34 Epílogo

Han pasado cinco años. En los salones del palacio ya no sólo se oye el susurrar de los enamorados esposos. Hoy, el futuro heredero al trono, un niño de cabello moreno de cuatro años, juega y corre por el palacio. El pequeño Nael Yamid Hassan Abufehle II es la adoración de su abuelo y la locura de sus padres.

Ayira, a los veinticinco años, es más hermosa que nunca. El cuerpo, más formado, tiene una mórbida esbeltez. Sus ojos verde mar, más profundos e interesantes, la hacen una mujer adorable.

Cuando juega, con su hijo, como en esta mañana, no parece una madre, sino más bien la hermana mayor del pequeño. Así piensa el padre al llegar al umbral del salón, y contempla fascinado el cuadro encantador que forman madre e hijo.

El pequeño, al ver a su padre, dando grititos de alegría corre hacia él, y con voz angelical le dice:

—¡Papi, papi! ven a jugar con nosotros.

—¿Qué tal, vida? —pregunta Ayira, dulzona.

Yendo hacia ella con el niño en brazos, los besa y los mira a los dos. Su mirada es enamorada y feliz.

—¿Qué miras, Nael Yamid? —interroga Ayira, segura de la respuesta.

—¡Me preguntas qué miro! ¿Te parece poca felicidad tenerte a ti, tan idealmente bella, y a este niño hermoso que me has dado?

—Ciertamente. ¿Qué más necesitamos para ser felices? Tú, yo y nuestro hijo...

Ayira lo mira enamorada. No termina de completar sus palabras; se lo impide Nael Yamid:

—¿Qué puedo hacer por ti para corresponder a tanto amor y a tanta grandeza de espíritu? Dime, mi amor —pasa su mano con suavidad y ternura por el rostro de su esposa, comenzando en su mejilla y terminando en la comisura de sus labios; dirige su mirada al pequeño que, ignorante de la situación, patalea alegremente entre sus brazos.

—Dame un reino, mi rey, amor mío, en el que cualquier hombre pueda vivir libre, practicando su cultura y creencia, y en el que no existan ni amos ni esclavos. Una tierra en la que todos sus habitantes sean iguales ante la ley y donde nadie pueda esclavizar a nadie, para que en ella puedan crecer libres y felices sus hijos, así, como crece el nuestro entre nuestro amor y cariño... Y ámame, ámame por siempre y jamás.

—No lo dudes, esposa mía. Te daré todo lo que me pidas y más...

El ex rey entra en aquel momento trayendo de la mano a una niña pelirroja como el padre, aunque la forma y el color de los ojos son semejantes a los de su madre. Aquella niña de dos años es hija de Jalila y del amigo militar de Nael Yamid: Anás Antara, el juguete más preciado del jovencito emir, que al verla se baja de los brazos paternos y corre entusiasmado a su encuentro.

—Halima, Halima, ven; te voy a enseñar un juego que "mami me aprendió".

Ríen todos de la salida simpática del niño.

—Los llevaré al jardín. ¿Será lo mejor no? Sí —se responde divertido el feliz abuelo, y con inmenso cariño prosigue—: será lo mejor antes que estos dos alborotadores comiencen a correr por aquí.

El joven matrimonio se queda riendo de las ocurrencias del enorgullecido abuelo. Ayira se sienta en un silloncito; Nael Yamid lo hace a sus pies, en un almohadón; posa la cabeza en las rodillas femeninas, que con felicidad le contempla mientras sus finas manos juegan con el cabello de su esposo.

—Amor mío, ¿qué haces para que cada día te quiera más?

—Y tú, Nael Yamid, ¿qué haces para que yo cada día te ame más locamente?

—No sé, Ayira: ¡me haces tan dichoso con tu amor! —Mira con pupilas enamoradas y brillantes a las que se inclinan hasta él, dulces y confiadas.

—Te quiero con locura, con tus virtudes y defectos (que son unos cuantos) —mientras dice esto sonríe burlona y pícara—. No solo te quiero porque eres guapo y elegante, no; más que nada, te quiero por bueno, cariñoso y formal; ya que has sabido, olvidar tu antigua vida para convertirte en el hombre que hoy eres. Estoy orgullosa de nuestro amor; te has regenerado, ¡mi vida! —termina riendo divertida y besándolo con el mismo delirio que el primer día.

—Todo eso te lo debo a ti, mi dulce Ayira. —Al hablar, besa las manos de su esposa con fervor y veneración. —¡Soy tan feliz; muy feliz!

—¡Cuánto me alegro! Yo soy tan dichosa, que por eso pido a la vida que todos lo sean como lo somos nosotros.

—Ayira, ¿te acuerdas? Antes me odiabas.

—¡Te odiaba! ¿Tú crees? —sigue diciendo, muy suavemente—. No, amor mío; nunca te odié, era puro espejismo... ¡Odiarte!... Imposible, te amé desde que te conocí. Cuando soñaba con el amor, tú ya eras mi príncipe. Te adiviné. Te esperaba. No, no te odié nunca; te amé siempre, siempre. Y te amaré durante toda mi existencia...

No la deja seguir hablando, apasionado la toma en sus brazos y se besan con vehemencia, mirándose a los ojos, enamorados, con un amor único, un amor que no se extinguirá nunca porque su amor es capaz de traspasar la línea del tiempo. Y así, enamorados y apasionados, por siempre juntos seguirán por los siglos de los siglos.

Se abrazan diciéndose una vez más cuanto se aman, que se tienen el uno al otro. Ayira sabe que sus sueños habían sido destruidos demasiadas veces para una sola vida, pero ahora, en la apuesta de Nael Yamid, "LA ODALISCA", ha encontrado la felicidad completa.

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