1 Capítulo 1: Bienvenidos a la ciudad de Pralvea, el lugar donde las almas se enlazan

Una señorita de cabellera de lava y piel chocolate corría

por la banqueta de las calles de Pralvea, la capital del reino

de Kartina. Desde lo alto de los edificios se veían estatuas

de ángeles y gárgolas hechas de piedra caliza y cubiertas por

un manto de seda helada. Un hedor a gasolina, proveniente

de los coches, impregnaba las paredes de piedra mientras se

escuchaban las risas de los niños que jugaban a las guerras

de nieve en el parque. La damisela cargaba consigo una espada

de madera detrás de su chaleco rojo, mientras comía

un pastelillo de frambuesa y evadía a la gente con la que se

cruzaba. Los ancianos le reclamaban enfurecidos ante esa

audacia, pero la espadachina solo volteó a verlos y les guiñó

el ojo de manera burlesca.

Un rato después la joven esgrimista llegó a su casa.

Una mansión en la cima de una gran colina. Los vidrieros se

encargaban de colocar los nuevos vitrales que los padres de

la señorita encargaron, mientras los pintores remodelaban

los muros de sangre azul. Lo primero por lo que la espadachina

fue recibida fue el aroma de las rosas que crecían

afuera de la casa y el murmullo de la gente que pasaba por

el edificio.

"Buenas tardes, señorita Victoria", dijo un infante

que se acercó a saludarla. La señorita inclinó su cuerpo y le

acarició la cabeza devolviendo una carcajada con una voz

grave y resonante, pero también gentil. Intercambiaron palabras

por un rato y hablaron sobre el entrenamiento más

reciente. Pronto serían los combates en parejas. La doncella

se sentía lo suficientemente confiada como para alcanzar

el triunfo, pero también cautelosa para no subestimar a sus

contrincantes. Victoria terminó su conversación con el jovencito

y entró al vestíbulo de su casa. Su cuerpo se relajó

un poco por la pintura y el tapizado morado con azul y fue

a sentarse junto al sofá carmesí frente a la chimenea donde

solía darse tiempo para leer libros de mitología y elegías

heroicas. Antes de que pudiera llegar a la repisa junto a las

escaleras y el fogón, un adulto mayor llegó con la damisela.

Él trapeaba el piso con un perfume de lirios blancos. El caballero

en traje de catrín se acicaló su cabellera plateada por

el tiempo, pero aún con cierto vigor adolescente a pesar de

su cuerpo delgado y desgastado.

— ¿Y mis papás, Rogelio? —preguntó la espadachina y subió

sus piernas sobre el sofá.

—Salieron a atender las desapariciones en el Bosque de Alcani,

señorita Victoria.

—Dos más y rompemos récord —Victoria respondió con

un comentario sarcástico.

— ¿Va a ir a la fiesta de su alteza Fabiola, por cierto?

Al escucharlo la dama soltó un suspiro de molestia y cerró

los ojos.

—Con que no me meta en problemas.

Al decir esto Victoria se levantó del asiento y fue a

su cuarto para arreglarse.

Más tarde en la noche la familia Hosenfeld se ubicaba

en la sala y se preparaba para salir rumbo al castillo

de la familia Leonhardt al norte de la ciudad de Pralvea.

El chaleco y pantalones carmín que portaba Victoria

le daban una refinación digna de su clase social. De reojo

uno podría pensar que ella era un muchacho de belleza

exuberante, especialmente con su cabello recogido en

una coleta y por el fuerte aroma de la colonia que portaba.

Su madre, la condesa Adelaida Redmont Hosenfeld, le jaló

de las mejillas y le sonrió tiernamente. Su vestido, cual

océano y rayos del sol, encajaba armoniosamente con su cabello

y su contorno grande pero delicado. La espadachina

se incomodó un poco ante este gesto y retiró las manos de

la condesa de su cara.

—Es hora de irnos, mis bellas damas. La Princesa nos espera.

Su padre, el conde Homero Hosenfeld, abrió la puerta

y cedió el paso. El caballero, ya diezmado y fuera de forma

por el paso del tiempo y los combates, tenía muy pocos

cabellos plateados en su cráneo. Su barba y bigote lo hacían

ver más viejo de lo que realmente era, así como esas cejas

encrespadas que limitaban su vista. El traje, blanco como la

nieve, lo hacía resaltar del resto de la gente que andaba por

la calle a esas horas. Cuando la familia entró al coche, Rogelio

encendió el motor y se marcharon hacia el castillo de la

familia real.

Al circular por las aglomeradas avenidas de la urbe,

Victoria se encandiló un poco por la cantidad de luz proveniente

de las lámparas y veladoras en la acera y en las viviendas.

Se escuchaba el bullicio y las pisadas de la gente

que se dirigía a sus hogares con bolsas de comida, así como

el aroma de cerveza que salía de las tabernas. Otros coches

recogían escoltas y algunos transeúntes entraban a los burdeles

entre risas pícaras.

La familia avanzó por la avenida principal hasta que

finalmente llegó al castillo. Había edificaciones que servían

como cuartos de huéspedes o albergue en caso de que pasara

una catástrofe. Otros edificios servían como almacenes

y tiendas. Al oeste, la estructura principal del castillo tenía

incrustaciones de piedras preciosas. Estas resplandecían

durante la noche cuando la iluminación nocturna se alzaba.

Una pequeña laguna se encontraba en el extenso jardín del

castillo mientras que las torres se encontraban resguardadas

por guardias de la armada. Entonces, uno de los sirvientes

indicó dónde estacionar el carruaje.

—Su Majestad se siente honrado con su presencia, señor

Homero. Esperamos que disfruten la fiesta de cumpleaños

de la princesa Fabiola.

Al estacionarse la familia salió del carruaje y entró al

recinto. Lo primero que los Hosenfeld visualizaron fue una

fuente con una estatua de la reina Istia, posada en el medio

con una vasija que derramaba agua. Había armaduras posicionadas

en las paredes relucientes mientras que estantes de

ébano mostraban armas decorativas de la casa Leonhardt,

algunas de ellas mágicas. Rápidamente se toparon con otros

miembros de la realeza y la nobleza, así como con músicos,

científicos, miembros del ejército, entre otros ciudadanos.

Los padres no dudaron en saludar a los invitados, pero la joven

Victoria se agitaba por el bullicio, así como por el fuerte

aroma a vino y champaña.

— ¡Al fin muestras tu rostro, manzanita!

Justo antes de que pudieran ir a la oficina del rey,

una voz atrapó por sorpresa a la dama. Ella volteó hacia él

rápidamente y se topó con un compañero de esgrima: el

marqués Saúl Giesler.

— ¡Soy Victoria para ti!

El joven noble era un poco más alto que ella y de

un tono de piel más oscuro que la del resto de los invitados,

esto debido al intensivo entrenamiento. Debajo de ese traje

de seda y esa corbata azabache que acentuaban su sangre

azul se ocultaba un cuerpo fuerte y torneado, el cual presumía

con orgullo.

—Joven Saúl, qué linda sorpresa verle por aquí. ¿Acaso vino

solo o lo acompañaron sus padres? —dijo Adelaida, a lo que

Saúl respondió con una reverencia.

—En un rato más llegarán. Me sorprende que Victoria viniera

a la fiesta.

— ¡Fabiola me matará si no me ve aquí! —exclamó Victoria

al golpear el suelo con su pie derecho del enojo.

— ¿Y tus modales? —respondió Saúl con una mirada lacerante.

La muchacha se cruzó de brazos al escucharlo.

—La princesa Leonhardt me matará si es

que me ausento a la fiesta, marqués Giesler.

El joven marqués se rio socarronamente.

—Mucho mejor.

—Vayamos a la oficina de sus majestades, muchachos.

El grupo se dirigió arriba para hablar con los reyes

y la princesa. Durante el transcurso los jóvenes espadachines

intercambiaban comentarios sarcásticos y llamaron la

atención de los demás asistentes, quienes los miraron con

soslayo e inclusive soltaron algunos murmullos molestos. El

conde detuvo la discusión y ambos jóvenes solo se cruzaron

de brazos hasta que llegaron a la puerta de la recámara.

—Las damas primero.

Homero abrió la puerta y les sonrió a las damas. Ya

adentro se encontraron con otros integrantes de la nobleza

Kartiniana. Algunos conversaban, leían los libros que estaban

colocados en los gabinetes de serbal, tomaban vino y

otros platicaban con su majestad. Los reyes estaban sentados

en un escritorio de roble. Una sensación de tranquilidad

se sintió en el interior debido al perfume de rosas silvestres

que aromatizaba la recámara y una tenue melodía de

un arpa que una sirvienta tocaba.

La familia y el marqués se toparon con el rey Fernando

Alfonso Leonhardt, quien era alto y muy fornido pese a

su avanzada edad, tenía el cabello rojo como el fuego y unos

ojos grisáceos que aún ardían con la pasión de un bardo. El

rey alguna vez usó una espada y una armadura, pero ahora

solo portaba un bastón dorado para caminar y un traje de

gala que cubría sus heridas de batalla mientras hablaba con

los archiduques Federico y Belinda Gallows Montesco. La

señora era toda una belleza que presumía su melena que

caía como una cascada azabache y en sus ojos color esmeralda

mostraba confianza y quizá un poco de arrogancia. El

archiduque estaba a unos pocos años de alcanzar la adultez

mayor, algo que se apreciaba por su cabellera dorada con algunos

mechones platinados, con un rostro robusto y tosco,

pero con una mirada azul como los zafiros que expresaba

una paz interior inmutable.

Los Montesco discutían las desapariciones en la

frontera sur de Kartina, la cual colindaba con el país natal

de Federico: el Reino de Ucilia. Los poblados cerca del

Bosque de Alcani entraron en alerta roja, pues los aldeanos

temían por sus vidas.

—Buenas noches, su majestad…. ¿o prefieres que te llame

Fernando?

Homero se acercó al rey y se inclinó un poco. Adelaida,

Saúl y Victoria hicieron lo mismo.

— ¡Homero, Adelaida! —Replicó su majestad— ¡Los estaba

esperando desde hace horas! Puedo ver que Victoria vino

también. Tan sagaz como un zorro rojo.

Fernando le frotó la cabeza a Victoria como gesto de

cariño. La doncella inclinó la cabeza un poco de la molestia.

—Buenas noches, caballeros. ¿Con quién tengo el placer?

—dijo la archiduquesa y después bebió un poco de vino.

—Somos la familia Hosenfeld. ¿Y ustedes? —respondió

Adelaida.

—Somos los archiduques Montesco. Es un placer

conocer a una familia de su índole, madame.

El archiduque se inclinó ante la condesa y le besó la

mano.

—Una belleza tan exótica como usted no es muy común por

estos lares de Celes.

—Muy dulce halago, señor Montesco. Soy del reino de

Grumore, al sur del continente de Edenia.— respondió la

dama.

El tono de piel de Adelaida y de Victoria era notoriamente

más oscuro que el de los Montesco. Una característica

resaltante de los nativos de Grumore. Al escuchar el

apellido de Federico, Homero le preguntó al archiduque por

su familia. Ahí fue cuando Federico comentó que su difunto

padre era Luis Felipe Montesco, el rey anterior de Ucilia. El

archiduque también les dijo que su hermano menor, Luis

Enrique Montesco, fue coronado y él le encargó a Federico

el trabajo como embajador y duque de Kartina. Federico

aceptó inmediatamente: "me gusta la nieve, después de

todo", fue su respuesta. Saúl comenzó a impacientarse por la

conversación de los caballeros y balbuceó entre dientes:

—Mejor me voy de aquí.

Pero alguien se aproximó por la espalda del muchacho

y le cubrió los ojos.

— ¡Adivina!

Una dama de cabello castaño y ojos color miel (que

irradiaban alegría y despreocupación) fue quien le cubrió

los ojos a Saúl, sonriendo siempre como una niña. El marqués

pudo sentir y reconocer esa piel de bronce, delicada

como los pétalos de una rosa y el aroma de violetas en el

vestido de la señorita.

—No es el momento, Fabiola.

El noble retiró lentamente las manos de la señorita y

se posó frente a ella.

— ¡Eres un aguafiestas!

Era la princesa Leonhardt. Fabiola se cruzó de brazos

e infló las mejillas.

—Tan inquieta como siempre, ¿eh?

Cuando Victoria dijo esto, la joven princesa volteó

su mirada y la abrazó fuertemente. Fabiola apenas si llegaba

a los hombros a Victoria.

— ¡Manzanita!

La joven solo rio un poco y le devolvió el abrazo.

—Diecisiete años y sigues actuando como de nueve…

La cumpleañera interrumpió de golpe a su amiga y le

preguntó a su padre si podía salir al balcón a conversar con

ella. Victoria solo se cubrió la frente. El rey aceptó la petición

y dejó ir a las doncellas. Fabiola tomó de la mano a la chica y

se fueron apresuradamente de la oficina. El marqués las siguió

a un paso más lento. Ya afuera, Saúl y la princesa tuvieron

un breve intercambio de palabras con respecto a algo que

el caballero quería hacer más tarde en la velada. Al final de

esta plática la dama solo dijo: "se puede ver, pero no se puede

tocar". El joven asentó con la cabeza y se fue molesto de ahí,

pero la conversación dejó a la espadachina con la quijada

abierta de la impresión. Antes de esa noche ella pensaba que

su la princesa jamás se enamoraría de alguien tan engreído.

Victoria le preguntó inmediatamente a su alteza sobre esa

situación. Ella le respondió que se habían comprometido

y pensaban casarse. Esta noticia hizo que Victoria cayera

sentada al suelo de la sorpresa, mientras su amiga continuaba

con el relato. Unos cuantos días atrás, los Leonhardt

buscaron a alguien con quien Fabiola se pudiera casar y

ambos muchachos se conocían desde hacía mucho tiempo.

Cuando la princesa descubrió que el marqués estaba enamorado,

le pidió a su padre que arreglara el matrimonio:

"Vaya manera de asegurar que el chico que te gusta, eh". Terminado

el relato la princesa se rio a carcajadas llamando la

atención de los presentes. Después le preguntó a Victoria si

estaba enamorada de alguien. Ella simplemente le dijo que

no le gustaban los caballeros. Fabiola se quedó muda por un

instante y asimiló la información. Después de tantos años

conociéndola y apenas esa noche supo sobre ello.

Las dos amigas llegaron al balcón del castillo y observaron

el panorama. El cielo se nubló por completo: copos

de nieve danzantes caían sobre el jardín y el estacionamiento

del castillo. La nieve destellaba con fuerza por las

lámparas de gas de las aceras y paredes.

—Manzanita, en unos días más iré al Templo del

Loto de Cuarzo Rosa en el Glaciar de Olgany.

Cuando Fabiola comentó esto Victoria se cruzó de

brazos sin entender de lo que hablaba.

— ¿De qué hablas? —preguntó y se rascó la nuca.

—Mis padres quieren hacerme una Ceremonia de Ascensión,

para que me vuelva la campeona de una Reina.

Fabiola agachó la cabeza y la espadachina retrocedió

un poco al escuchar estas palabras.

— ¿No planeas volverte una campeona

de leyenda, como la princesa Illyana, verdad?

La princesa dio la espalda y levantó la mirada.

— ¡No quiero volverme una campeona!

La mirada de Fabiola se volvió más seria

y con su puño golpeó el barandal del balcón.

—No quiero volverme el blanco de demonios. No puedo

hacerlo, Victoria. No quiero morir.

Fabiola se encogió y se cubrió la cabeza expresando

miedo. Victoria no supo cómo apaciguar a su amiga, pero

tampoco soportó verla tan nerviosa. Lo único que pudo hacer

fue tomarla de las manos y sonreírle un poco para animarla.

—Me tienes para lo que necesites, Fabiola.

La princesa abrazó fuertemente a su compañera y

sollozó un poco sobre su hombro.

— ¿Vendrás conmigo a la ceremonia?

Fabiola la abrazó más fuerte. Victoria simplemente

asentó con la cabeza y le frotó la cabellera. Al ver esta respuesta,

la joven princesa se secó las lágrimas de su cara e

intento devolver una sonrisa.

—Vamos al vestíbulo, Manzanita. Tocaré algo especial para

esta noche.

Terminada la conversación las dos chicas se retiraron

del balcón y se dirigieron al vestíbulo, cuando de pronto

se toparon con otra dama.

— Con permiso —dijo la señorita algo taciturna y pasando

a un lado de Victoria.

— ¡Buenas noches! —respondió Fabiola.

Algo que captó la atención de la espadachina al cruzar

la mirada con aquella muchacha fue un aspecto extrañamente

místico en su apariencia. Una piel tan blanca como la

nieve, una cabellera larga y negra como el cielo nocturno, la

hacía resaltar del resto de los presentes, pero lo que más la

cautivó fueron sus ojos azules, cual zafiros, que imploraban

cariño. Sin que ella lo notara, los pies de Victoria se movieron

por sí solos con dirección hacia la damisela, hasta que

de pronto se posó enfrente de ella.

— ¿Sucede algo?

La señorita levantó la mirada y acomodó sus lentes,

los cuales resaltaban aun más sus ojos. Victoria comenzó a

balbucear sin encontrar las palabras necesarias para dirigirse

a ella.

— ¿Qué pasa, Manzanita?

Fabiola siguió a su amiga y le chasqueó los dedos en

su rostro. Al hacer esto la espadachina recobró la noción del

tiempo y se sonrojó fuertemente.

—Bue… buenas noches, señorita. ¿Cómo se llama? —preguntó

Victoria.

—Soy la duquesa Katalina Montesco. Un placer conocerles.

¿Con quién tengo el placer de hablar?

La voz de la noble era baja pero suave y dulce. La espadachina

se quedó embobada por unos segundos al escuchar

hablar a la damisela, cuando de pronto agitó su cabeza

y se acomodó la solapa desviando la mirada.

— ¿¡Es usted la duquesa Katalina!?

Fabiola se puso enfrente de las dos damas e interrumpió

la conversación. Katalina retrocedió un poco intimidada

por la osadía de la princesa, pero justo después de

ello asentó con la mirada.

—Mi padre me otorgó el título nobiliario antes de irnos de

Ucilia.

Al responder esto su sonrisa se transformó en un

rostro de tristeza.

— ¿Qué sucede? —comentó Victoria ladeando su cabeza.

—Extraño Galecia. Es todo.

Se logró ver una pequeña lágrima recorrer su cara.

— ¿Podemos hacer algo para animarla? —dijo su alteza.

— ¿¡Hablan en serio!? Muchísimas gracias.

¿Y con quien tengo el honor de hablar?

Katalina se movió hacia adelante un poco y les sonrió de

nueva cuenta.

— ¡Me llamo Fabiola, un placer conocerla!

La princesa estrechó la mano y le sonrió juguetonamente.

El rostro de Katalina palideció.

— ¿¡Usted es la princesa Leonhardt!? ¡Un… un placer conocerla,

su alteza! —Exclamó la duquesa y se inclinó rápidamente.

—Pero… usted también es, técnicamente, una princesa. ¿O

no? —Respondió la soberana— ¿Y a qué se dedica?

Katalina se levantó del piso después de la reverencia y sacudió

su vestido.

—Estudio artes arcanas.

Antes que Katalina continuara con su explicación,

un guardia se acercó a las señoritas.

—Señorita Fabiola, su padre necesita verla ahora mismo. Es

sobre el recital.

Al oír esto, Fabiola volteó a ver a las chicas y agachó

la mirada.

—Apurémonos, Manzanita.

Victoria asentó la cabeza y ambas damas se prepararon

para dirigirse al vestíbulo, pero antes de marcharse, la

joven espadachina observó melancolía en el rostro de Katalina,

entonces, algo dentro del pecho de Victoria se desprendió

y no le permitió dejar a la joven duquesa desamparada.

Victoria tomó un respiro profundo y entrecerró los ojos

para luego decir:

—Me quedaré un rato con la duquesa Montesco, Fabiola.

La joven princesa afirmó con la cabeza y sonrió un

poco.

—No te tardes mucho.

Al comentar esto, Fabiola las miró de reojo y se retiró

a la sala principal. Katalina se sonrojó y dijo:

—Muchísimas gracias, señorita… ammm…

Katalina titubeó por un rato al darse cuenta que Victoria

no se había presentado.

—Hosenfeld. Victoria Hosenfeld.

Victoria se inclinó ante ella como muestra de respeto.

—Platíqueme más sobre sus estudios, su excelencia.

Katalina entonces le sonrió a Victoria y la tomó de la

mano.

—Vayamos al jardín. Ahí tendremos una bella vista del estanque.

Un minuto después las chicas llegaron a la entrada

del jardín de la familia real. La nieve cubría algunas de las

rosas, lirios y orquídeas, pero aun así estas despedían un

exquisito aroma que relajaba a las nobles.

— ¡Qué hermoso! —dijo la duquesa justo antes de entrar.

—Permítame ayudarle, su excelencia.

Victoria le tomó la mano para ayudarle a caminar

entre la nieve.

—Gracias, señorita Hosenfeld. Pero puedo hacer esto por

mi cuenta.

Entonces, Katalina empezó a cantar y apartó la nieve

enfrente de ella, abriendo un camino a una sección donde

crecían lirios blancos. La espadachina saltó impresionada al

presenciar esta acción.

— ¡Eso fue increíble! ¿¡Cómo lo hizo, señorita Katalina!?

—Vayamos a sentarnos y te explicaré sobre ello a mayor detalle.

Victoria afirmó con la cabeza y se sentaron en el

césped.

—La magia es el arte que se encarga de manipular el mundo

que nos rodea usando la fuerza de voluntad. El principio

inicial de la magia es el de influenciar la conciencia del

mundo alrededor…

Justo cuando Katalina mencionaba las funciones

principales de la magia comenzó a titubear.

Entonces el rostro de la duquesa se sonrojó

como una frambuesa y se rio nerviosamente.

—Lo siento, señorita Hosenfeld. Pero se me olvidó. Hace

mucho que no repaso las primeras lecciones que mi tía

Brenda me dio.

— ¿Desde cuándo ha estudiado magia, señorita Montesco?

—Preguntó Victoria, mientras ladeaba la cabeza y levantaba

la ceja.

—Desde los nueve años he aprendido a hacer cosas como

esto.

La hechicera entonces cerró los ojos y cantó otra

vez. Un poco de agua del estanque llegó hacia donde estaban

las doncellas. Rápidamente se movió por el aire. La señorita

aceleró y disminuyó el ritmo de su sonata mientras el

agua tomaba distintas formas hasta que se congeló de golpe

cuando recitó la estrofa final.

— ¡Eso fue genial! ¿¡Puede enseñarme!? —exclamó Victoria.

—No… no… no me siento con suficiente experticia para

enseñarle magia a alguien más. Lo siento.

Katalina ladeó la cabeza y se sonrojó.

—Dígame, señorita Hosenfeld. ¿A qué se dedica? —preguntó

Katalina cambiando de tema inmediatamente.

—Practico esgrima. Me gustaría encontrar un trabajo en

ello cuando me gradúe.

Victoria se rascó la nuca y le sonrió un poco.

—¡Eso suena genial! ¡Le deseo suerte en ello!

Katalina agachó la mirada y su sonrisa luego se volvió

una cara larga.

— ¿Que sucede, señorita Montesco? —comentó Victoria

—Desearía que mis padres no me forzaran a la alquimia. A

veces me siento muy sola por ello.

Victoria se detuvo al ver esta reacción de la duquesa.

Esos mismos ojos que suplicaban por un abrazo volvieron

al rostro de la damisela.

—Señorita Montesco, ¿De pura casualidad, usted tiene amigos?

La dama no respondió. Una lágrima se vio recorrer

el rostro de Katalina. Algo dentro de la espadachina no le

permitía verla de esa manera, pero no sabía exactamente el

porqué. Sin darse cuenta, Victoria se acercó a ella y le secó

la lágrima de su cara con la mano teniendo cuidado de no

arruinar el maquillaje de su acompañante.

—Por favor no llore, su excelencia.

La duquesa trató de devolver una sonrisa, pero su

rostro aún se estremecía de melancolía.

—Démonos prisa, señorita Montesco.

La doncella se levantó del césped y estiró su mano.

Katalina terminó de secarse el rostro y devolvió una sonrisa.

—Muchas gracias, señorita Victoria.

Al salir de la nieve ambas chicas

tomaron rumbo a la sala principal.

Entraron al vestíbulo donde estaban los demás invitados.

Fabiola estaba en medio de la sala sentándose al lado del

piano. El conglomerado formó un círculo alrededor de la

recámara y dirigió su mirada hacia su alteza, listos para escuchar

la música.

—Queridos invitados, agradezco su presencia en mi fiesta

de cumpleaños. Como muestra de gratitud esta noche tocaré

una canción para ustedes.

La princesa se sentó en frente del piano y empezó

a tocar. Aun cuando por dentro sentía nauseas

por los nervios, Fabiola sabía que debía tranquilizarse

y concentrarse en su actuación. Los demás invitados

tomaron a una pareja y empezaron a bailar el vals.

Victoria contempló brevemente la multitud danzando en el

medio del cuarto sin darse cuenta que su cabeza se mecía al

ritmo de la canción, pero cuando volteó a ver a la duquesa

notó que se veía un poco desanimada. Aunque era una buena

bailarina le daba un poco de vergüenza la idea de bailar

con otra chica, pero Victoria sintió compasión por la damisela.

Estiró su mano y le ofreció pasar al centro del salón.

— ¿Le gustaría bailar, señorita Montesco? Es cortesía.

Victoria se sonrojó fuertemente al preguntar esto.

—E… está bien, señorita Hosenfeld. Es un lindo detalle,

para alguien quien apenas conocí hoy.

La duquesa sonrió de vuelta y ambas salieron a danzar.

Victoria tomó de la cintura a la duquesa y lentamente

marcó el compás para su compañera. Katalina no era muy

adepta para bailar, pero con ayuda de la experiencia de su

acompañante empezaron a mover sus pies en sincronía con

la música. La duquesa se sonrojó y sintió una corriente de

energía recorrer su espalda. Ambas percibieron una inmensa

tranquilidad y sus cuerpos se movían al unísono. Era

como si las dos estuvieran en una pequeña dimensión ajena

del resto del mundo. La pieza musical aceleró su ritmo y las

damas se movieron más rápido, llamando la atención del

resto de los invitados, impresionados ante la imagen de dos

mujeres bailando el vals. Algo que era visto como un amor

prohibido se presenciaba en la pista de baile, pero eso no

les importaba. Ellas disfrutaban ese bello momento como

para distraerse con las miradas ajenas. Solo deseaban que

el baile durara mucho más. Victoria pudo oler el aroma del

perfume de la duquesa. Una exquisita combinación de moras

silvestres. Las favoritas de la doncella después del aroma

de chocolate. Katalina olfateó una fragancia de lirios de su

compañera y quedó hipnotizada por esa extraña mezcla entre

fuerza y sutileza que, antes de esa noche, jamás había

presenciado. Sus cuerpos se sintieron cada vez más cálidos

por la melodía. Al terminar la balada la doncella acercó a la

duquesa hacia ella y sus rostros quedaron muy cerca. Algo

dentro de la guerrera deseó besarla, pero la ilusión se quebró

rápidamente cuando la gente en la sala aplaudió por la

actuación musical de la princesa y la danza de ambas damas.

—Eso fue divertido, señorita Mon… Katalina. ¿No… no te

molesta si te llamo Katalina, verdad? —dijo Victoria mientras

se sonrojó fuertemente.

—Puede llamarme Katalina si lo desea, señorita Hosenfeld.

O mejor dicho, Victoria. Yo también me divertí mucho. No

me esperaba que supiera bailar tan bien. Usted es tan amable

conmigo para apenas conocerme. ¿Por qué lo hace?

La doncella encogió los hombros.

—Le gustan las moras salvajes, ¿verdad?

La hechicera solo se rio nerviosamente al oír este

comentario.

—Y puedo ver que le gustan los lirios. —recalcó la dama y

Victoria rio también.

—Por supuesto. Son mis favoritos.

Entonces los padres de la espadachina llegaron con

ellas y saludaron a la duquesa. Los condes se mostraban

encantados al hablar con la hechicera, cuando de pronto

amablemente ella les preguntó por sus padres. Homero y

Adelaida le dijeron que se encontraban conversando con el

rey Fernando sobre las recientes desapariciones. La dama

asentó con la cabeza mostrando cierta decepción. La charla

terminó de golpe, cuando Fabiola llegó con el grupo.

Fabiola les preguntó a los condes si es que Victoria

podía acompañarla a su recámara para conversar un rato.

Los Hosenfeld aceptaron a la brevedad. Ante esto la joven

princesa sonrió y se llevó a Victoria y Katalina a su cuarto.

Al entrar se encontraron en una recámara retacada

de muñecos de peluche y paredes pintadas de color rosa pálido.

Parecía un cuarto de juegos para niños y no el de una

princesa. Las tres fueron a sentarse en la cama matrimonial

que estaba cubierta por sabanas y cortinas de algodón lavanda,

cuando de pronto su alteza tomó una bandeja con

buñuelos y chocolate y se les ofreció a sus acompañantes.

Las chicas aceptaron sin chistar. Durante el transcurso de

la velada las muchachas probaron perfumes y vestidos del

estante de roble, pero también hablaron sobre una junta que

la madre de Fabiola tuvo con un empresario de la República

de Astrid, al oeste del reino. Sin que se dieran cuenta

los minutos pasaron velozmente, pero no les importó en lo

absoluto. Se divertían como nunca. Al final de la noche las

señoritas no paraban de reír de los chistes y hasta de sus

puntos de vista.

— ¡Por las reinas! ¡Ustedes dos son lo máximo! —dijo Fabiola

acostada en su cama rodando de la risa. —Me encantaría

que conviviéramos más, muchachas. ¿Qué les parece si

nos reunimos la siguiente semana?

La duquesa se rio delicadamente.

— ¡Por supuesto! ¡Las llevaré al bazar de Nizen!

Cuando la princesa terminó de exponer su propuesta

alguien tocó la puerta de la habitación.

—Su alteza, los condes Hosenfeld están buscando a la señorita

Victoria. —proclamó un guardia desde el otro lado.

—Bueno, ya me tengo que ir, chicas. Las veré después. —

dijo la espadachina y asentó con la cabeza. Katalina entonces

ayudó a Victoria a levantarse del suelo. Ese gesto de

amabilidad hizo que la guerrera se sonrojara un poco.

—Hasta luego, señorita Katalina.

Las tres damas se abrazaron mutuamente antes que

Victoria se retirara. Unos minutos después Victoria y su familia

subieron a su coche y salieron del castillo.

— ¿Te divertiste esta noche, Victoria? —preguntó el conde.

La espadachina afirmó con la cabeza con una obvia sonrisa

boba en su cara.

—Me alegra que conocieras a alguien quien te cayera bien,

Victoria.

Adelaida le devolvió una sonrisa a Victoria y acarició

su cabello.

—No puedo esperar por la próxima reunión.

Al decir esto el vehículo salió a la avenida principal

y así terminó oficialmente la velada.

avataravatar