10 Capítulo 5

«—¿Como son tus padres?

—Mamá es hermosa, y siempre me hace sonreír, tiene el cabello así—señaló sus rulosos cabellos negros—y unos lindos ojos marrones. Papá... Bueno él tiene ojos verdes, ¡cómo yo! Y es muy alto ¡Cómo un gigante! Aunque casi nunca está en casa.—Dijo con un pequeño puchero.—Y los tuyos ¿cómo son?

—No sé, a mi también me gustaría saberlo.»

—Vamos, Dylan. ¿En serio estas pensando en la extraña que te trajo el otro día?—Preguntó Gastón con voz burlona. Y Dylan, que casi siempre se guardaba sus cosas, maldijo el momento en que decidió contarle a su amigo sobre la extraña chica.

Gruñó sin responderle y con eso sólo consiguió que Gastón volviera a estallar en carcajadas. No sabía cómo seguía siendo amigo de él. Quizás porque se conocían desde siempre o porque más que amigos eran hermanos. Porque por más idiota y cargoso que fuera, siempre estaba ahí. Pero había ciertos momentos en los que Dylan prefería pensar solo, y justo era uno de esos días. Uno de esos días en los que su cabeza se llevaba de imágenes, y su cerebro comenzaba a pensar en algo o en alguien. Y justo ese alguien era una chica que no conocía de nada, y que lo único que recordaba era su voz. Pero era suficiente, al menos para su mente, que trabajaba incansable tratando de recuperar cada pequeño detalle de la charla con ella, o el roce electrizante de sus manos.

—No estaba pensando en ella. No hay manera que lo haga, sólo cruzamos unas cuantas palabras.

No podía pensar en ella, no tenía que hacerlo. Pero, aún así, aunque no le dijera a Gastón lo que quería oír, y aunque lo negara para si mismo... sí que pensaba en ella. En su voz, y en su tacto, en la extraña sensación que tuve cuando la mano de ella abandonó la suya . Sentía que la conocía, y esa familiaridad en su manera de hablar, le tenía confundido.

—¿Ves? Lo estás haciendo devuelta. Venga, hombre, no podés ser tan orgulloso.

—No es orgullo. No puedo pensar en ella, jamás voy a volver a encontrármela.

—¿Cómo sabés eso? La ciudad no es muy grande.

La ciudad sí que era grande, y era muy poco probable que volvieran a encontrarse. Y Dylan no guardaba esperanzas. Nunca. Porque sabía, o más bien pensaba, que siempre las esperanzas eran falsas. Y que más temprano que tarde, sólo conseguirían decepcionarlo.

Dylan era un alma rota. Todo en él se consumía fácilmente, y quizás por eso, quizás por otras razones, su vida se asemejaba tanto a sus escritos.

Sabía de primera mano lo que era el dolor. Desde niño tuvo que acostumbrarse a el sabor amargo que desprenden las decepciones y el abandono. Y aunque una cosa no se comparara con otra, como lo era la idea de volver a ver a la chica y su turbio pasado, sabía que las esperanzas no servían de nada.

Recordó, aunque su alma gritara por dentro negándose a volver a pensar en ello, la primera vez que conservó esperanzas de algo. Debía tener entre unos cinco o seis años y le habían dicho, con alegría desbordante, que su madre quería verlo. Dylan jamás había visto a su madre, y probablemente jamás la viera, pero la esperanza le hizo pensar que sí. Fue su primera decepción. Ella, su madre, jamás acudió a verlo, porque la encontraron con una sobredosis en un callejón, y horas más tarde falleció, en las desoladas habitaciones de un hospital.

Dylan jamás tuvo tristeza por su progenitora, porque jamás la sintió su madre, porque jamás llegó a apreciar el cariño que tanto le decían que ella le tenía. Su madre, la persona que estuvo ahí cuando más nadie confiaba en el hijo de una drogadicta y de un donador de esperma, era otra. Y ya habría tiempo para hablar de Margarita, la buena mujer que más que una tía era su madre.

Su padre, el donador de esperma, era un caso completamente diferente. Dylan jamás tuvo esperanzas por él. Porque ese hombre, tal como el sobrenombre lo decía, era solamente el donador de esperma, ya que una vez que se enteró de que su madre había quedado embarazada simplemente desapareció. Nadie supo que pasó con él, aunque lo más probable es que no llegara demasiado lejos, porque varios hombres lo buscaban. Y es que de honorable ese hombre no tenía nada, porque era un ladrón y un camello.

"Mejor" decía Dylan "mejor que ya no estuviera acá"

Él, el donador de esperma, había sido el que le proveía drogas a su madre. El que le decía "Sabés que yo te amo" y luego le hacía caer nuevamente en sus manos, teniéndola siempre a disposición, aunque los golpes no cesarán en su débil cuerpo. Y es que ella lo amaba, no importaba cuanto soportara por él, lo amaba, pero también le tenía miedo. Miedo de que le haga algo a su hijo, miedo de que un día los golpes fueran a peor y la matara. Y al final, su miedo y las drogas, la consumieron.

Dylan llevó sus dos manos a la cabeza y trató de dejar de pensar en cosas tan horribles. Su vida no había sido fácil, y esos pensamientos no hacían más que recordárselo.

—Vamos, Dylan, levantá tu culo de ese sofá y vámonos.—Dijo Gastón. Él se había dado cuenta del cambio de actitud de Dylan, y sabía de primera mano, lo horribles y dolorosos que eran esos recuerdos.

—¿A dónde?

—A casa, con mamá.

Habían bastantes cosas que hablar en familia, y otras tantas que recordar. Porque hubo un ciclo, en la vida de aquella familia, que jamás llegó a cerrarse por completo. Por mil y un cosas que mejor se callaron, para evitar más dolor, y que aún así lo causó.

Había llegado el momento de hablar sobre su madre.

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