1 Bienvenido a Theowell

"Duerme con el pensamiento de la muerte y levántate con el pensamiento de que la vida es corta"

El tren se alejó del pueblo hacía ya varios días. Robert se encontraba sentado sobre la cama de su dormitorio privado. Una ventana a su izquierda le hacía recordar los hermosos paisajes que ofrecía la isla, a la que algunos llamaban "el séptimo continente" debido al inmenso tamaño de la misma.

Preparado para el largo viaje, llevó consigo (además del preciado maletín y su bolso azul) un libro de extensas páginas para leer en las próximas horas titulado "El caballo blanco".

Se desabrochó un botón de la camisa para estar más cómodo y estiró sus piernas. Observó por la ventana del tren y notó un gran lago de fresca agua cristalina rodeado de verde pasto. Allí no había vida humana en los alrededores, y a donde se dirigía tampoco existía mucha civilización.

Tomó su celular y observó una foto suya con sus dos pequeños hijos. A la izquierda estaba Luz, de unos cuatro años de edad, pelo morocho como su padre y los ojos verdes que heredó de su madre. A la derecha, en cambio, la pequeña Jazmín de seis años cuyo cabello colorado llamaba siempre la atención y sus ojos color miel, como Robert.

"¿Estaré haciendo lo correcto?" se preguntó. Pero muy en el fondo sabía bien que no lo estaba haciendo, su misión era tan compleja y peligrosa para la humanidad que lo aterraba.

Recordó cuando ingresó al gobierno, ese momento en el que comenzó con la investigación del virus y estuvo durante todo el desarrollo. Ahora que logró llegar a lo que tanto deseaban, temía. Y no temía por su vida, sino que por la de su familia, y la de toda la humanidad.

El gobierno podía ser un poco persuasivo cuando lo quería. Robert nunca tuvo opción para negarse a cooperar, ya que las fotos de su familia y una pistola en la mano de la persona indicada fue más que suficiente razón para convencerlo. "Si haces las cosas bien, estos angelitos no deberán morir Robert, sus vidas están en tus manos" recordó al asqueroso hombre de dientes amarillentos y flaco como un palo de escoba decírselo al oído mientras escupía partículas de saliva en su oreja.

El tren se detuvo, llegaron al primer pueblo. Aquel extraño tren era moderno como pocos y a la vez antiguo y original. De pisos de madera, asientos del mejor terciopelo con detalles en dorado. Ventanales tan grandes que brindaban una hermosa vista panorámica. Pocas personas tenían el lujo de viajar en él, y mucho más en primera clase. Inmerso en sus pensamientos, cerró los ojos e intentó recordar buenos momentos. Pero le era imposible. Pensó en sus archivos, sus investigaciones y en el destino que le depara.

Con el maletín en su mano, salió de su pequeño dormitorio. Cruzó el pasillo de pisos de costosa madera, atravesó la puerta y se dirigió al salón comedor. Se sentó en una de las mesas y un mozo se acercó enseguida.

— ¿Qué desea merendar hoy señor?���le preguntó un delgado muchacho de unos veintiséis años.

— Un café puro con una porción de torta por favor, la de siempre—le dijo y el muchacho se marchó sonriente. Apoyó su maletín sobre uno de los asientos vacíos junto a él y esperó a que llegue su alimento, que no se hizo esperar. El muchacho regresó a los pocos minutos y le sirvió todo sobre la mesa, el tan preciado café de grano africano recién molido, una porción de cheesecake de maracuyá y un vaso de agua helada de manantial. Robert se dispuso a leer las últimas páginas de su libro.

Su largo camino finalizaría en el manicomio, a las afueras de la Ciudad de Nueva Leng, rodeado de incontables árboles y verdes campos sin dueño. En aquel sitio se encontraba lo peor de lo peor. Los locos que ya no tenían cura, aquellos a los que solo se los utilizaba para hacer experimentos, y éste que Robert realizaría será el último para muchos de ellos. Pero eso no lo preocupaba, ya que estos locos en su mayoría eran asesinos y violadores, ladrones, y mutiladores.

Algunos bajaron en el pequeño pueblo de las manzanas. Pero la mayoría descendió una vez que llegaron a la ciudad. Algunos pocos quedaron en el tren, y Robert no pudo pegar un solo ojo en todo el día. Debía pasar desapercibido, pues era una misión secreta y bien recordaba las palabras del primer ministro "Si alguien se entera de que estás en esto, si alguien te llega a descubrir, estás solo..."

Sonrió irónicamente y lo insultó como siempre que pensaba en él. Esa era una de esas típicas misiones en las que nadie lo reconocerá y será olvidado para los pocos que lo hagan, más pronto de lo que te imaginas. Era una de esas en las que te estrechan la mano y desaparecen como cucarachas. Jamás vuelves a oír de ellos, y es lo que Robert más quiere. Terminar con esta locura.

"Última parada" se oyó decir al chofer por el parlante. Robert tomó su maletín y esperó a que el tren se detenga. El cielo ya estaba oscureciendo y las nubes ayudaron a que lo haga más pronto. Una vez que el tren se detuvo se dirigió a la salida y esperó allí, hasta que lo vayan a buscar.

Un hombre vestido de elegante traje se acercó y lo observó con una sonrisa.

—¿Viajó bien señor? —le preguntó aquella persona de unos cuarenta años, tez blanca, ojos celestes como el cielo y cabello entre rubio y canoso. Sujetaba un gran bolso negro con su mano izquierda y le estrechó la derecha.

—El tren es bastante cómodo—dijo serio al mismo tiempo que le daba un apretón de manos.

—Soy el Capitán General George Ruther—le dijo en silencio para que los otros tripulantes que se encontraban bajando no lo oigan—. Lo acompañaré hasta el centro de salud mental Tehowell. Y me aseguraré de su seguridad hasta el viaje de regreso.

—Me alegra oír eso—<<siempre que no seas una maldita serpiente como el gobierno y no estés espiándome en lugar de custodiarme>> pensó. Se colocó su sombrero que hacía juego con el traje y bajó del tren, junto con George.

Se encontraban en un pueblo llamado Earthwood. De allí deberán viajar unos setenta kilómetros hasta el Centro de Salud Mental Tehowell.

—Mi automóvil está a una cuadra de aquí—le dijo George—¿Quiere que le lleve el maletín? —le preguntó. Pero Robert solo se negó con la cabeza y presionó con fuerza la manija del mismo. George notó eso.

Atravesaron la vieja estación y pudo oír cómo detrás suyo el tren se alejó de regreso. En aquel sitio las casas eran de madera, alejadas unas de otras y las calles de tierra. El campo era la principal fuente de riqueza del pueblo, y se siempre se decía "No hay carne como la de Tehowell". Aunque en ese preciso momento lo que menos tenía Robert era hambre. Caminaron la cuadra en línea recta y se subieron al lujoso auto de George.

—Estas un poco nervioso ¿eh? —le dijo George y sonrió—Tranquilo, es tu última misión, si todo sale bien—rió y puso el auto en marcha.

—Saldrá bien...—dijo y observó su maletín. Sus manos comenzaron a transpirar. Cerró los ojos por un instante y recordó hace ya tres años cuando el primer ministro se le acercó con una sonrisa similar a la de George y lo amenazó para que haga el trabajo. Recordaba esa maldita sonrisa con los dientes perfectos y su piel pecosa. Era prisionero del gobierno y de sus extrañas ideas.

—¿Qué traes en ese maletín que tanto observas? —Preguntó curioso.

—Es confidencial, George—le recordó. Por más que sea un Capitán de alto rango, no todo se le era informado. Y él entendía mejor que Robert que no podía saber del contenido del maletín, pero simplemente se dignó a probarlo para divertirse un rato.

—Vamos Robert, no se lo diré a nadie—Lo observó con mirada fría y amenazante—. No puedo protegerte si no sé a qué demonios vamos.

—Es confidencial...—volvió a decir y sus manos transpiraron aún más.

El pueblo quedó atrás.

—Muy bien Robert—dijo y rio a carcajadas—. Solo te estaba probando—Golpeó tres palmadas en el pecho de su compañero y continuó—. Eres un hombre muy estresado. Mi misión aquí solo es custodiarte, no me interesa saber qué demonios vienes a hacer.

"Y si lo supieras no sé qué pensarías"

El silencio se mantuvo activo. Observó hacia los costados los inmensos campos abandonados, cuyo pasto era tan alto y verde que apenas podía ver más allá del primer matorral. La noche se apoderó del día y las nubes taparon todo tipo de estrellas. A lo lejos pudo ver unas luces, era el manicomio.

Un relámpago, seguido de un estruendoso sonido de la caída de un rayo los acompañó. Las primeras gotas explotaron contra el parabrisas, y luego contra la tierra, cayendo en un constante y aún más fuerte goteo. La lluvia se había convertido en la protagonista de la fría noche.

George dobló en el segundo acceso y frenó frente a la entrada del Manicomio. Dos hombres se acercaron con pilotos y George bajó apenas la ventanilla como para mostrar su credencial.

—Bienvenido señor Ruther-dijo el hombre del piloto—. Los estábamos esperando.

—Con permiso—respondió George y se adentró hacia el estacionamiento.

¡Es gigante! Pensó al ver la enorme estructura de cinco pisos y grande como una manzana entera y un poco más. Ventanales con barrotes negros, la estructura de ladrillo a la vista con detalles en blanco que con el tiempo se volvieron oscuras manchas de moho verdosas. Las enredaderas cubrían casi por completo a la estructura y las luces amarillentas daban un clima aterrador.

Varios autos estacionados se encontraban ahora alrededor del automóvil de George. El motor se apagó y Robert bajó con su preciado maletín entre sus brazos.

—¿Estás listo Robert?—le preguntó sonriente el Capitán mientras corrían hacia la entrada para mojarse lo menos posible. La lluvia caía sin piedad alguna, los pies de George y Robert se vieron sumergidos en los pequeños charcos que comenzaban a nacer entre la tierra.

Se pararon frente a la puerta doble de ingreso, una puerta de hierro negra con detalles de época. Había un vidrio tras los barrotes y una cortina amarillenta que no permitía ver el interior. El grito de los locos sonaba desgarrador, aún más que los impactantes truenos de la noche.

Robert sintió aún más temor. <<En qué demonios me han metido...>>

George avisó por el Handy que ya se encontraban allí y el cerrojo de la puerta giró, al igual que la redonda manija de bronce. La puerta se abrió crujiendo y un jóven de pelo morocho y bata blanca los recibió.

—¿Doctor Robert Twin?—preguntó sonriente.

—El mismo—respondió y estrechó su mano. La nieve comenzó a caer envuelta en la lluvia y el clima se fue tornando cada vez más frío en aquella gigantesca isla, al suroeste del mundo conocido, a la derecha de Argentina.

—El clima no nos ayuda en nada ¿eh?—dijo George y le dio una palmada a Robert—. Entremos o nos congelaremos...

Robert hizo caso a las palabras del Capitán e ingresó. Se quitó el saco gris y se lo alcanzó a un joven que según le había dicho, estaba ahí para servirle. Su voluminoso reloj marcaba las doce en punto de la noche. George se quitó su elegante saco azul marino y se dejó la camisa negra opaca. Una cadena de plata rodeaba su cuello y un anillo de oro colgaba de ella. Tal vez de la ex mujer que pudo haber perdido en el transcurso de la vida, una pregunta que Robert no se atrevió a hacerle.

El hall de entrada era impresionante, sillones Chesterfield para una, dos y hasta incluso para cuatro personas se encontraban sobre pisos de pinotea en excelente calidad y lustrado. Pequeñas mesas de madera junto a los costados de la mayoría de los sillones y una gran mesa ratona en el centro. Un imponente hogar con la leña llameante calentaba el salón. La cálida luz amarillenta acompañaba el entorno haciendo de él algo agradable y terrorífico a la vez. Un desgarrador trueno le hizo erizar la piel y poner los pelos de punta. En aquel hermoso salón se encontraba sentada la Doctora Annabeth Güerth junto al Neurocirujano Dimitri Sarikovich.

Ambos al sentir la llegada de Robert y George, se pusieron de pie y se acercaron hacia los recién llegados.

—Bienvenidos al centro Rothenberg—dijo la mujer sonriente. Se corrió su pelo rubio hacia un costado y dejó a la vista las pecas de su rostro—. Es un placer tenerlo Doctor Robert Twin—Estrechó su mano y continuó—. Como sabrá, hemos tenido un gran avance desde la última vez que nos vimos, hace ya dos años...

—Antes que nada—la interrumpió—. El placer sería mío—dijo sin amabilidad—. Y créame señorita, sería un placer si no me habrían obligado a venir aquí.

—Todos estamos en esto contra nuestra voluntad señor—le dijo el Neurocirujano—¿O acaso cree que a mí me gusta probar drogas en seres humanos?—observó a George con desconfianza y continuó—Todos tenemos a alguien que amamos señor Twin. Algo que no queremos perder...

—Caballeros—dijo George enseguida—. Solo estoy aquí para cuidar la vida del señor Twin, y la de ustedes en caso de ser necesario. A partir de ahora seré su ángel Guardián—sonrió y se inclinó hacia ellos.

—¿Y tú eres?—le preguntó Anabeth seriamente.

—¿Acaso no me has escuchado?—le dijo y rió, pero nadie más que él lo hizo en aquella sala—Los de su clase no tienen sentido del humor—le dijo aunque no le haya caído bien a ninguno—.

Mi nombre es George Ruther, y soy el Capitán General de las fuerzas Armadas de la Nación.

—Me alegra que al menos alguien sepa usar un arma aquí—dijo el Neurocirujano mientras frotaba su cabeza calva como si fuese una lámpara—. Mi nombre es Dimitri Sarikovich, y me encuentro a su servicio doctor...

—Agradezco su predisposición frente a este asunto—Observó a su alrededor y notó que el joven que lo serviría en la noche se encontraba a unos pasos de ellos—. Pero estoy un poco cansado y quisiera dormir antes de empezar a trabajar—le hizo una seña con su mano izquierda y el joven se acercó a trote—. Dime ¿en dónde se encuentra mi habitación?

—Las habitaciones están en el último piso, la suya es la veintidós—que curioso, el veintidós es "el loco" pensó y sonrió con amargura.

—Pues si no les molesta, me retiraré a mi habitación, mañana tendremos un largo día—y que Dios se apiade de nosotros si esto no sale como esperamos.

Los hombres y mujeres se despidieron, Annabeth y Dimitri continuaron charlando en el sillón y George comenzó con el recorrido del Manicomio. Los gritos de los enfermos mentales era atemorizante.

Robert subió por uno de los ascensores del edificio. De acero inoxidable, completamente hermético salvo por una ventilación en el techo. Presionó el número cuatro y esperó a llegar. Las puertas se abrieron. Una extensa y antigua alfombra roja sobre el suelo y las habitaciones se encontraban hacia ambos costados. Un pasillo largo que, al final se abría en dos caminos en direcciones opuestas. Caminó hasta la habitación veintidós y abrió la puerta. No había esperado encontrarse con algo así, un enorme sitio con todas las comodidades de un hotel cinco estrellas.

¿Acaso que demonios es realmente este lugar? Pensó al ver las instalaciones de todo el edificio en general, y eso que no vio ni la mitad del mismo. Había millones de dólares invertidos en aquel sitio, aislado del mundo. Colocó su maletín sobre la cama y se desvistió, quedando solo en ropa interior.

Se sentó en un sillón individual de color negro como la noche y observó por la ventana en la que dificultosamente podía ver a causa de la constante catarata que provocaba la fuerte tormenta. Pudo ver los autos estacionados, ninguna persona deambulando por la zona. Ninguna luz, ni nada que le pareciera extraño. Todas las personas se encontraban en el edificio. Pensó en sus hijos, en su mujer, quienes creían que Robert se había dirigido a un congreso de medicina en Estados Unidos. Nada más alejado de la realidad. Rehén del gobierno junto a otros reconocidos doctores y científicos se encontraba en una zona aislada del país, y de toda la isla.

De repente pudo observar un hombre de mayor edad caminar entre la lluvia de forma extraña, acercándose hacia los autos pero sin frenarse en ninguno. Robert sintió miedo, y curiosidad. El hombre se detuvo en un momento, sin observar nada en particular, de espaldas al edificio. ¿Qué demonios hace en medio de la lluvia? Su bata se encontraba completamente empapada como su cabello blanco, sus pies descalzos sumergidos en los charcos de agua le hicieron sentir escalofríos. Se acercó aún más a la ventana, para observar mejor. El hombre parado sin hacer nada, observando al frente. Los truenos parecían desorientarlo. De repente, de una manera extraña volteó y sintió que lo observó, y lo que parecía ser una bata, no lo era realmente. Lo que aquel hombre tenía era un chaleco de fuerza. ¡Aquel hombre se había escapado!

Robert se cayó de espaldas del sillón al tirarse del susto y apagó la luz de su habitación. Sus manos temblaron, al igual que todo su cuerpo e intentó recordar qué es lo que el joven le había respondido a George justo cuando él se estaba marchando. "Su habitación es la veintiséis señor". Corrió hacia la puerta, la abrió y observó el pasillo con temor, golpeó constantemente la puerta hasta que George abrió. Se encontraba sin remera, el pantalón aún no se lo había quitado y lo observó extrañado.

—¿Qué demonios Robert?—le preguntó un poco molesto—¿Necesitas que te cante hasta que te duermas?

—Alg-uien se-es-capo—le dijo tartamudeando­­. Ni siquiera notó que se encontraba sin los pantalones.

—¿De qué hablas?—Alcanzó con su brazo su remera negra y se la colocó­—¿Cómo lo sabes?

—Lo he visto...—Se secó el sudor de la frente y corrió hacia su habitación junto con George­. Se asomó por la ventana pero el hombre ya no se encontraba allí—Juro que estaba aquí—dijo y se sentó en el sillón.

—Tranquilízate Robert—le dijo y se acercó al frigobar, tomó una botella de agua fresca y se la alcanzó—. Solo estás un poco nervioso. ¿Por qué no tratas de dormir?­—Se levantó la remera y le mostró que aún poseía la pistolera puesta—Recuerda que estoy para cubrirte la espalda, y en mi presencia no te sucederá nada. ¿Está claro?

—Sí Capitán...—le dijo y bebió un largo sorbo de agua—Será mejor que me duerma...­—George sonrió y se marchó sin despedirse.

Robert permaneció sentado en el sillón, observando por la ventana de gastado vidrio, manchado con moho. Intentó encontrar a esta persona pero nunca lo hizo.

Luego de media hora intentó dormir en la cama de dos plazas. Con la frazada gris cubriéndole hasta la nariz. Era imposible. No podía hacerlo.

Pasaron veinte minutos y se levantó de un salto. Decidido a hacerlo. Se colocó el pantalón de vestir seguido de la camisa y salió de la habitación. Se dirigió a la planta baja y tomó un paraguas del hall.

—¿A dónde va señor?—le preguntó el recepcionista, como si se tratase de un hotel.

—Olvidé algo en mi auto—respondió enseguida. Volteó hacia la salida para dar tiempo a levantar sospechas—. Vuelvo enseguida.

—Está prohibida la salida del Centro de Salud Mental señor—le dijo el joven pero Robert hizo caso omiso.

Abrió la puerta doble luego de girar la llave que se encontraba en la cerradura y salió a trote. Observó la gran capa de nieve que ahora se apoderó del suelo, y de los autos que yacían estacionados. Abrió el paraguas para cubrirse lo más posible de la lluvia y la nieve y, luego de respirar profundo, se marchó. Recorrió el estacionamiento, nada. Luego rodeó el manicomio y abrió la reja que llevaba al jardín trasero. Un inmenso terreno con flores y plantas de todo tipo. No vio un alma.

¿Qué demonios era eso entonces? ¿Acaso me he vuelto loco?

Pudo oír un gemido, o un rugido tal vez a la distancia. Hacia el este, en sentido contrario al pueblo. Intentó ver qué provocaba aquel sonido pero por culpa de la intensa lluvia y la densa nieve no podía hacerlo. Un relámpago iluminó la noche por un segundo, seguido del ensordecedor grito de un rayo al descender del cielo e impactar contra un árbol, partíendolo en dos. Trotó hacia la dirección del extraño sonido y, luego de unos cien metros pudo verlo. El hombre corría sin dirección alguna, con dificultad, arrastrando los pies, trastabillando. Robert cerró el paraguas y lo llevó consigo mientras corría a su alcance. Lo sujetó del mango como si se tratase de una espada. El hombre cayó al suelo y se sacudía con fuerza. Robert se acercó lo suficiente pero manteniendo distancia con precaución.

Rodeado de árboles y verde pasto, se arrodilló en el suelo y volteó el cuerpo que yacía revolcándose en el suelo. Era un hombre de unos sesenta años, tez pálida como la luna y ojos oscuros como el cielo. Su boca podrida abría y cerraba con ferocidad.

—¿Doctor Williams?—preguntó y se cayó hacia atrás al esquivar los mordiscos del Doctor. De repente, oyó rápidos pasos detrás suyo. Un escalofrío recorrió su espalda empapada. Volteó pero no pudo verle el rostro.

—Bienvenido a Theowell ...—se oyó una voz ronca cubierta por una extraña máscara siniestra. Robert intentó incorporarse para salir corriendo de allí pero era demasiado tarde. Aquella persona, vestida con una bata blanca inundada por el agua de lluvia lo golpeó con un palo de madera tan duro que parecía una roca. Robert cayó inconsciente en el suelo, indefenso ante el atacante, que lo observaba con aquellos extraños ojos ocultos tras una máscara aún más espeluznante...

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