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Las cartas de Mia

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Synopsis

A Mia siempre le gusto la canción de su madre, la historia de amor de sus padres, y algún día espera enamorarse de la misma manera

Chapter 1Capitulo 1

Lo primero que le vino a la mente nada más levantarse, fue el aroma a chocolate, calentito y humeante, donde podía sumergir un bizcocho recién hecho en él y salía completamente bañado de ese color barro mojado como el que aparecía en el jardín de su casa los lluviosos días de invierno.

Siempre habían vivido allí, una bonita casa de madera pintada de azul cielo de verano, con sus blancas ventanas de madera y persianas en forma de libro que abiertas dejaban ver unas bonitas cortinas de florecillas que hacían de la casa si cabe aún más entrañable. A Mia le encantaba corretear alrededor de la casa, sin parar de saltar y saltar, no paraba de dar botes durante todo el verano y luego cuando se sentía cansada, se montaba en aquel chirriante columpio que le había construido su abuelo años atrás, colgado de una gran rama de un viejo roble que llevaba allí, según decía su abuelo, desde que el primer rayo de sol cayó sobre la tierra para que allí mismo brotará un pequeño arbolito que crecería para que un día Mia pudiera columpiarse en el cuándo se cansará de dar botes, o por lo menos es lo que le contaba su abuelo una y otra vez. Mia se balanceaba como si quisiera llegar hasta el sol para preguntarle si era cierto la historia que le había contado su abuelo.

En aquella bonita casa, vivía Mia con su madre Ela y sus abuelos Cata y Marion. Nunca les había llamado por sus nombres de pila, simplemente les llamaba "abu".

Su abuela, Cata, siempre fue una hermosa mujer, a pesar de la edad, todavía se podía ver a simple vista lo guapa que había sido y seguía siéndolo. Tenía una larga melena rubia, que por comodidad, ella siempre llevaba recogida en un gran moño dorado con alguna que otra mecha canosa, detrás de sus pequeñas gafas redondas, se escondían sus brillantes ojos verdes y seguía siendo igual de coqueta que en su juventud, por eso siempre se pintaba sus carnosos labios de color fucsia y Mia no recordaba ni un solo día en que no los llevase pintados, la recordaba con su delantal de puntillas sentada en el porche de la casa, sentada en su vieja mecedora azul y tejiendo los vestidos tan bonitos que luego su madre le ponía, de esos colores tan vivos, llenos de florecillas y bordados a mano que iban a juego de los lazos que adornaban su heredada melena rubia. Ela, su madre, trabajaba mucho, pero el tiempo que pasaba con su hija era de lo mejor del mundo para la pequeña Mia.

La casa estaba en una colina, desde las ventanas del salón se veían las verdes praderas, la hilera de verdes pinos que Mia decía que era una tribu de indios en busca de un lugar para vivir y que ese lugar lo habían encontrado allí, en frente de su casa. Desde la ventana de su habitación, en lo alto de la casa, se veía el mar, los acantilados de la costa cántabra. En invierno, aun con la ventana cerrada, se podía oír al mar enfadado chocando contra las pobres rocas que recibían sus golpes. En verano, aun teniendo la ventana cerrada, se podía oír el susurro del mar rozando plácidamente las maltratadas rocas como si las estuviera, pidiendo perdón por el daño infligido durante el largo invierno. Y por las noches, cuando Mia se acostaba, su madre acompañaba al sonido del mar con una bonita canción, y la pequeña se quedaba dormida escuchando al mar y escuchando a su madre.

Ela, al igual que todas las mujeres de la familia, era igual de hermosa, su abuela solía decirla que llevaba la belleza en la sangre. Con diecisiete años, conoció a un joven que llegó al pueblo en un gran barco, decía que venía del sur, y que tuvieron que atracar en el pueblo porque necesitaban rellenar sus bodegas para el largo viaje que habían emprendido años atrás. Decía que estaban haciendo una travesía en busca de una conquista, buscaban una isla que su capitán decía existir en algún remoto lugar llena de riquezas, y así compró un barco, reclutó veinte marineros y se hizo a la mar en busca de lo inexplorado.

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