2 Salvación parte 1

Año 2750, actualidad

(Océano Atlántico)

La luz no alcanzaba a entrar en aquel espacio estrecho dentro del barco. Una habitación fría y sin ventanas, con una puerta de hierro sólido, en la cual se filtraba de forma escasa un poco del aire salado del océano.

Un lugar donde los gritos y lamentos no llegaron a los oídos de un dios misericordioso.

Aquel sitio se encontraba lleno de personas amontonadas entre sí. Niños, ancianos, huérfanos, enfermos, familias enteras de distintos países, regiones y aldeas de distintos continentes.

Todos venían bajo voluntad propia, soportando el trato miserable que recibían a bordo del trasatlántico que transportaba el pago de impuestos en especie, que mensualmente los países entregan a la Atlántida, a cambio de tecnología avanzada, que facilitaba sus vidas en mundo en contaminado y en decadencia que muere todos los días.

Por desgracia, esta tecnología es imposible crearla fuera de las fronteras, de la llamada "Ciudad Flotante", lo que obliga a los países actuales a torcer la mano y pagar con materias primas en lugar de dinero, según los acuerdos que impone la creciente nación Atlante.

Un esquema social y económico que sigue siendo algo incomprensible para muchos, y un paraíso para otros.

El chirrido metálico de las bisagras, rompió el silencio de la habitación al abrirse de un solo movimiento la pesada puerta, al mismo tiempo, un resplandor atravesó todo a su paso, iluminando la precaria situación en que se encontraban aquellos que escapan de la crueldad humana.

Un lugar lleno de todo tipo de fluidos y secreciones que enrarecen el aire haciendo difícil el respirar.

Los pasos lentos de un marinero, traían consigo la melodía del dios de la muerte, que en instantes llenó de terror el corazón de todos los presentes; era el mismo sujeto de siempre, alto, de tez morena, fornido y con una mirada llena de desprecio; sobre sus hombros había una mujer inconsciente, llena de suciedad, moretones, vendajes mal hechos y sangre seca en todo el rostro, su apariencia deplorable parecía un castigo salido de la mente de un demonio sádico.

De un solo movimiento con el brazo, la arrojó con fuerza contra el piso dejando salir un quejido de dolor tanto en ella, como en los pasajeros que no podían hacer nada por ayudarla, sabían que hacerse el héroe, es igual a ser lanzados fuera de borda en medio del océano.

Él, sonreía de forma cruel, recorría con ojos lujuriosos a las jóvenes que todavía no habían pagado su "cuota", ellas lloraban en silencio, conocían su destino, el mismo que les esperaba aquellos que no lograron cubrir el costo del viaje.

Sin elegir presa y satisfecho con solo sembrar terror en cada gramo de voluntad en los pasajeros, se limitó a cerrar la puerta con un gran golpe, que sonó en los tímpanos de todos durante varios segundos; en la oscuridad, un grupo de niños se aventuró llorando para auxiliar a la mujer.

— ¡Mamá! —gritaba un niño pelirrojo de unos doce años siendo el mayor del grupo.

— ¡Despierte Señora! —gritaban uno a uno entre sollozos.

— Tranquilos niños, esto no es nada... Antes cuando algunas de sus madres y yo éramos esclavas, nos hacían cosas peores...—su dulce voz resonó en la habitación, perdía fuerza con cada palabra, pero sin dejar de tener un cálido toque maternal— Jedrek, acércate, por favor, hijo.

El niño pelirrojo abrazaba de frente a su madre, pero ella no podía verlo, ni sentirlo, su cuerpo estaba tan lastimado que los sentidos la habían abandonado.

Días atrás sus ojos y varias partes en su torso, fueron quemados como castigo por no cumplir su "cuota" correctamente; ver en tal estado a su madre, había dejado una marca profunda en la mente del pequeño Jedrek, una que jamás olvidaría, una muestra del horror que pueden causar las personas.

Aquella pobre mujer perdía fuerza con cada minuto que pasaba, su martirio duró veinte días sin poder hacer nada para evitarlo. Todos los orificios de su cuerpo fueron profanos sin remordimiento alguno, por un grupo de marineros con los que hizo trato con su cuerpo, a cambio de dejar abordar el barco, a los diecisiete niños incluyendo su hijo, que escapaban con ella.

En sus hombros cargaba con los deseos de sus compañeras, aquellos anhelos que las mantuvieron con vida por largos años; llegar a la tierra prometida, aquella que esos dos hermanos viajeros prometieron crear, y que ahora estaba solo a un barco de distancia, tan lejos para ellas, pero tan cerca para sus hijos.

— En mi bolsa está el regalo de nuestro salvador... Amor mío, solo déjame sostenerlo una vez más...

— Mamá... No lo digas como una despedida, tú podrás regresarlo en persona —con un llanto desgarrador, el pequeño se aferraba a su madre— Sé que podrás, él te puede sanar y todos viviremos juntos... mamá...

— Ya no tengo la fuerza para hacerlo, además ha pasado mucho tiempo... No creo que se acuerde de mí... amor mío no llores, debes ser fuerte, eres el mayor, debes llevar a estos niños a la tierra del salvador —su voz tembló —... Quiero que seas un hombre bueno, un hombre con modales, que sepa ser caballeroso, muy fuerte en combate pero siempre cuidando a quienes ama. No dejes que el odio sea parte de ti, esa sonrisa debe ser tu mayor virtud.

De la bolsa, Jedrek sacó un viejo trozo de madera con trozos de obsidiana incrustados a modo de filo. Era un viejo macuahuitl roto por la mitad, con dibujos en tinta de oro y un lazo hecho de plumas de Coatl. El pequeño muchas veces lo había visto en la aldea donde vivían, siempre exhibido en una pequeña capilla de piedra, rodeado por un mural rustico de un hombre sosteniendo el arma de frente; un pequeño lugar en donde los adultos siempre contaban historias fantásticas, de dos hermanos que eran tan fuertes como dioses.

Todos cuidaban con cautela y dedicación la extraña arma, incluso se decía que no estaba rota, que solo necesitaba un digno sucesor para recuperar su gloria, pero ahora se encontraba envuelto en un viejo trapo lleno de manchas.

Jedrek lo sostenía en ambas manos de forma temblorosa, mientras lo ponía en el regazo de su madre.

Para él, todo lo que realmente importaba era su madre; ya había perdido a su padre en un cruel ataque a la aldea, por parte de un grupo de mercenarios, que destrozó todo a su paso.

Así que ella era todo lo que tenía, nada era más importante.

Él era un pequeño que apenas hace un mes jugaba con todos esos niños en un claro del manglar a las afueras de su pueblo, comía pan casero todas las noches, escucha los cuentos de juventud de su sonriente padre, dormía abrazado por las noches con su dulce madre, entrenaba con la espada de madera por las mañanas, disfrutaba una pacífica vida, pero ahora, sin pedirlo, la voluntad de todos en la aldea, pasó a sus pequeños hombros, todos querían llegar sanos y salvos, pero la maldad humana acabó brutalmente con sus sueños.

Un niño que tuvo que convertirse en hombre de la noche a la mañana por el bien de todos.

— Niños, quiero que le hagan caso a Jedrek a partir de ahora, no se preocupen mucho por mi o sus madres, nosotras estaremos felices mientras ustedes lleguen a salvo. Vivan y disfruten la belleza del mundo con una gran sonrisa en sus rostros.

En aquella habitación un llanto colectivo lleno de impotencia nació, todos los sentimientos estaban a flor de piel, cada persona que escuchó aquellas palabras, incluso sin saber el idioma, no pudo evitar quebrarse sin remedio. Un murmullo general se resonó, una voz hecha de varios idiomas que decían al unísono. "Ellos estarán a salvo".

Una luz de esperanza, iluminó el camino de todos esos niños; era el macuahuitl que brillaba de forma tenue en las manos del pequeño pelirrojo. Sus ojos se tornaron de una cálida luz verde turquesa que dejaba un rastro a donde movía su cabeza de manera confundida, pequeñas partículas de luz llenaron toda la habitación cual luciérnagas en una noche estrellada, calmando los corazones de todos por primera vez en mucho tiempo y detrás de él, se posaron sobre sus hombros, la silueta astral de todas las manos, de aquellos que le confiaban la vida de esos niños.

Eran las almas atormentadas de aquellos esclavos sin nombre que alguna vez fueron salvados por dos hermanos viajeros, y que ahora dejaron de llorar en el más allá, para dar una luz de esperanza que iluminará el camino tormentoso para sus hijos.

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