15 CAPÍTULO X: Con el yugo de un título a cuello.

El día se extiende grandioso sobre toda la ciudad de Djillik. La brisa en el jardín, moviéndose con delicadeza entre las flores parecen hacerlas danzar al compas de unas mariposas, pequeñas criaturas que, ignorando la presencia de algunos laboriosos hombres que cumplen con la tarea de cuidar de ellas, se afanan en beber el dulce néctar que abiertas les ofrecen. La población completa, seguro está disfrutando del hermoso día como estas agraciadas criaturas.

Nadie ha sabido de Nael Yamid, hasta las últimas horas de la tarde, cuando le pregunta a su padre por Jalila. —En la sala de estudios practicando música; puedes ir allí que la encontrarás. —Le informa el padre.

Pronto llega a la sala donde está su hermana, y cuando ya apoya la mano en la puerta para abrir oye una música deliciosa y una voz angelical que interpreta una canción. Se para en seco mientras se pregunta quién canta tan magistralmente: "No; Jalila, no, no lo hace tan bien; Ayira..., pero claro si parecen una, siempre juntas... seguro es ella. Sí ella tiene que ser". Aún le parece estar escuchando la voz maravillosa a pesar que hace rato que se ha extinguido. Por fin cuando puede reponerse, entra, todavía emocionado, pero pronto pasa; oculta su "yo" verdadero, ese que no lo conoce nadie, ni él mismo, quizá y entra a la sala.

—¡Hermano! ¡Qué sorpresa por aquí en estas horas! ¿Qué te ha traído hasta aquí?

Jalila se extraña en verdad de ver a su hermano en el cuarto de estudio, porque es una cosa que rara vez hace. Solo lo ha hecho unas contadas veces, y siempre por "estado de emergencia, como cuando entró allí para esconderse según él, de la exasperante hija del político que sin resignarse a perder su cariño por aquel tiempo, se conformaba con las migajas de atención que él apenas le dedicaba.

Al entrar el joven, Ayira levanta la vista, pero pronto vuelve a fijarla en el instrumento de música. Está sentada en un taburete, con las piernas colgando, unas piernas bien moldeadas, sus manos largas recorren el instrumento; no obstante, sigue con toda atención la conversación de los hermanos. Con su vestido verde malva, muy claro, su cabellera suelta y sus ojos verdes y enigmáticos, está encantadora. Al menos así se lo parece al joven calavera, que no aparta la vista de ella; Ayira aparenta no notarlo, y ni una sola vez sus ojos se fijan en él.

Jalila lo saca de su contemplación cuando dice:

—Verdaderamente, me extraña verte por aquí, querido hermano. Dime, ¿querrías algo?

—Sí; compartir un tiempo con mi hermana, y me pregunto si quieres venir conmigo a dar un paseo por el jardín.

—¡Encantadas! ¿Verdad, Ayira?

—Lo siento Jalila, pero ya debo ir a ayudar en la cocina; hoy mi tiempo libre ha terminado. Tú puedes ir con tu hermano, porque yo, de todos modos, hasta más tarde, no podré hacerte compañía.

—No te aflijas, Ayira; si no vienes, tanto mejor. —Sus dientes están apretados al proseguir—. De todos modos quiero un tiempo a solas con mi hermana. Yo, ninguna ganas tengo de que nos acompañes. Pero si Jalila me hace cargar contigo también, no me queda más que hacerlo. —Naed Yamid está diciendo lo que no siente; habla con orgullo y rabia al mismo tiempo. ¡Es que cómo le saca de quicio esta mujer irrespetuosa, que siempre le hace quedar mal!

—Me alegro; así el príncipe no tiene necesidad de andar arrastras con una esclava, así como su hermana. Princesa —dice, volviéndose a esta, que los mira extrañada, pues no comprende nada de lo que está pasando—, debería considerar en ponerle distancia a mi compañía; no está bien que el emir se sacrifique sin la suya por mí.

—¡Pero que osadía la tuya, mujer! ¿Acaso es posible que pienses que si el fin de Jalila es que entrara a una fiesta en el palacio con ella de un brazo, y tú del otro, lo aceptaría?

—Pero claro que no, mi príncipe, más lejos estoy de pensar si quiera en ello. Mire que entrando tan solo con su hermana, se debería de privar usted, de enamorar a cuanta mujer tenga a la vista. A todas esas que muy bien se prestan a ello.

—Y a ti, ¿qué te importa? Claro; tú no vales para nada; eres una esclava que tristemente acepta el falso papel que le han dado en el palacio. ¿Crees que yo voy a esperar a enamorarme como un tonto o cómo lo está de ti el general Herezi, qué es un medio para tu salvación? Ni es hombre ni es nada; por eso te interesa. ¿A ti te gustan los hombres puritanos?... Pues, con él te llevas uno en grande. ¡Si lo sabré yo!

Ayira lo escucha pálida de ira. Por fin, cuando él la deja hablar, lo hace como si fuera su par, perdiéndole todo el respeto que su rango merece:

—No consiento que te burles de él ni de mí; es todo un hombre, mucho mejor que tú; por lo menos no engaña a ninguna mujer indefensa, ni es irrespetuoso, ni es inmaduro, ni es engreído como tú, que para satisfacer tus caprichos no mides el modo de llevarlos a cabo. No te importa hacer desgraciado a tu padre ni a tu hermana, ¡tu única familia!; no te importa pisotear la honra de una mujer buena; nada te importa con tal de hacer lo que te de la gana. ¿Te crees qué por ser quién eres no conocemos tus enchastres?...

El joven no la deja terminar; con la mirada de acero fija en ella, parece que la va a taladrar. Se levanta, la toma por las muñecas y le escupe al rostro estas palabras hirientes, con desprecio y coraje:

—Bien se nota que eres plebeya; bien se ve que por tus venas corre sangre vulgar, de vaya a saber uno de que bestias salvajes.

Jalila está asustada. Maldice el momento en que le ha revelado cómo es su hermano. Aunque de todos modos por el comportamiento desfachatado de su hermano, Ayira no ha tardado en descubrirlo por si sola. Va hacia ellos, toma las manos de su hermano, que tiemblan, y le hace soltar a su amiga. Esta, con sus ojos bellísimos echando chispas y los labios apretados, por fin habla, habla con voz fría, pero el otro no se inmuta por eso.

—Eres —le dice—, Emir Nael Yamid Hassan Abufehle, un pobre hombre; si no lo fueras, no hablarías como acabas de hacerlo. Por mis venas corre sangre tan noble como la tuya; no digo que lo sea más, porque llevas la de tu padre; pero, así y todo, la tuya está corrompida. Y te voy a decir algo para que jamás se te ocurra hablarme como le has hecho. El padre de mi padre, era tan noble como el tuyo. Mi madre, era hija de un cacique como tú lo eres de un rey. Si es que ahora como tú, no llevo título es porque tu pueblo me lo arrebató. Porque entérate que seres mezquinos como tú, todo me lo quitaron en pro del tuyo. Nadie lo sabe, excepto Jalila, y ahora tú, y probablemente, nunca lo hubieras sabido de no haberme hablado como lo has hecho. Mi madre era princesa de su tribu. y mi padre un general portugués, hijo de un conde; ellos se casaron en contra de la voluntad de mi abuelo, tristemente mi padre fue muerto en la guerra y mamá tuvo que casarse con el jefe de otra tribu. Pero yo seré siempre Ayira Valente D'Cruz, hija de la princesa Zobuhle y del conde y General D'Cruz; ya ves, si nos medimos soy tan noble como tú. Puedes, emir, retirar todo lo que has dicho.

—No lo esperes —habla con frialdad—, no lo haré; ni hoy ni nunca; cuando tu abuelo no quiso a tu madre, por algo...

Ayira no le deja terminar; sin ella saber cómo, se encuentra con la mano dolorida después de abofetear al insolente. El príncipe, mientras tanto, con los ojos coléricos, mira a Ayira, que no se ha inmutado ni parece arrepentida de lo que ha hecho, y le dice:

—Herezi debe estar orgulloso de su enamorada —consigue decir, con burla hiriente—. No solo consigue que lo defiendas, sino que se lleva una joyita de mujer: una esclava de la realeza...

Ayira apenas puede disimular el nerviosismo y la rabia que la invade; los nudillos de sus manos están blancos por apretarlas con tanta fuerza.

—Herezi no tiene nada que ver conmigo —consigue decir—. No tengo por qué darte explicaciones, pero no quiero que sigas manchando su nombre con tu boca. Él es el mejor hombre que he conocido en mi corta vida, y tú deberías imitarlo; mejor sería que copiaras de su noble corazón, para que te respetaran. Si yo pudiera quererlo, sería su mujer, sí, lo sería; pero no puedo —termina con nobleza.

—¡Ja, ja, ja! —ríe el joven—. Si tú pudieras cazarlo para alcanzar tu libertad querrás decir —aquí hay un mundo de ironía—, no lo dudarías, después de todo, recuperarías con ello también tú titulo por medio del suyo; y si hoy no lo has atrapado, es porque no puedes. Todos, escúchalo bien, todos sabemos que estás loca por hacerlo; pero se reirá de ti como yo mismo —y dándole la espalda sale de la habitación con una carcajada nerviosa.

Ayira se deja caer en la butaca; todo lo que aguantó salió en llanto, y lloró, lloró con una congoja horrible que Jalila no pudo calmar, porque toda la rabia que al inicio despertaron en ella las groseras palabras del emir, se transformaron en un profundo dolor, a pesar del intento de la pobre muchacha de permanecer fuerte. Las duras e injustas palabras de Nael Yamid, se han clavado como dagas hirientes en el corazón de Ayira, que no vale consuelo por parte de su amiga para que deje de sangrar...

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