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Capítulo 1

Alexis aparcó el coche frente al colegio de sus hijos sintiendo la recurrente presión en la boca del estómago porque, una vez más, llegaba tarde a recogerles.

Ella sabía que todo el mundo pensaba que era la reina de la impuntualidad pero no era así y hacía mucho tiempo había dejado de justificarse frente a los que nada entendían de ella.

No era impuntualidad, era que simplemente no sabía cómo diablos cumplir con su trabajo y llegar a tiempo al colegio a buscar a sus hijos; o cómo llegar a una reunión de padres y representantes del colegio sin faltar a su trabajo.

Nadie estaba en la condición de entender que ella sola se encargaba de que sus hijos estuvieran a buen resguardo en una casa, que no era ni por asomo la casa que ella quería darles pero había que conformarse con eso y que, gracias a Dios, sus hijos estaban con ella; además, tampoco les faltaba comida o ropa adecuada para cada estación del año aunque esta fuese de segunda mano porque, nuevamente, eso era todo lo que ella podía darles a pesar de que tenía dos trabajos, a veces un tercero, era madre soltera y sin ningún familiar cercano en la ciudad, país, continente o en el resto del mundo.

Eran solo ella y sus hijos y la verdad era que nunca había pedido la lástima de nadie; sin embargo, tampoco quería que le dieran sus opiniones acerca de impuntualidad, desorganización, falta de carácter con sus hijos y mucho menos, que hablaran de lo poco que estaba con ellos porque nadie tenía la menor idea de cómo diablos era su vida.

Sus hijos estaban en el salón de castigos, aunque no estaban castigados, junto a la señorita Louise que le sonrió con dulzura en cuanto la vio.

Los dos pequeños estaban enzarzados en una pelea, como de costumbre y Floyd, el mayor de sus hijos, sumergido en la lectura de un libro que había tomado prestado de la biblioteca pública unos días antes.

Dylan y Toby, los gemelos y más pequeños integrantes de la familia Powell, corrieron a ella para abrazarla y saltar a su alrededor mientras ella les alborotaba el pelo con entusiasmo. Esas pequeñas sonrisas y los ojos brillantes de ese par de bribones le alegraban el día, aunque le dejaran sin energía en poco tiempo.

El aula estaba vacía —o casi— cosa que era bastante extraña.

—Gracias, Louise —la maestra asintió comprensiva—. No sé qué voy a hacer cuando ya no seas la maestra de Floyd.

Era el segundo año que la maestra tenía a Floyd entre sus alumnos y se alegraba de que así fuera porque sabía que la vida de Alexis no era fácil.

Podía percibir el cansancio en su mirada, las ganas de tener un poco más de tiempo para compartir con sus hijos sin sentir que las facturas se acumulan.

Lo sabía bien porque a su hermana le había tocado vivir algo similar, solo que con dos niños menos y mucho apoyo familiar.

No conocía la historia de Alexis porque nunca se había atrevido a hablar con ella de eso y la chica no daba señales de querer contarle a nadie sobre la carga que llevaba en su espalda.

Louise suspiró con preocupación en la mirada.

Alexis reconoció el suspiro de la maestra de inmediato.

Sabía que la maestra de Floyd era diferente al resto de las personas que le rodeaban pero no podía evitar pensar en lo que representaba ese suspiro para la mayoría de las personas: la clara reprobación por la forma en la que llevaba el caos que siempre reinaba a su alrededor y la poca agilidad que tenía ella para poner en orden ese caos.

No por falta de intentos. No. Siempre que podía lo intentaba pero no lo conseguía, por una u otra razón; y sin darse cuenta, se dejaba absorber de nuevo por el caos.

Parecía que el desastre era parte de su vida desde que había nacido.

Quizá por eso la señorita Louise se había apiadado de ella la primera semana de clases cuando llegó tarde durante toda la semana a recoger a los niños.

Siempre se preguntaba si la maestra alguna vez había tenido un caso similar y alguna vez quiso preguntárselo pero prefirió omitir su curiosidad por saber si había otras madres y mujeres en general con la misma suerte y pocas habilidades que ella misma poseía.

Lo dudaba.

El resto de la comunidad femenina de la escuela, todos esos años, le había demostrado que al menos en esa escuela, ciudad y quizá estado del país, ella era la única que parecía no tener nada bajo control desde que había nacido.

—El año que viene ya veremos cómo avanza todo contigo y los niños.

Creo que debes ponerles un poco más claras las reglas porque lo necesitan.

Alexis quiso derrumbarse con ella y decirle, llorando sin contenerse, que estaba agotada de intentar algo que no sabía hacer. Que sentía que vivía en una competencia con las demás madres en la que ella siempre salía perdiendo porque nunca tenía el tiempo suficiente, la casa perfecta, los hijos ejemplares, el marido amoroso y la familia ideal.

Ella no lo tenía y no sabía cómo alcanzarlo.

Pero sí tenía claro que derrumbarse allí frente a sus hijos, no era lo apropiado, además, la chica que estaba sentada dos puestos detrás de Floyd, tenía la vista clavada en ella y no quiso ser la protagonista de una escena dramática frente a una pre adolescente que, de seguro, al día siguiente, se burlaría de ella con sus amigas.

Cada día era lo mismo con su vida y sus emociones. Desde que había quedado en estado de los gemelos parecía que corría en un maratón de forma perpetua y sin derecho a detenerse para poder pensar en sí misma al menos por cinco minutos.

La señorita Louise la observó de nuevo y se levantó para dirigirse a los más pequeños.

—Tienen que hacerle caso a mamá y ayudarle en todo en casa, ¿entendido?

Los gemelos, con cinco años, sonrieron felices y asintieron con la cabeza.

La maestra les devolvió la sonrisa y se puso de pie de nuevo para ver a Alexis a los ojos.

—Los gemelos llevan una nota de la maestra, quiere verte.

Alexis cerró los ojos y se desinfló dejando que se esfumaran las pocas fuerzas que le quedaban para lo que restaba de día.

Una vez más, tenía que ver a la maestra de los gemelos que tenía un carácter directamente proporcional al sabor de un limón.

—Necesitas estar más organizada, Alexis. Te vendrá bien, ya hemos hablado de esto antes. Puedo ayudarte.

—Lo sé, Louise, te lo agradezco y no quiero ser grosera contigo porque eres siempre dulce conmigo pero soy humana, madre soltera de tres niños — Alexis empezó a notar como la voz le temblaba y dejó de hablar de inmediato. Negó con la cabeza y suspiró profundo mientras Floyd guardaba su libro y se acercaba a ella para abrazarla también. El niño, casi adolescente, le apoyó la cabeza en el pecho y ella le dio un beso en la coronilla. Vio de nuevo a la maestra—: Lo intentaré de nuevo. Gracias por tu paciencia.

La maestra le sonrió complacida.

—Sé que lo lograrás, no dejes de intentarlo y mientras yo esté en el colegio y me sea posible, te ayudaré.

Se despidieron y luego salió del aula con sus tres niños. Floyd caminando junto a ella; y los gemelos, corriendo como si los persiguiera un tigre enfurecido.

Alexis no sintió mayor preocupación hasta que vio a los niños abrir las puertas del colegio, salir desbocados al exterior y en cuanto aceleró el paso para seguirles, su corazón se aceleró al escuchar el chirrido de la yantas de un coche.

*** —¡¿Están bien?! ¡Con un demonio! ¿Cuántas veces debo decirles que no pueden correr así? —los niños observaban a su madre con arrepentimiento pero también con la falta de interés que siempre le dedicaban cuando ella se alteraba—. Estoy cansada de decirles que… Un hombre se aclaró la garganta.

Ella levantó la mirada, hasta el momento estuvo agachada a la altura de sus gemelos mientras les reñía.

Fue entonces cuando se dio cuenta de que había un coche aparcado detrás del de ella, no había más coches en la calle y sus hijos estaban bastante alejados de la misma. Es decir, sus hijos no habían estado en peligro, sin embargo, la cara del director Martin y de Bethany Malone, la perfecta madre ejemplar y además, presidenta de la Asociación de Padres y Representates, eran… ¿cómo decirlo?… la misma cara de preocupación y reclamo por su negligencia maternal.

El otro hombre, el que llevaba las llaves del coche en la mano, la veía con compasión.

Es que esas eran las miradas que Alexis solía levantar: preocupación, negación, reclamo, odio y compasión.

Las del amor y la diversión venían solo de sus pequeños hijos porque hasta el mayor ya había entrado en el grupo que pensaba que ella y todo lo que la rodeaba era un caso perdido.

—Lo siento, la culpa es mía —dijo el hombre del coche de inmediato.

El director del centro la vio con reprobación y al hombre, le dedicó una mirada incrédula.

—Es cierto que, en este caso, el Sr. Price fue el culpable de ocasionar tan terrible ruido gracias a que venía bastante distraído y por poco se estrella detrás de su coche, Sra. Powell —el hombre se subió las gafas mientras hacía la pausa y medía el latigazo verbal que le daría a Alexis a continuación—: sin embargo, si usted hubiese llegado a la hora de salida indicada y además de eso, le indicara a sus hijos quien tiene el mando y les enseñara con más frecuencia quién es el adulto, no estaría usted con el corazón en la garganta temiendo lo peor con respecto a estos niños.

Alexis quiso responderle de una manera acorde a su comentario pero lo consideró una pérdida de tiempo.

—Se salva usted de que la distracción del Sr. Price haya estado muy lejos de sus hijos porque —suspiró y negó con la cabeza—, me habría visto en la obligación de llamar a los servicios sociales y reportar su caso. Ya se lo he advertido antes y… Alexis dejó de escuchar al director que le decía lo mismo de siempre. Le amenazaba con los servicios sociales, le reprendía y luego, la dejaba marchar bajo una mirada acusadora y analítica. Era la dinámica de siempre y ya Alexis estaba acostumbrada a eso.

Claro, ese día era muy diferente porque todo lo estaba presenciando la estúpida de Bethany Malone que tenía su vida perfecta y maravillosa; con sus perfectos hijos, en una casa que parecía un castillo, no solo por lo grande si no por lo reluciente, y que, de seguro, siempre olía a pie de manzana recién horneado.

Y se sumaba al club de los que miraban con reprobación a Alexis pero Bethany, añadía también gozo porque detrás de esa fachada del ama de casa perfecta y la madre que todo lo puede, se escondía una arpía que disfrutaba ver cómo Alexis se hundía cada vez más en su desastrosa vida.

Desde que su hijo empezó a estudiar en esa escuela, Bethany se encargaba de dejarle saber —todas las veces que podía— lo pésima madre que era y lo mal que estaba haciendo las cosas en la vida.

Como si ella no estuviese enterada.

Como si nadie más en la vida se hubiera encargado de decírselo antes con palabras o miradas.

Y para las miradas críticas y acusadoras de los demás, ya estaba acostumbrada pero no cuando se trataba de Bethany porque odiaba sentir esa vergüenza que sentía estando frente a ella. Siempre tan arreglada, tan elegante con su cordialidad presente, falsa o no, era lo que le dejaba ver a los demás y a Alexis le habría encantado tener una pizca de alguna de esas cualidades para poder darle otra impresión al mundo.

—¿Me está usted escuchando? —Bethany le sonrió con malicia y el director dejó ver su sincero disgusto acentuándose.

El hombre del coche ya no estaba, no se dio cuenta del momento en el que este se marchó aunque el coche seguía en el mismo lugar aparcado.

—Sí, señor, lo siento, no volverá a ocurrir.

Apartó la mirada de ambos y alentó a sus niños, que por algún milagro divino permanecían inmóviles a su lado, a subirse al coche y largarse de ahí cuanto antes.

Necesitaba llegar a casa, quitarse los zapatos y tumbarse en el salón un rato a ver la TV con los niños para tomar fuerzas de nuevo y luchar con los gemelos hasta la hora de acostarse a dormir.

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