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Prólogo

En un callejón olvidado por las personas de bien, una subasta estaba por comenzar sin ningún pudor en lo que se estaba ofreciendo. Las personas del más alto estatus aguardaban impacientes la apertura del antro.

Un burgués con sobre peso comentaba a otro que esta era su tercera visita en el mes; el otro le respondía que esperaba no tener que volver a este estercolero, pero que siempre terminaba volviendo. Uno de los aristócratas permanecía en silencio y molesto por las voces de los demás.

El hombre llevaba una capucha para mantener su identidad lo más resguardada posible, pero los demás seres impúdicos permanecían con la cabeza descubierta, como si no les importara que los demás vieran lo que estaban por comprar; es más, estaban orgullosos de ello.

Aquella complicidad no hacía más que revolverle el estómago, pero no podía decir nada, después de todo, él también había asistido a la subasta para comprar un esclavo.

Los demás aristócratas lo miraban de arriba abajo y decían en voz alta cosas como: "debe ser su primera vez", "me trae recuerdos de mi primera subasta", "¿se cree mejor que nosotros por ir con la cabeza cubierta?", "¿debe ser un policía infiltrado?", entre otros murmullos.

Un señor, con más canas que cordura, lo increpó molesto.

—Oiga, nadie lo había visto por aquí antes, ¿quién es usted? —inquirió al hombre encapuchado.

No respondió, pero le dedicó una mirada de desprecio con sus ojos más rojos que el fuego de una chimenea.

—¿¡Se cree mejor que nosotros!? —elevó la voz para que los demás pudieran oírle—. ¿¡Es usted un maldito policía!?

Todo el callejón se volvió ruidoso con las voces de desconcierto de los demás aristócratas. Sin embargo, nadie parecía querer secundar la agresión injustificada del hombre gritón, pero permanecían atentos a la situación.

—No tengo por qué responder —dijo finalmente el hombre encapuchado.

—¿¡AH!?

El hombre no esperaba aquella no respuesta; de hecho, esperaba que su modo de actuar lo hubiera amedrentado lo suficiente como para salir huyendo, anotándose así un punto con los demás presentes. Sin embargo, no era el único que sospechaba del misticismo del encapuchado, pero no lo suficiente como para montar semejante escándalo.

Cuando todo parecía indicar que estaba por llegar a la violencia física, una mujer de cabello verde interrumpió al hombre canoso. Aquella mujer no era otra que la guardaespaldas del hombre encapuchado.

Llevar guardaespaldas no era raro; de hecho, todos los presentes tenían al menos uno. No obstante, existía un acuerdo tácito por parte de todos los presentes para que aguardaran fuera de la entrada del callejón. Por lo que todos pensaron que se trataba de otra aristócrata más como ellos, pero ahora que la vieron interceder, sus sospechas no hicieron más que crecer.

Finalmente, una voz hizo callar al tumulto. La voz pertenecía a otro aristócrata, uno más joven que el hombre violento.

—¡Ya cállate! Siempre es lo mismo contigo, ¿es que acaso quieres que te prohíban la entrada a la subasta? —el joven habló con tono burlón.

El aristócrata violento cerró la boca y se deshizo del agarre de la mujer. Luego, se alejó y se apoyó en una pared sucia, sin importarle mancharse sus finos ropajes. Sacó un cigarrillo, lo encendió y empezó a fumar.

—Discúlpalo, las caras nuevas le producen rechazo —se acercó al hombre encapuchado y le dijo—. Si no es mucha molestia, ¿podrías pedirle a tu subordinada que espere afuera? No queremos más disturbios. Yo solo quiero llevarme unas cuantas chicas bonitas e irme a casa.

El hombre encapuchado, con un gesto, indicó que esperara afuera. La mujer de pelo verde asintió y se alejó del lugar.

—Muchas gracias. Como es tu primera vez aquí, me gustaría dejarte pasar primero para que elijas con total libertad al esclavo que desees comprar.

Sin embargo, dado que solo él iba a ingresar, esto no se consideraba propiamente una subasta. Sin embargo, no iba a rechazar la propuesta, ya que le permitiría abandonar el lugar rápido y, además, podría ahorrarse el dinero de la puja, aunque estaba dispuesto a gastar lo que fuera en la mujer que planeaba adquirir.

No obstante, no todos estaban tan complacidos como él, pero nadie parecía dispuesto a contradecirlo. Después de todo, ¿quién podría oponerse al príncipe, alguien que podría convertirse en rey en el futuro?

La presencia de la realeza en un lugar tan indecoroso e inmoral no hablaba bien del reino. Sin embargo, el hombre encapuchado no podía cambiar la situación política del reino, pero agradeció que le permitieran pasar primero para abandonar cuanto antes aquel lugar.

De repente, una pesada puerta de madera se abrió, y las luces se filtraron, iluminando el callejón oscuro que hasta ese momento solo había contado con la tenue luz de la luna y de unos cuantos cigarrillos encendidos que brillaban como bichos de luz.

El príncipe avanzó con paso firme a través de las puertas que se cerraron con un estruendo a sus espaldas. Unos minutos después, emergió y, con un gesto, indicó al hombre encapuchado que era su turno para ingresar.

La presencia de aristócratas en aquel rincón oscuro y escasamente iluminado insinuaba que este podía ser el único lugar para la adquisición de esclavos. Este último pensamiento sobre un posible monopolio inmoral flotó fugazmente en la mente del hombre encapuchado mientras se adentraba finalmente en el establecimiento.

Una mujer marcada por cicatrices en el rostro le dio la bienvenida. Observando sobre los hombros de la mercenaria, el hombre vislumbró a varias personas de diferentes razas, desnudas y exhibiéndose como mercancía.

—El príncipe me ha informado de todo; no necesitas decir nada. Sin embargo, no esperes un descuento por ser tu primera vez —se alejó de la puerta y le permitió entrar, continuando—. Como has visto, aquí está nuestra mercancía, todos bañados y ungidos en aceite para el deleite de nuestros clientes.

La manera en que se refería a otros seres humanos le provocaba náuseas. Deseaba salir de allí lo más pronto posible, pero no podía abandonar la tarea que había venido a realizar: comprar una persona.

La mujer le permitió recorrer el inmoral recinto sin escolta y le dio todo el tiempo del mundo para elegir a su esclavo, a condición de que mostrara su rostro. El hombre no tuvo más opción que bajarse la capucha.

—Si no fueras un aristócrata, seguramente te venderíamos a buen precio, hombre guapo —le guiñó el ojo, llevó la pipa a su boca y le dio una calada—. Es una lástima que tengas esos cuernos sobre tu cabeza.

El hombre no era humano. Al descubrirse, reveló dos cuernos negros curvados hacia atrás que contrastaban con su cabello gris claro y sus ojos amarillos. Sin embargo, parecía importarles poco a los demás presentes; mientras tuviera dinero para pagar, todos eran bienvenidos.

Finalmente, pudo avanzar y buscar a la mujer por la que había venido de entre los desafortunados presentes. No tardó mucho en hallarla; era la única con la piel medio rojiza, pequeños cuernos sobre la cabeza y orejas puntiagudas.

—Me la llevo. Yo la elijo a ella —dijo el hombre de ojos amarillos.

La mujer de apariencia demoníaca que eligió parecía incómoda siendo el centro de atención, pero se mantuvo erguida junto a los demás esclavos.

—Buena elección. Si puedes pagar lo que el príncipe iba a pagar por ella, puedes llevártela.

—¿Cuánto debo pagar por ella? —preguntó el hombre con cuernos.

—Cincuenta mil australes —respondió ella con la pipa aún en la boca.

La suma era exorbitante en ese lugar, donde el sueldo de los soldados del reino, el trabajo más común, era de mil australes por mes. El costo de esa esclava equivalía al sueldo de más de cuatro años de un soldado. Sin embargo, eso no lo intimidó, y aceptó el precio.

—No tengo esa cantidad conmigo en este momento. Pero pueden acompañarme a mi mansión, y se los entregaré en mano.

Aquel precio era tan elevado y muy alejado de lo que él habría esperado desde un principio, pero no estaba dispuesto a retroceder.

—Tiene que ser ahora.

Generalmente, las subastas se pagan siempre al finalizar, pero como ahora él era el único cliente, no tenía muchas opciones. Su bolsillo solo contaba con treinta mil australes, no esperaba tal giro de los acontecimientos ya que él contaba con ir a buscar el dinero mientras la subasta estuviera en marcha. Sin embargo, tan poco se podía negar el factor de la aleatoriedad, algo como esto no estaba en sus planes y se lamentó por no ser tan precavido en los planes.

—¿Puede esperar a que mi subordinada traiga el dinero?

—Por supuesto, tengo todo el tiempo del mundo, pero tendré que cobrarle diez mil por cada hora que pase.

—Está bien, acepto.

La mujer sabía que el hombre estaba decidido y que se despojaría del dinero a cualquier costo para adquirirla. Años de experiencia le habían enseñado que, si no había regateo, significaba que el dinero no era un problema, y, además, ante la falta de rechazo de demandas absurdas, como los diez mil por hora, significaba desesperación y deseo.

—Sin embargo, aún deberás compensarnos por las molestias y el tiempo que nos has hecho perder, así que deberás llevarte otro esclavo por el precio de cinco mil australes —dijo finalmente.

—Sin problemas. Quiero que me des cinco minutos para darle el mensaje a mi subordinada.

—Está bien, esos cinco minutos no te los voy a cobrar. Sin embargo, si se pasan, te cobraré cien por cada minuto.

La mujer era una hábil extorsionadora, pero el hombre no podía retroceder; tenía que comprarla. Sin perder tiempo, salió del establecimiento y se dirigió a la entrada del callejón, donde descansaban varios subordinados de los demás aristócratas, fumando, bebiendo y charlando entre sí como iguales. La única que no participaba era una mujer de cabello verde, como el pasto, y con flores sobre la cabeza como adorno.

El hombre encapuchado se le acercó y le susurró al oído:

—Trae cien mil australes lo más rápido posible. Ten cuidado por el camino —la abrazó como siempre y la dejó marcharse.

El viaje de ida y vuelta le llevaría dos horas en total, por lo que tendría que pagar setenta mil australes por la mujer y otros cinco mil por un esclavo que le eligieran por las molestias. Sin embargo, al hombre no parecía importarle el precio a pagar con tal de adquirirla, aunque sospechaba que seguramente terminaría pagando más de setenta y cinco mil.

El hombre regresó al establecimiento temiendo que reanudaran la subasta y se la llevara otra persona que no fuera él. Aún podía entregar algo de su dinero para que la apartasen de la vista de posibles compradores.

—Mi subordinada regresará en dos horas; sin embargo, quiero dejar estas joyas como garantía para que la aparten de los demás —se quitó su collar que traía una gema roja brillante y dos anillos con gamas verdes incrustadas—. Están valuadas en cien mil australes.

La mujer las tomó, las examinó y determinó que el hombre no estaba mintiendo. Luego, las guardó y le dijo: —Puedes llevártela; me hubiera dicho que traías joyas, ya que nosotros también compramos y vendemos joyas robadas. Sin embargo, aún tendrá que pagar los cinco mil por el tiempo que nos ha hecho perder —dijo la mujer con una sonrisa de oreja a oreja.

—Ten, aquí tiene —le entregó la cantidad solicitada.

—Puedes llevártelas. Sin embargo, tiene que pagar cuatro mil por las prendas de vestir que le proporcionaremos para que no se vayan desnuda.

La mujer estaba decidida a exprimirlo al máximo, pero el hombre con cuernos parecía inmutable, aceptando todas las condiciones. Esto solo alentaba a la mujer y sus secuaces a aprovecharse aún más de él.

Después de entregar el dinero, alrededor de nueve mil australes, la mujer dio instrucciones a los mercenarios con expresión sombría, quienes llevaron a la joven adquirida a una habitación. Allí le quitaron el aceite y la vistieron.

En una de las numerosas celdas que adornaban el siniestro establecimiento, uno de los hombres al servicio de la mujer se aproximó, abrió la puerta de la celda y extrajo a una niña. Esta pequeña presentaba una piel escamosa, resplandeciente en un tono negro azabache, con destellos de un amarillo disperso por todo su cuerpo. Su figura, esbelta y ágil, se veía realzada por una larga y ondulante cola que se desplegaba detrás de ella y que estaba moteada con manchones amarillos al igual que todo su cuerpo.

El hombre se llevó a la niña a la misma habitación a la que habían llevado a la mujer donde, seguramente, sería vestida y bañada. Después de varios minutos, las nuevas adquisiciones del aristócrata se dejaron ver. La joven de piel rojiza estaba vestida con un simple camisón negro, al igual que la niña que si no fueran por las manchas tapadas por la tela, pensaría que aún permanecía desnuda. Sin embargo, esa ropa no valía ni siquiera cincuenta australes, pero el hombre no expresó quejas respecto al precio y se mostró contento con la idea de abandonar por fin el lugar.

Los ojos de la niña eran grandes y brillantes, con iris dorados o ámbar que reflejaban una auténtica curiosidad hacia su nuevo dueño. Su cabello irradiaba un fulgor ardiente, cada hebra descendía desde su cabeza como llamas en tonos amarillos centelleantes en el centro y en tonos rojizos y anaranjados hacia las puntas, otorgándole un aire salvaje pero encantador. Mientras tanto, la mujer con apariencia de demonio parecía más indiferente, con unos ojos negros como la noche fijos en la nada, manteniendo sus labios oscuros cerrados, en contraste con los de la niña, que permanecían entreabiertos por el asombro.

Aquellas prendas no eran suficientes para una noche tan fría como la que reinaba afuera. Por lo tanto, el hombre se despojó de su larga capa y se la entregó a la mujer demonio. Al ver que ella tenía dificultadas para ponérsela, él mismo se la colocó y abrochó. El manto más grande que ella comenzó a perder su tamaño hasta adaptarse al de ella; era una prenda mágica. Sin embargo, para la niña no tenía nada, así que decidió cargarla en sus brazos para compartir su propio calor corporal; la llevaba pegada a su pecho. Finalmente, sacó a ambas de aquel terrible lugar, afortunadamente, ambas se mostraban dóciles y colaborativas.

Observar a esas personas en tan precarias condiciones le recordó su propio pasado y cómo había estado encerrado en una celda hace mucho tiempo, otro de los motivos que lo impulsaban a abandonar ese lugar lo antes posible.

—¡Gracias por la compra!... qué tonto, esto vale más de cien mil australes —musitó a sus espaldas.

La mujer mercenaria se despidió desde su espalda, pero él abandonó el lugar sin darse la vuelta. No obstante, esta vez no llevaba la capa con capucha, exponiendo su apariencia que tanto había tratado de ocultar. Aunque se sintió decepcionado, lo aceptó; al menos, no había perdido tanto dinero, ya que esas joyas eran antiguas y en su época no le habían costado tanto. Ahora, sin embargo, su valor se había incrementado considerablemente, aunque él no sentía un apego particular por ellas.

Todos los aristócratas quedaron sorprendidos por su apariencia más que por la forma en que cargaba a una de las esclavas. Sin embargo, el príncipe no parecía asombrado, como si siempre hubiera sabido quién era realmente.

—No tiene que agradecerme nada; es un placer ayudar a alguien como usted, señor Henry Frank.

Ignorando las miradas y las palabras de los demás presentes, se alejó del callejón, deseando no volver a encontrarse nunca más ni con los aristócratas ni con ese espantoso establecimiento.

Cuando estuvo lo suficientemente lejos del callejón, utilizó su collar mágico de comunicación para pedirle a su subordinada que regresara con el vehículo. Anteriormente, no lo había utilizado para evitar que los demás escucharan la suma de dinero que tenía pensado usar en el intercambio, sobre todo para prevenir posibles asaltos en el camino. Nunca se debe confiar en criminales, especialmente en cuestiones de dinero.

—Una vez que lleguemos a casa les daré de comer y tendrán una cama en la que pasar la noche —dijo con un tono de voz frío con la noche mientras miraba la carretera.

Pese a que había venido por una sola esclava, ahora tenía a dos a su cuidado, la segunda por una treta de la comerciante de esclavos. Sin embargo, no se mostraba molesto por aquello, ya que le habían salido infinitamente mejor las cosas de lo que había planeado ya que, en caso de no tener el dinero suficiente o la cooperación de los esclavistas, era la violencia física su último recurso.

Se sentó sobre una escalera que llevaba a una sastrería, que estaba cerrada por ser tan tarde, sin importarle ensuciarse el pantalón negro de vestir. Con la niña sobre los brazos que lo miraba con los ojos bien abiertos atenta a sus próximas palabras.

—No te preocupes por nada, ahora estás bajo mi cuidado —le dijo a la niña y luego volteó a ver la mujer—. Pero contigo, tengo unas cuántas cosas que hablar. Rey demonio.

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