1 CAPÍTULO I | NALA

acercarse a las Ruinas y sin embargo había hecho oídos sordos a las advertencias y rumores y se había plantado enfrente de la verja de hierro forjado que daba entrada a la zona con peor reputación de la ciudad.

No tenía miedo.

Por muchos que los escalofríos recorriendo su espalda sugiriesen lo contrario.

Lo había hecho decenas de veces. Se había escabullido de casa con una capa raída para ocultarse entre las sombras y había entrado sin dudarlo ni un segundo.

Pero ese día era diferente. Alguien había pasado por allí antes que ella.

Alguien que no era él.

La verja estaba entreabierta, cuando ella sabía que él siempre se había encargado de cerrarla después de pasar. Aunque eso no era lo más alarmante del asunto. Lo extraño era el pañuelo blanco que siempre dejaba atado a una de las rejas, seguía en su sitio como era habitual, pero no era blanco, si no de un profundo color carbón.

Ese pañuelo le servía a ella para saber si él ya estaba allí. Era su seña. Esta vez no sabía como interpretarlo. Su instinto le decía que se diera la vuelta y volviese otro día. Su lógica por otro lado consideraba estúpido alarmarse porque el color del pañuelo hubiese cambiado. Al fin y al cabo no era más que un trozo de tela.

Deshizo el nudo que lo mantenía sujeto a la verja y lo inspeccionó. Parecía completamente ordinario. Se inclinó hacía delante, tratando de ver algo más allá de las puertas, pero no había nada inusual, aparte de los caserones derruidos dispuestos en la forma de laberinto que conocía tan bien.

Hubo un tiempo en que Las Ruinas no eran ruinas. Era uno de los barrios más lujosos de todo Kern, pero ya no quedaba nada de las mansiones de piedra blanca y jardines exóticos de los que tanto había oído hablar. Los edificios que todavía se sostenían en pie parecían a punto de caerse y formar parte de la colección de muros y piedras derruidas medio engullidas por la maleza.

Era el lugar preferido para aquellos que no querían ser encontrados, ladrones, proscritos, brujos de sangre, amantes clandestinos...aquellos como ella.

No tenía miedo.

Se acomodó la capucha de la capa sobre la cabeza y terminó por abrir la puerta de metal que parecía darle la bienvenida con un chirrido familiar. Solo se oía el crujir de sus pasos sobre el sendero de grava que serpenteaba entre las casas.

Aysel mantuvo la cabeza gacha, sin mirar hacia los lados. No quería, no podía arriesgarse a ver algo que no debía tras alguna ventana. Era la única regla no escrita de Las Ruinas. Lo que pasaba allí no podía salir fuera de la ciudad, aunque no todos confiaban en que se respetara. Lo aprendió por las malas cuando un hombre de ojos negros había estado a punto de atravesar con un cuchillo por haber sido testigo de un a fórmula de sangre fallido. Claro que al final no le había hecho daño. Nadie podía hacerle daño y salir impune.

Se frotó inconscientemente la muñeca derecha y aceleró el paso.

Se concentró en llegar rápido a su destino. Debía girar hacia la derecha en la primera bifurcación, seguir por la izquierda, atravesar el jardín de los Malwod y continuar hasta el callejón situado al lado de una vieja casa de apuestas de la que solo quedaban unas piedras... A medida que se acercaba el nudo en su estómago se acentuaba.

Nervios... ridículo. Aunque hace un tiempo que toda ella había empezado a ser ridícula. Antes no había nervios de ningún tipo. Cuando no importaba con quién se iba a reunir, sino la finalidad de reunión. Había sido una estúpida por haber permitido que esa diferencia llegase a siquiera a aparecer. Pero ya era demasiado tarde para hacer nada. No podía deshacerse de sus sentimientos, así que se contentaba con fingir que no existía. Quizás algún día, de tanto fingir acabaría por creérselo de verdad. Era una esperanza remota, como casi todo lo demás en su vida. La seguridad era un lujo que no podían permitirse las que eran como ella.

Sus pies se detuvieron un segundo antes de que ella se diera cuenta de que había llegado. Allí estaba, el estrecho callejón con el que estaba tan familiarizada. Tomó aire despacio tratando de serenarse y se adentró sin pensarlo dos veces, de otro modo acabaría dando la vuelta, huyendo como una cobarde porque no estaba, y dudaba que alguna estuviera, preparada para volverlo a ver.

No veía nada a su alrededor. No era un día muy luminoso, el cielo estaba encapotado, gris. Una promesa de lluvia antes de que cayera la noche. Se contentó con andar a ciegas, esperando no tropezarse con las piedras sueltas bajo sus pies.

Introdujo una mano en uno de los bolsillos interiores de la capa para sacar una llave. Pequeña y metálica, resultaba fría al tacto y Aysel cerró el puño alrededor de ella mientras se acercaba al final del callejón. Se agachó tanteando el suelo con la otra mano. Sus dedos rozaron la superficie húmeda de una tabla de madera mojada por la lluvia y medio podrida, la apartó hacia un lado resoplando. Debajo de ella había otra superficie de madera, incrustada en la tierra fría del suelo. Pero a diferencia de la anterior esa si le interesaba. Sus dedos rozaron una protuberancia de metal situada en el medio, la cerradura, tras varios intentos consiguió encajar en ella la llave y la giró hasta oír el pequeño ''clic'' que indicaba que podía abrir la trampilla. Tiró de ella hacia arriba con esfuerzo hasta levantarla por completo. Desde el interior llegaba un resplandor tenue suficiente para dejar a la vista unas escaleras estrechas que la invitaban a entrar.

Aysel se sacudió las manos en la capa y se dispuso a bajar las escaleras. El silencio solo se veía interrumpido por el crujido de los escalones bajo sus botas. Cerró la trampilla detrás de sí y echó un vistazo a su alrededor.

Estaba en medio de una estancia pequeña, de paredes de piedra desnuda, iluminadas tan solo por dos candelabros a cada lado de la escalera. No había nada más. Una abertura en una de las paredes daba a un túnel estrecho, y nada más verlo sintió un retortijón en el estómago.

Allí había comenzado toda eso una vez...

Tomó una respiración profunda y se bajó la capucha.

Se encaminó en dirección al túnel diciéndose que no había razón ninguna para estar inquieta, al menos, ninguna más allá de la habitual.

El corredor tallado en piedra era estrecho y si Aysel fuera un centímetro más alta tendría que caminar encorvada, pero la recorrido no era demasiado largo. Al llegar al final, un tapiz color escarlata la separaba de la estancia que había más adelante.

Permaneció en silencio antes de decidirse a entrar o no, tratando de oír algo, a alguien, cuando una voz la hizo dar un respingo.

— No te hagas de rogar Aysel. La espera se me ha hecho eterna.

No había dudas. Ese tono burlón de palabras arrastradas era inconfundible.

Ese tono que le indicaba que todo seguía igual. Que no había nada por lo que preocuparse. Que él estaba bien. Odiaba que le importase tanto su bienestar. Odiaba el hecho de que le bastara con oír su voz para sentirse segura y bien, porque ella no estaba segura, no iba a estar bien, y en todo caso sabía que solo era una ilusión creada por sus malditos sentimientos, que habían decidido ponerse en su contra. Había sido peor cuando se descubrió a sí misma disfrutando de ese engaño, no quería, no podía...bajo ningún motivo.

Pero al parecer estaba a salvo, porque esas emociones solo fluían de su parte, y por mucho que doliera admitirlo, eso era lo que le hacía más daño de toda esa situación.

Porque un amor prohibido era malo, pero peor era que este ni siquiera fuera correspondido.

Ridículo, le recordó esa vocecita en su cabeza. Y Aysel estaba de acuerdo.

Así que se acomodó un mechón de cabello negro detrás de la oreja, plasmó su habitual sonrisa burlona en el rostro y apartó el tapiz preparada para continuar con su mejor interpretación de la chica que bajo ningún concepto estaría enamorada de Kyran.

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