8 Capítulo 4

«—Creo que tendremos que buscar a tus padres. Deben estar preocupados.

—Pero si los encontramos... ¿Ya no serás mi amigo?—Dijo la niña con un pequeño puchero.

—No creo que nos volvamos a ver...—Comentó él sin responder a la pregunta. Pero rápidamente se dio cuenta que los ojos de la pequeña se volvían lagrimosos.— Mierda, no llores. Esto, sí, sí seguiremos siendo amigos, pero no llores.

...

«Te amamos»

Amor pensó. ¿Qué significaría esa palabra para sus padres? ¿Sería, de alguna manera, su forma de disculparse por lo que le hicieron?

Sacudió la cabeza y siguió caminando de un lado para el otro, no quería odiar a sus padres, pero tampoco quería justificarlos. Cada quien debía hacerse cargo de sus decisiones, y ellos habían decidido deshacerse de su hija y dejarla internada en el pabellón de enfermos terminales del hospital San José, o como dijo la amable señora que ocupaba el cuarto al lado del suyo: «Pensá en tu estadía acá como en unas vacaciones, tenemos servicio al cuarto, nos bañan, nos cambian las sábanas y lo mejor ¡Cuando salgamos de acá lo haremos en un coche!". Mia se limitó a fingir una risa, aunque aquello no le había hecho gracia.

Si no salgo de acá antes, lo haré en un coche, como dijo Ramona, pero en un coche fúnebre.

Dejó de caminar y se sentó en el suelo, justo en el medio de la sala común del pabellón, no importaba si alguien la veía, no le importaba nada. Pensó en sus amigos, y lo rápido que parecían haberla olvidado ¿o quizás sus padres no le daban información sobre ella? Dudó, pero la rabia la estaba consumiendo, no podía pensar bien de nadie.

Cerró sus ojos y trató de calmar sus pensamientos. No, no servía, seguía escuchando el «te amamos» de sus padres el día anterior en aquella habitación de emergencias. Una lágrima solitaria cayó por su mejilla, realmente pensó que sus palabras -o al menos sus lágrimas-habían tocado el corazón de sus padres, pero parecía que todo aquello solamente le había quitado la poca libertad que tenía.

Se levantó del suelo, y volvió a caminar, tratando de despejar su mente. Sin embargo, en un momento, se encontró frente a una blanca pared de hospital. La observó, queriendo esfumar sus pensamientos, pero sus ojos ardieron en rencor. Cerró sus manos con fuerza, lastimándose las palmas con las uñas y sin pensarlo dos veces, sus puños desnudos se estrellaron contra la pared.

Una, dos, tres, cuatro veces y la cuenta seguía.

No paró. Pensó en todo lo malo y se descargó. Estaba cegada; por el dolor, por la rabia, por todo. Poco a poco sus nudillos comenzaron a teñirse de rojo carmesí, y al fin pareció salir del trance.

¿Qué diablos estoy haciendo?

Pensó cuando recobró la compostura.

Observo sus manos ensangrentadas y cayó de rodillas. El frío y blanco suelo de hospital comenzó a mancharse de pequeñas gotas de sangre. Soltó un grito de horror ¿Qué había hecho?

Las enfermeras no tardaron en llegar, gracias al grito de los pacientes que observaron horrorizados la escena. Ella trató de explicarse, pero todos la miraban como un bicho raro, como a una loca. Soltó varias lágrimas, que más tarde -cuando estuvo en su habitación- se convirtieron en llanto.

....

Dos horas más tarde.

Observó sus manos vendadas, y contuvo las lágrimas, se había vuelto loca justo y como todos esperaban que lo hiciera. Les había dado el gusto de hacerlo y ahora no podía hacer nada para remediarlo. Estaba segura que sus progenitores se limpiarían las manos del caso, y ni siquiera irían a verla. Aunque, muy en el fondo, sí esperara que lo hicieran.

Limpió su rostro, y se levantó de la cama. Miró a su alrededor. Cualquiera diría que esa era su verdadera habitación, y es que sus padres se habían encargado de hacerlo parecer así. Incluso le habían traído todas sus cosas, ni siquiera se habían olvidado del pequeño peluche que tenía arriba de la cama. Y pensó, que quizás, ellos querían deshacerse de todas sus cosas antes de que muriera, así todo sería más fácil. Lo habían planeado todo muy bien ¡No tendrían que asimilar la pérdida! Porque no tendrían nada que le recuerde a ella. Nada salvo fotos... Fotos que se habían hecho cuando aún sus padres admitían tener una hija.

Negó con la cabeza y caminó hasta el pequeño escritorio que estaba cerca de la ventana de persianas. Se sentó en la silla giratoria y abrió una libreta, era de un lindo material artesanal. Sonrío débilmente al acordarse que en sus últimas vacaciones, su madre se la había comprado. Tomó una lapicera y comenzó a escribir, su corazón se hizo un nudo, sabía que a pesar de todo no odiaba ni a sus padres, ni a sus amigos, o al mundo. Y escribir... Era su manera de hablar sin necesidad de hacerlo realmente. Sin embargo, ella sabía que lo que escribía, en algún momento serviría para que los demás entendieran muchas cosas, para que la sintieran cerca, aunque ya estuviera lejos.

Observó la hora en el pequeño reloj de pared y abrió los ojos al darse cuenta que hacía una hora que no había dejado de escribir. Frotó sus ojos con insistencia cuando comenzaron a nublarse, tratando de alejar esa sensación. Suspiró y se levantó, mientras se desperezaba.

Se dirigió hasta su valija y comenzó a buscar algo de ropa cómoda para bañarse. Aunque detestase la idea de estar encerrada en ese lugar, no podía dejar de atender sus necesidades personales, y la ducha sin duda era una de ellas. Acomodó las prendas a un lado de la cama y sacó también una toalla de ahí.

Salió del cuarto con sigilo, si nadie la veía mejor. Cuando llegó al cuarto de baño ahoga un grito de disgusto. Era todo lo que odiaba de los hospitales; las duchas juntas y solamente separadas por una diminúscula cortina de baño. El resto era todo como el resto del hospital, blanco y con olor a cloro.

—Hola.—habló una voz a su espalda.

Ella dio media vuelta asustada. Pensó que estaba sola. Aunque, bueno, era bastante obvio que no había sido así. Sonrío cuando vio que era una chica, más o menos de su edad. La sonrisa se desvaneció lentamente al darse cuenta que la joven llevaba una pequeña cinta amarrada al cuero cabelludo. Y cayó en cuenta que no era la única sufriendo en el pabellón, había personas que comenzaron a luchar mucho antes de que a ella siquiera le diagnosticaran su enfermedad.

—Hola.

La joven sonrío, una sonrisa llena de esperanza, de esas que de alguna manera te hacen sentir que hay algo por lo que luchar todavía.

—¿Querés que te ayude con eso?—Preguntó mientras señalaba las vendas en sus manos. Mia la observó nerviosa pero asintió, después de todo era mucho peor intentar sacarlas sola y lastimarse más.—Por cierto, soy Ofelia.—Mia le observó incrédula, aunque no se contuvo y soltó una sonora carcajada.— Oh, ¡no! No te rías. Va, bueno, dale reíte nomás. Es un nombre horroroso, pero ¿Qué te puedo decir? Mis papás eran fanáticos de Shakespeare, más específicamente de Hamlet. Lo que es irónico, porque me llamaron como el personaje de una tragedia, y mi vida es básicamente eso «tragedia»

—No es horroroso... solamente pocas personas llaman así a sus hijas. Y perdón por reírme, me sorprendió que te llamaras así. —Murmuró avergonzada.—Ah, mi nombre es Mía.

—¡No te disculpes! A mí también me da gracia, ya sabés hay que aprender a reírse de uno mismo.—Dijo con una sonrisa mientras con la mano hacia una señal de quitarle importancia.— Pero bueno, Mia. Vamos, te voy a ayudar con esas vendas.

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