18 CAPÍTULO XIII: El día que la puerta se abrió y la paz voló.

Luego de marchar Herezi, Nael Yamid es ordenado por su padre a reagrupar más hombres, se necesitan un centenar más de ellos para conformar las tropas que comandará el general. Los soldados están descansando de la guerra en sus hogares, por lo que le lleva cuatro días llegar a los pueblos en los que están y reunirlos bajo el mandato de Herezi, y cuatro días para volver a las tierras de Djillik junto a su hermana que ruega por que volviera sano y salvo de aquella zona donde la muerte ronda austera en el filo de las espadas de aquellos jinetes.

—Pues ya ves, amada hermana, aquí me tienes, de cuerpo entero y sano, sin una herida siquiera. ¿Qué tal, padre? —añade, acercándose a éste para fundirse en un abrazo— espero que tú no estuvieras cómo mi hermana temeroso por el bienestar de mi persona.

—Ten juicio y deja de reírte de la preocupación de tu hermana. Que bien afligida la tenía tu presencia por aquella zona —lo reprende con cariño—. Ahora dime: ¿has hecho bien las cosas; has transmitido en forma exacta mis ordenes al general? Mira que que el no cumplimiento de ellas podría generar un conflicto que no quiero con los persas.

—Sí padre, todo lo he hecho en forma correcta. Así tal cual me lo has encomendado. Este niño tuyo ha obrado bien —le responde divertido ante la insistencia de su padre—. Perdón, no te he saludado, es que estás tan callada que por poco no me percato de tu presencia. ¿También por mí has estado preocupada en mi ausencia? —añade, refiriéndose a Ayira y otorgándole una sincera sonrisa que ella no responde de igual forma. Sus ojos de acero se fijan con insistencia en la mirada verde mar y Ayira no retira la suya, quiere, pero no puede y sin voluntad se pierde en aquellos ojos grises; se siente presa en aquella mirada varonil, pero esta no se prolonga mucho—. Estás muy bella querida, cada día que pasa un nuevo sol hace resplandecer tu belleza.

Ayira perturbada ahora aparta su mira. El rey los ha dejado solos a los tres jóvenes. Jalila, está sentada en un almohadón con los codos apoyados en sus rodillas y su bello rostro entre las manos, desde allí, contempla a Nael Yamid y Ayira. Está nerviosa, porque nota que desde que ha llegado Nael Yamid no deja de mirarla en forma profunda y apasionada, y se ha dado cuenta que esto incomoda a Ayira, que no sabe qué hacer; por fin, Jalila, con su voz, saca al hombre de su contemplación:

—¡Qué alegría, Nael! No sabes cuánto me alegra que estés aquí para asistir al último baile que dará Ayira a nuestro padre. Me hubiera dado mucha pena que no estuvieras para verla en su último día como odalisca. ¡Pero por suerte ya estás aquí!

Nael Yamid vuelve en sí, mira a su hermana, y dice: —Me alegra mucho que mi presencia te contente; —y buscando nuevamente los ojos de Ayira le pregunta—: ¿También a ti te hace feliz mi regreso?

—¿Qué dices?... —Pregunta volviéndose a este, que a su lado escucha hablar a los hermanos, distraída. Al volver a repetir su pregunta, Ayira se vuelve y al encontrarse con su mirada, nerviosa aparta la suya de la de él.

—¿Por qué me apartas tus ojos? —La voz de Nael Yamid suena inquisidora y a la vez acariciadora.

Al escucharle, Ayira se estremece; realmente el emir logra ponerla nerviosa, y sin responder, molesta, ante la sensación que le provoca la situación, abandona la habitación rumbo al jardín seguida por Nael Yamid. Al llegar a un brote de palmeras, la joven se para, y sus ojos soñadores miran a la lejanía; no piensa, no quiere pensar; sólo mira, mira sin ver, hasta que unos pasos le hacen volverse y siente cómo unas manos se posan con suavidad en sus hermosos y esbeltos hombros.

—¡Ayira! —la voz del joven suena a súplica—. ¡Ayira!... —vuelve a decir—. ¿Por qué me huyes? ¿No sabes lo que has llegado a ser para mí? —Sus manos, que aún reposan en los hombros de Ayira, la vuelven con suavidad y hacen ademán de estrecharla en sus brazos.

Ayira reacciona, despierta del sueño que el emir la tiene atrapada y lo aparta bruscamente diciéndole:

—¿Cómo te atreves? ¿No sabes que seré la esposa de otro hombre, tu superior?

—Ese hombre no es mi superior, será un general, pero yo soy su emir, y tú, no puedes amar a ese pedazo de hombre; ¡no, no puedes amarlo! ¡Eres apasionada, y esa pasión no se nota en ti ni siquiera al decir su nombre! De fría, como quieres aparentar frente a mí, no tienes nada... Cuando miras al general a los ojos, ¿sientes esa turbación que hace vibrar tu ser? ¡No, seguro estoy de que no! —apoderándose de las manos de Ayira, que turbada y extrañada lo mira, continúa con voz apasionada—: Esa vibración que te mueve por dentro ¿no la sientes acaso al verte en los míos?; ¡responde!

La sorprendida Ayira hace rato que ha conseguido soltarse de sus manos, pero no puede alejarse; las atrevidas palabras de Nael Yamid la han dejado desconcertada, pues es lo que menos puede esperar. Él, cada vez más apasionado sigue hablando:

—Te quiero; hace mucho que lucho con este sentimiento que me consume... Yo sé que no lo amas; que tu corazón me pertenece, pero quiero oírlo de tu bella boca. Si tú supieras, ¡maldita sea!, lo que has llegado a ser para mí... He tratado a muchas mujeres, sí muchísimas, de todas clases y calañas, pero nunca una me hizo perder la calma; sólo tú, con tu belleza, con tu alma noble y tu carácter indómito, ha conseguido hacer de mí, un hombre diferente. No quiero ni busco solo tu cuerpo; quiero más que nada tu alma, ¡Ayira! —la voz es dulcísima, tanto que Ayira desconoce en aquel hombre que tiene frente al joven emir, ese frío, distante y mal intencionado hombre de siempre. Él prosigue—: Sé que fui injusto, duro e irrespetuoso contigo; no me desprecies; yo era un incrédulo en el amor, pero es que no lo había sentido realmente como ahora lo siento por ti. Ayira, dime la verdad: que tú también me amas, que si aceptaste a Herezi fue solo por agradecimiento a mi padre y confiésame que me amas tanto cómo yo a ti —toma a la joven por los hombros y hace ademán de atraerla hacia sí—. Dime que no serás la esposa de Herezi y que quieres ser feliz a mi lado...

Con un brusco movimiento, Ayira lo aparta sin dejarlo terminar, y con los ojos chispeantes de rabia, fríamente le dice:

—¿Por quién me has tomado, emir? Mentira me parece que tú, nuevamente me estés ofendiendo del modo que lo haces. Escúchame bien y procura no olvidarlo; dentro del plazo que ha dado tu padre al general para volver, aceptaré ser formalmente la esposa de Herezi. Dices saber que no lo amo, cosa que no ha de importarte, ni yo de esto te debo explicación, pero si tuviera que retractarme de mi palabra, tú, escúchame bien, tú Nael Yamid, serías el último hombre que aceptara por esposo. Prefería una y mil veces seguir siendo una esclava, y terminar mis días cómo una odalisca. ¿Cómo tú, que te has reído de mí, que me has herido, sino de muerte, sí en lo más hondo, hozas hablarme de amor? Dime, ¿qué sería de ti y tu orgullo si me propusiera en tu amor alcanzar mi libertad? ¿O es que ya has olvidado tu ofensa cuando insinuaste que si me caso con Herezi no sería por amor, si no para alcanzar mi libertad? Y ahora que ya sabes lo que pienso de ti, déjame pasar.

Ayira dice todo esto con la voz adueñada de fingida ironía, pero un buen observador puede advertir el dolor que tras aquellas palabras, esconde la joven. El rostro del emir se transforma en una extraña expresión que Ayira, no sabe definir si en ella aparece el reflejo de ira, cariño, burla o rencor. Piensa que todo esto se lee en su rostro, y en sus puños, que están crispados. Con voz ronca Nael Yamid, le habla a la joven:

—Te estás burlando de mis nobles sentimientos, cosa que no consiento. Procura no hablar con tanta soberbia, que aún no he terminado de decirte todo. Sé muy bien que no amas a Herezi, y no me importa que me mires así, he venido dispuesto a impedir esta unión, y lo conseguiré sea como sea. Yo te amo más que a nada en esta tierra, y este amor es más fuerte que mi orgullo; y aunque te burles de mis sentimientos, no me engañas, ¡sé que mientes! Claro que no me desprecias, ni me odias; el sentimiento que tú sientes por mí es otro, tal vez ni lo sepas, pero yo haré que te des cuenta antes de que sea tarde. —La toma por sorpresa y con un leve roce, besa los labios a Ayira; luego, con burla le dice—: Adiós, Ayira. Ten cuidado, cuando te de su beso de casados "tu Herzi", no sea que te derritas. —Sin más, se aparta lanzando una carcajada sarcástica.

La joven queda asombrada del cinismo de aquel hombre y con tristeza se deja caer sobre el césped del jardín. "¿Qué he hecho yo para qué mi vida sea tan desgraciada? Ese hombre es un miserable; desde que entró en mi vida, nuevamente no tengo paz; cuando no me ofende, se burla. ¡Que me ama! dice ahora. ¡Ay madre, ¿por qué me has dado la vida?" —Se dice mientras eleva sus ojos al cielo. Apoya su rostro entre sus manos y se compadece de sí misma, tanto que llora con tanta congoja, que no le bastan sus manos para secar sus ojos.

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