7 CAPÍTULO II: La caravana en marcha. Destino: el llanto de un triste tambor.

Esta mañana Ayira ve al monstruo de la maldad nuevamente arremeter en su vida. Es, la corrosión de su felicidad y alegría; la muerte, una vez más, cae sobre ella llevándose lo que más quiere, su nueva familia. En los pies y manos de los sobrevivientes las ataduras se llevan la libertad de su basto cielo y ya el aire no les susurra sobre los olores de su tierra... La caravana no es dueña de un ritmo sosegado, viajan bajo el rigor del látigo de sus captores, tan dueño de su ritmo, que la piel se les adormece bajo su mandato; el cuerpo se rinde sobre el cansancio y sangran heridos los pies descalzos mientras el dolor hace estragos en sus mentes que vagan extenuadas entre lo que fue, y lo que es: una penosa realidad que nefasta, se extiende sobre ellos.

A un lado y a otro del camino siguen erguidos, fuertes y libres los árboles del bosque, la antítesis de la triste realidad de los Tapú, y en medio de la desalentada caravana de esclavos que se va debilitando por momentos, las ramas parecen confundirse negras y siniestras con la sombra de sus raptores. Reina un profundo y desgarrador grito silencio de llamar a la batalla entre los condenados a esclavos, pero es imposible, ante la supremacía de la vil tiranía y contra el desgaste por el maltrato ofrecido a sus cuerpos, no les queda más que rendirse bajo el enemigo... Es la desolación tan grande de estas almas, que se sienten morir solitarias en la mar de la tristeza.

Están muy lejos de su hogar cuando la noche los abraza en algún lugar de Arabia, muy cerca del desierto, cuando comienzan nuevamente los gritos y empujones al ser dirigidos a un recinto de mala muerte. Un hombre deja ver su figura en la penumbra de la noche mostrándose apenas, asomándose grotesca; con una sonrisa siniestra les ordena ponerse en fila uno junto a otro. Así están por un largo rato, hasta que el desagradable hombre hace un ademán y un gesto con la cabeza, para que ingresen tres hombres que evidentemente, todos, notaron que están bajo su mando.

—¡A ver, separen a la escoria esta! —indica déspota a los individuos que bajo su orden acababan de entrar. Y prosigue—: ¡Separen lo que sirve de lo que no, que estén listos para la llegada del jefe!

Comienzan a pasearse por la habitación mirándolos, observándolos minuciosamente, examinándolos hasta en el más mínimo detalle. Nada les queda por revisar de los pobres desvalidos, uñas, pelo, dientes,... Uno a uno son separados en grupos según fueran: niños, mujeres u hombres jóvenes y ancianos. Escucharlos hablar sobre sus enfermedades y su inutilidad, como si fueran animales mientras los hombres hablan sobre sus defectos y para que serán útiles cada uno de ellos, es el fin de la esperanza para los Tapú y de Ayira... De pronto, una luz cegadora enciende la oscuridad del recinto acompañada por el estruendo terrible de la voz de alerta de sus opresores:

—¡Atención! ya llega el jefe y quiere todo listo —Anuncia un hombre al resto que aún se encuentra dentro del recinto... Y todo es un caos cuando el hombre alto y delgado da la orden a sus hombres de separarlos como ganado.

—Dejen solo a las mujeres, el resto, llévenlo con los demás a los barracones correspondientes, —ordena con voz fuerte y clara a sus hombres— yo me haré cargo de estas.

El lugar se llena de desesperación y llanto, de dolor y lamento de madres e hijos separados, quedándose solo en un intento el impulso de lanzarse al rescate de sus niños, porque las puertas del lugar les son cerradas quedando en cautiverio y a merced de quien tiene sus destinos en sus manos... El maestro de sus calvarios prosigue como si no hubiera alcanzado la inspección anterior y recorre por sí mismo la pieza mientras alumbraba los rostros de cada una de las mujeres.

Entre ellas se pasea triunfante, feliz por el "botín" que ha conseguido. Posando sus ojos que parecen hundidos en la carne de su delgado rostro que está casi completamente cubierto por pelo. "No parece un hombre. Parece una bestia", piensa Ayira, cuando le toca tener frente a ella al hombre dueño de la sonrisa siniestra dibujada en la boca de labios finos. Acariciando codicioso el cuerpo de Ayira se vanagloria refiriéndose a ella en árabe:

—Exquisita, exquisita... una diosa esculpida bajo los rayos del mismo sol —así habla mientras pasa sus manos por los pechos y piernas de la joven, que si bien no entiende su idioma, con los actos de él comprende claramente su intención—. Esta será para mí, merezco una gema así...

Ayira grita y abofetea aquellas manos que le tocan sucias el cuerpo defendiéndose como un animal enjaulado. Si inevitablemente aquel hombre quiere tenerla, no se lo pondrá fácil.

Una joven sale en su defensa lazándose sobre el atacante de Ayira, pero es golpeada por el puño cerrado del hombre que la deja enrollada como una bola de dolor en el piso, mientras el resto de las mujeres chillan escandalizadas y temerosas por saber lo que les espera de ahora en más a manos de este hombre, y abrazadas unas a otras intentan protegerse...

—Que tus hombres lleven a todas al burdel, que las limpien y acomoden. Mañana las quiero trabajando de inmediato. Menos a esta, —dice al hombre bajo su mando que aún permanece en el sitio disfrutando del espectáculo. Y refiriéndose a Ayira—: A esta salvaje me tocará domarla. Déjala aquí por el resto de la noche, sola, ¡y atada!, para que aprenda que soy su amo.

Cuando Ayira se despierta a la mañana siguiente después de un sueño obligado por el agotamiento, se encuentra sobre un manojo de trapos sucios dispuestos en una especie de cama. Perturbada y confundida intenta ubicarse en el tiempo y espacio que se encuentra... "¿Mamá aún vive? ¿Ha muerto hoy, o fue ayer?"... De repente, sin previo aviso, se abre de par en par la especie de pórtico en el que está encerrada; sin pensar en el dolor y en las ataduras que la mantienen presa se levanta como un resorte para hacerle frente a "la bestia" que la ha atacado la noche pasada, pero cae de bruces en el suelo. El hombre goza de la escena que le muestra la caída de Ayira, ríe a carcajadas por largo tiempo, toma aire, y el seño de pronto se le torna duro, frío como el hielo, y la sonrisa que antes ha lucido se vuelve una fina línea fruncida.

—Veo que la fiera sigue brava. —Rezonga acercándose a la chica. Y tocándose el pecho añade—: Soy Akanni Abu-Jalil.

Claro que a Ayira no comprende una palabra de lo que el hombre dice, mucho menos seguro, le importa saber su nombre ni hacer una presentación entre ellos, lo que quiere es ser libre y salir de allí junto a los suyos. Sus ojos verdes brillan lanzando centellas, su mandíbula apretada es señal de guerra y su rostro, habitualmente sereno, se muestra encendido, rojo como el fuego ante la presencia agraviante de este ser huesudo, desgarbado y despreciable.

Lucha cuando el hombre brutalmente jala de ella levantándola en vilo y casi a rastras la conduce aún atada por las manos, por unas calles angostas que Ayira no conoce. Al llegar a una edificación Akanni hace entrar a la joven en ella, y luego a una habitación donde solo hay mujeres, unas doce más o menos, desata entonces las manos Ayira, quien hace un intento vano de escapar, porque los brazos masculinos la sumergen en una tina que se encuentra ubicada en casi el medio de la pieza.

—¡Báñenla que hiede! Seguro hasta piojos tiene la pobre —así se dirige a un pequeño grupo de mujeres que se están sentadas sobre unos almohadones muy cómodamente—. Y que se prolijee para que luzca su belleza, enséñenle y luego llévenla ante mí para verla, que hoy la quiero en el burdel sirviendo y atendiendo a los clientes.

Dicho esto el hombre se retira y la muchacha se convierte en una muñeca de trapo en manos de las mujeres que presurosas, se prestan a cumplir el mandato del amo. Es inevitable en ese momento para Ayira no recordar lo que su madre siempre le ha dicho: que nació con el don de la fuerza, y con la sabiduría de comprender que el mundo está dirigido por hombres que saben ser crueles y despiadados. Esas palabras de su madre, son ahora toda su fortaleza y su único patrimonio para enfrentarse y mantenerse en pie ante la barbarie del ser humano que está punto de conocer.

—Mi vida podría haber sido otra y todo lo que me ha ocurrido en ella, podría haber sucedido de una mejor forma, pero así es que pasaron las cosas... Al menos hoy no ha muerto nadie..." —Se consuela Ayira mientras las mujeres la terminan de bañar, la visten y peinan.

La reciente esclava no sabe que años después, en un futuro próximo, la atención personal recibida en esta mañana estará a su disposición (si así lo desea) de volvérsele costumbre.

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