al contrario que Egipto, sus ciudades no pudieron unirse lo suficiente para controlar sus territorios. El resultado fue que acabaron barridas y gobernadas por sus naciones periféricas una y otra vez. El carácter de Mesopotamia le permitió asimilar culturalmente a sus conquistadores durante muchos años, hasta que acabó convirtiéndose en una provincia periférica dividida entre Roma y Partia. Como en el caso de Egipto, su papel central fue finalmente aplastado por el Islam. China llegó después a ocupar su lugar como nación centro, pero ha tenido un éxito sorprendente. El camino hacia la unidad fue largo y sangriento, pero una vez conseguida, esa unidad permaneció, si no políticamente, sí en el aspecto cultural. Los gobernantes de China, como los de Egipto, controlaron su territorio, pero rara vez intentaron y nunca consiguieron establecer un dominio a largo plazo sobre naciones verdaderamente extranjeras. Lleno de esta idea, y de otras que surgieron a partir de ella, concebí una conversación entre Wang-mu y Peter en la que ella le cuenta su idea de las naciones centro y las naciones periféricas. Fui a mi ordenador y escribí notas sobre este concepto, que incluían el siguiente fragmento:
Los pueblos centro no temen perder su identidad. Dan por hecho que todos los demás quieren ser como ellos, que su civilización es superior y que el resto son burdas imitaciones o errores pasajeros. La arrogancia, curiosamente, conduce a una sencilla humildad: no alardean de su fuerza porque no tienen necesidad de demostrar su superioridad. Se transforman sólo gradualmente y pretendiendo siempre no cambiar en absoluto.
Los pueblos periféricos, por otro lado, saben que no son la civilización superior. A veces saquean y roban y se quedan a gobernar (vikingos, mongoles, turcos, árabes), a veces experimentan transformaciones radicales para competir (griegos, romanos, japoneses) y a veces simplemente siguen siendo avergonzados segundones. Pero cuando están en alza son insufribles porque se sienten inseguros de su valor y deben por tanto alardear y hacer aspavientos y demostrárselo a sí mismos una y otra vez, hasta que por fin se sienten pueblos centro. Por desgracia, esa misma complacencia los destruye, porque no lo son y su creencia es equivocada. Los pueblos periféricos triunfantes no perduran, como Egipto o China, se difuminan, como hicieron los árabes, y los turcos, y los vikingos, y los mongoles después de sus victorias. Los japoneses se han convertido en un pueblo periférico permanente.
También especulé sobre América que, compuesta por refugiados de la periferia, se comportaba sin embargo como una nación centro, controlando (brutalmente) su territorio, pero flirteando sólo con la idea de imperio, contenta con ser el centro del mundo. Los americanos, al menos durante un tiempo, pecamos de la misma arrogancia que los chinos: al suponer que el resto del mundo quería ser como nosotros. Y me pregunté si, como con el islam, una idea poderosa había convertido a una nación periférica en una nación centro.
Igual que los árabes perdieron el control del nuevo centro islámico, que fue gobernado por los turcos, la cultura inglesa original de América podría también suavizarse o adaptarse, mientras la poderosa nación de América permanece en el centro; es una idea con la que todavía estoy jugando y cuya veracidad no estoy en condiciones de evaluar, ya que en gran parte sólo se conocerá en el futuro y de momento sólo cabe especular. Pero la idea de las naciones periféricas y las naciones centro sigue siendo intrigante o así lo creo, al menos tal como yo la entiendo.
Tras haber tomado notas, empecé a escribir el capítulo la noche siguiente. Wang-mu y Peter acababan de cenar en el restaurante, y estaba dispuesto a hacerles conocer a un personaje japonés por primera vez.
Pero eran las cuatro de la mañana. Mi esposa, Kristine, se despertó para cuidar a nuestra hija de un año, Zina; cogió el fragmento del capítulo y lo leyó.
Mientras me preparaba para dormir, también ella se quedó adormilada, pero entonces se despertó y me contó un sueño que había tenido en aquella cabezada momentánea. Había soñado que los japoneses de Viento Divino llevaban las cenizas de sus antepasados en diminutos camafeos o amuletos colgados del cuello; Peter se sentía perdido porque sólo tenía un antepasado y moriría cuando lo hiciera ese antepasado. Supe de inmediato que tenía que utilizar esa idea; entonces me metí en la cama, cogí de nuevo el libro de Oe, y empecé a leer.
Imaginen mi sorpresa, pues, cuando después de aquel primer párrafo referido a sus sentimientos hacia Escandinavia, Oe se puso a analizar la cultura y la literatura japonesas desarrollando exactamente la idea que se me había ocurrido tras leer aquellos párrafos referidos a Nils. Él, un hombre que ha estudiado los pueblos periféricos de Japón, sobre todo la cultura de Okinawa, concebía Japón como una cultura que corría el peligro de perder su centro. La literatura seria nipona, decía, estaba deteriorándose precisamente porque los intelectuales japoneses estaban «aceptando» y «descargando» ideas occidentales, (no porque creyeran en ellas sino llevados por la moda), e ignoraban aquellas poderosas ideas inherentes a la cultura Yamato (nativa japonesa) que daría a su país el poder para convertirse en una nación centro que aguantase. Incluso usó, finalmente, las palabras «centro» y
«periferia» en esta frase:
Los escritores de posguerra, sin embargo, buscaron un camino diferente que llevara a Japón a un lugar que no estuviera en el centro del mundo, sino en la periferia (pp. 97-98).
Su argumento no era igual que el mío, pero la concepción de las palabras centro y periferia era armoniosa.
Me tomé bastante personalmente todas las inquietudes de Oe respecto a la literatura porque, como él, pertenezco a una cultura «periférica» que «acepta» y «descarga» ideas de la cultura dominante y que está en peligro de perder su fuerza centrípeta. Me refiero a la cultura mormona, que nació en la periferia de América y que desde hace tiempo es más americana que mormona. La literatura mormona supuestamente «seria» no ha consistido más que en imitaciones, casi siempre patéticas pero de vez en cuando de calidad decente, de la literatura «seria» de la América contemporánea, que en sí misma es decadente, derivada, y desesperanzadamente irrelevante, sin un público que crea en sus historias o se preocupe por ellas, e incapaz de una transformación auténtica de la comunidad. Y como Oe (o digamos que creo comprender a Oe correctamente en esto), puedo ver la redención (o, digamos, la-creación) de una auténtica literatura mormona a través del rechazo de la literatura americana «seria» de moda (en realidad, frívola) y su sustitución por una literatura que encaje con los criterios de Oe de Junbungaku:
El papel de la literatura, puesto que el hombre es obviamente un ser histórico, es crear un modelo de una era contemporánea que comprenda pasado y futuro, también un modelo de la gente que viva en esa era.
Lo que los escritores mormones «serios» jamás intentaron fue un modelo de la gente que vive en nuestra cultura en nuestra época. O, más bien, lo intentaron, pero nunca desde dentro: la pose del autor implicado (por usar el término de Wayne Booth) fue siempre escéptica y externa en vez de crítica e interna; creo que ninguna literatura nacional auténtica puede ser escrita por aquellos cuyos valores derivan de fuera de la cultura nacional.
Pero yo no escribo sólo, ni siquiera principalmente, literatura mormona. Con la misma frecuencia he sido escritor de ciencia ficción y he escrito ciencia ficción para la comunidad de lectores del genéro... también una cultura periférica, aunque trasciende las fronteras nacionales. También soy, para bien o para mal, un escritor americano que escribe literatura americana para un público americano. Pero principalmente soy un ser humano que escribe literatura humana para un público humano, como lo somos todos los que nos dedicamos a este negocio. En ocasiones, también esto me parece una cultura periférica. Nos empecinamos en unirlo todo mientras permanecemos solos, conjurarnos la muerte pero nos atrae irresistiblemente su poder, no queremos que se entrometan en nuestra vida pero nos entrometemos en la de los demás, guardamos nuestros secretos y contamos los de otros, nos consideramos únicos en un mundo de gente uniforme; somos totalmente diferentes de las plantas y del resto de los animales que, contrariamente a nosotros, conocen su sitio y que, si piensan en Dios, no imaginan que sea de su especie ni se consideran sus herederos. Qué peligrosos somos, como esos reinos de la periferia; cuán probable es que nos lancemos hacia fuera, hacia todos los reinos no conquistados en el esfuerzo de convertirnos en el centro después de todo.
Lo que Kenzaburo Oe pretende para la literatura japonesa, lo pretendo yo también para la literatura americana, para la literatura mormona, para la ciencia ficción, para la literatura humana. Pero no siempre se hace de la manera más obvia. Cuando Shusaku Endo explora el tema del significado de la vida frente a la muerte, reúne un conjunto de personajes del Japón contemporáneo, pero la magia, la ciencia y la religión no están lejos de su historia; aunque yo no pretendo ser un narrador de la categoría de Endo, ¿no he tratado los mismos temas y usado las mismas herramientas en esta novela?
¿No encaja Hijos de la mente como Junbungaku solamente porque está ambientada en el futuro? ¿Es mi novela Niños perdidos la única de mis obras que puede aspirar a ser considerada seria, y sólo en la medida en que es un fiel reflejo de la vida en 1983 en Greensboro, Carolina del Norte?
¿Debo atreverme a ir más allá de lo dicho por un premio Nobel y sugerir que se puede crear fácilmente «un modelo de una era contemporánea que comprenda pasado y futuro» por medio de una novela que describa concienzuda y fielmente una sociedad de otro tiempo y lugar, aunque contraste claramente con nuestra época? ¿Debo por el contrario declarar un anti junbungaku y atacar una idea con la que estoy de acuerdo y separarme de un objetivo que también yo persigo? ¿Es incompleta la visión de Oe de la literatura significativa? ¿o soy simplemente partícipe de literaturas periféricas, buscando el centro pero condenado a no llegar nunca a ese pacífico lugar que todo lo abarca?
Quizá por eso el Extranjero y el Otro son tan importantes en todas mis obras (a pesar de que nunca lo planeo al principio), aunque mis historias también recalcan la importancia del Miembro y el Familiar; pero no es, a su modo, un modelo de la época contemporánea que abarque pasado y futuro; ¿no soy yo, con mis propias contradicciones internas entre dentro y fuera, miembro y desconocido, un modelo de la gente de nuestra época? ¿Sólo hay un escenario donde un autor pueda contar historias verdaderas?
Cuando leo Río profundo, de Shusaku Endo, soy un extranjero en su mundo. Cosas que suenan a los lectores japoneses, que asienten y dicen: «Sí, así fue, así es para nosotros», son extrañas para mí, y digo: «¿Es así como lo experimentaron? ¿Es así como lo sienten?». ¿No saco tanto de la lectura de una novela que describe la edad contemporánea de otra persona? ¿No aprendo tanto de Austen como de Tyler; de Endo como de Russo? ¿No me es el mundo del Extranjero y del Otro igualmente vital para comprender lo que significa ser humano en el mundo en el que vivo? ¿No me es entonces posible crear un mundo futuro inventado tan evocador para los lectores contemporáneos como los ambientes que describen los escritores de otra época o lugar?
Quizá todos los ambientes descritos son igualmente el producto de la imaginación, vivamos en ellos o los inventemos. Quizás a otro japonés, Río profundo le resulte casi tan extraña como a mí, porque el propio Endo es inevitablemente diferente de cualquier otro japonés, Quizá todo escritor que construye concienzudamente un mundo ficticio crea inevitablemente un reflejo de su propio tiempo y, sin embargo, también un mundo que nadie más que él ha visitado jamás; sólo los detalles triviales, como algunos nombres, fechas o personas famosas, separan el universo inventado de Hijos de la mente del universo «real» descrito en Río profundo. Lo que Endo consigue es lo mismo a lo que yo aspiro: ambos pretendemos dar al lector una experiencia convincente de la realidad, taladrando la concha del detalle y penetrando en la estructura de causa y significado que siempre esperamos pero nunca experimentamos en el mundo real. Causa y significado son siempre imaginados, no importa lo concienzudamente que creemos «un modelo de una época contemporánea». Pero si imaginamos bien, y no simplemente
«aceptamos» y «descargamos» la cultura moderna que nos rodea, ¿no creamos junbungaku?
No creo que las herramientas de la ciencia ficción sean menos adecuadas para la tarea de crear junbungaku que las herramientas de la literatura seria contemporánea aunque, por supuesto, quienes empleamos esas herramientas no aprovechemos todo su potencial. Pero puede que me engañe en esto o que mi propia obra sea demasiado floja para demostrar de lo que es capaz nuestra literatura. Una cosa es segura: en la comunidad de lectores de ciencia ficción hay tantos pensadores y exploradores serios de la realidad como en cualquier otra comunidad literaria de la que yo haya formado parte. Si una gran literatura exige un gran público, ese público está ya ahí, dispuesto, y cualquier fracaso en conseguir esa literatura hay que achacarlo al escritor.
Así que continuaré intentando crear junbungaku, comentando la cultura contemporánea de forma alegórica o simbólica como hacemos todos los escritores de ciencia ficción, conscientemente o no. Son otros quienes tienen que decidir si alguna de mis obras consigue el status de auténtica seriedad que propugna Oe, pues a pesar de la calidad del escritor, ha de haber también un público que reciba la obra antes de que tenga ningún poder transformador. Dependo de un público vigoroso capaz de descubrir dulzura y luz, belleza y verdad, más allá de la habilidad del artista para crearlas por su cuenta.