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La espina maldita (español)

A veces la cura puede ser peor que la enfermedad. Cuando Ainelen decide unirse a La Legión, jamás pensó que eso terminaría metiéndola en un lío mayor que estar obligada a casarse de joven. Su vida, despojada de libertad y de la posibilidad de elegir un futuro, se transforma en una hazaña por mantenerse existiendo junto a un grupo de chicos.

signfer_crow · Fantasy
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78 Chs

Cap. 26 Lo que la oscuridad oculta

—No lo permitiré —dijo mamá, con el mentón levantado. Sus ojos llenos de convicción caían sobre la niña que yacía delante de ella, quien tenía sus pequeñas manos cruzadas sobre su barriga.

No era solo una pose, Ainelen estaba suplicando.

—No pasará nada, Ayelén. Te juro que estaré pendiente de ella —respondió papá, gesticulando una expresión compasiva—. Los exploradores limpiaron la zona completa hace poco.

—No dudo de ti, Tahiel. Es esta chica inquieta la que me preocupa.

—Un paseo al bosque no hará daño. Tu hija necesita conocer más allá de los muros. Qué aburrido es estar encerrado aquí, ¿no es cierto, Nelen?

Ainelen cambió su rostro entristecido por uno enérgico, entonces levantó sus manos.

—¡Sí!

Para mamá, fue como si la hubieran insultado, porque se le hinchó una vena en todo el centro de su blanca frente. Sin embargo, al cabo de un momento, relajó su postura y exhaló.

—Bien, bien. Hagan lo que quieran —se dio la vuelta e ingresó a la casa, cerrando la puerta con cierta brusquedad.

—¡Victoria! —exclamó Ainelen, dando saltitos que eran replicados por su única y larga trenza.

—Debemos traerle agua y pasar a adquirir víveres a la vuelta. Con tu madre las cosas nunca salen gratis.

La niña asintió, ausente a las preocupaciones que torturaban a sus padres. Había logrado su cometido, así que todo estaba bien. No hallaba la hora de salir por primera vez del pueblo, por lo que pensaba gozarla como no lo había hecho jamás.

Su padre se adelantó, algo de lo que se dio cuenta cuando el hombre de sombrero ya iba cruzando la calle. Tahiel se detuvo a esperarla, así que Ainelen corrió sonriente para ir con él.

Qué emocionante. Papá era muy agradable, a diferencia de mamá.

Papá.

¿Papá?

Ainelen se quedó estática viéndolo a la cara.

Oh sí. Este era su padre: Tahiel, un hombre de tez blanca y bigote arqueado. Sus ojos negros se veían cansados, aunque siempre habían sido así. Su apariencia era la de alguien que te haría sonreír, no importando el momento en que te lo encontraras.

Cuando él se dio la vuelta para continuar, Ainelen fracasó en su intento por seguirlo. Un peso en su pecho, como una roca inmensa, la mantuvo clavada en su lugar.

Ella intentó gritar, para que papá la esperara. Pero no la oyó. ¿O la voz no le salió? Tahiel caminó y caminó, volviéndose una sombra borrosa en un paisaje blanco cegador.

Y desapareció.

******

Ainelen abrió los ojos abruptamente. Su mano se le escurrió de su pecho al tiempo que se recostaba de lado, apoyándose con un codo.

—Un sueño —murmuró para sí misma. A su lado, Danika roncaba con delicadeza.

La mancha de su brazo izquierdo estaba doliéndole. Era un dolor tenue, aunque molesto. Comenzaba en la zona en cuestión, expandiéndose hacia el resto del brazo y la parte superior de su espina dorsal.

A través de la carpa se notaba que estaba recién amaneciendo. Debía haber una persona de guardia en ese momento: Holam.

¿Por qué había soñado de repente con su padre? Hace mucho que no lo hacía.

Habían pasado siete años desde la partida de Tahiel, y, aunque se había convencido de que ya estaba superado, cada varios meses tenía algún sueño donde sus sentimientos de hija desamparada regresaban.

Lo extrañaba, honestamente era la verdad.

«Ese día, debí haberle pedido que lo trajera de vuelta. ¿Por qué no lo hice?», pensó Ainelen. La memoria la traicionaba. Todo su pasado era parajes sumidos en una sensación borrosa.

Intentó cambiar sus pensamientos.

Cuando el sol iluminó la tienda con sus primeros rayos, la muchacha decidió salir. Fuera de ella, yacían las cenizas de la fogata de la noche anterior y, de espaldas, sentado sobre una roca, estaba Holam. Como se veía encorvado, la joven creyó que estaba durmiendo. Al acercarse sigilosamente, lo encontró con sus ojos cerrados, aunque de pronto los abrió.

—¿Estás bien? —Ainelen le ofreció una sonrisa.

—Sí.

—Te veo cansado. ¿No has estado durmiendo bien?

Holam murmuró, o más bien, gimió. No fue un gesto de confirmación, sino más bien uno de molestia.

—Creo que deberías poner empeño en cuidar tu salud. No te hará bien seguir con esos hábitos. Vivirás muy poco, Holam —dijo Ainelen, ladeando la cabeza mientras su voz, un tanto agudizada, sonaba risueñamente.

—Está bien así. Tampoco es como que vivir me emocionara demasiado.

Al oír la respuesta del pelinegro, Ainelen tensó su expresión. ¿Por qué él decía eso?, ¿era así su percepción de las cosas?

—Me preocupa que pienses así, Holam.

—Ya veo.

Quería decirle algo más, pero no se le ocurrió nada. Tal vez era mejor dejarlo hasta ahí. Podría ser muy molesto que de repente ella se metiera en problemas que no le correspondían.

El grupo continuó su avance a través del Valle Nocturno, que más que un valle como tal, parecía una extensión del eterno bosque de Alcardia. Solo cambiaba el hecho de que, hasta el momento, todo árbol que se cruzaban eran pinos. La resina llegaba hasta las narices de Ainelen como una fina fragancia, aunque, a medida que más la olfateaba, se le hacía repulsiva. Era demasiado intensa.

La grieta blanquecina surcaba el cielo resquebrajado de este a oeste, como abrazando estrellas a lo largo de su figura.

Durante la mañana descendieron por un terreno disparejo, luego al mediodía, ascendieron un monte donde crecían hermosas rosas en torno a la maleza. Era como un jardín, un pequeño espacio que parecía decorado por Oularis.

Ainelen apretujó el collar que llevaba siempre junto a ella, para la buena fortuna: el hexágono del dios con un glifo de puntas asimétricas. Se decía que eran seis los pilares de su poder y creación: agua, tierra, flora, fauna, conservación y equilibrio.

Para la tarde, el peso de la armadura de cuero la tenía adolorida de los hombros, aunque eso ya lo estaba asimilando como parte de su vida cotidiana. Sus pies estaban sufriendo de heridas producto de la fricción con el interior de sus botines. También le dolían los músculos de las piernas, así como los huesos de las rodillas. En resumen, Ainelen estaba hecha un desastre.

En este punto, los demás ya se habían enterado de que se había curado la herida de sus costillas. No era raro que Amatori se los hubiera contado. De vez en cuando, le echaban miradas de curiosidad a ella y a su bastón.

«Solo no se fíen demasiado», pensó la chica de cabello ondulado y flequillo.

La tarde dio paso a la noche, que, en esa ocasión, trajo ante ellos un sonido estrepitoso viniendo desde algún lugar cercano. Cuando se dirigieron hacia allá, la luz de las lunas Amubah y Emunir fue reflejada por el agua de un riachuelo, que cuyo cause provenía de una cascada de unos cinco metros de alto.

Vartor salió corriendo y se arrodilló para comenzar a mojarse la cara.

—¡Hemos sido bendecidos!

Ainelen no estaba tan de acuerdo con esa declaración. Miró de aquí para allá, estudiando por si veía algo fuera de lugar. La noche no era tan oscura, pero, aun así, la visión sufría cuando no estaba el sol presente.

Agradeció pillar agua en el camino, pues las reservas estaban reducidas a la mitad. Sin embargo, no tenía idea si estaban en el trayecto correcto, además de que la poca comida que se habían echado a sus barrigas ya estaba hartándola. Ainelen extrañaba el pan caliente, el delicioso pastel de papas, una buena carbonada, un dulce té. ¡Qué benditas eran las manos de mamá y la abuela!

—¡No doy más! Levantemos las tiendas aquí —propuso Danika—. Ya estoy cansada de andar con esta chatarra.

—La zona todavía no está asegurada —dijo Holam.

Amatori bostezó y dio unos pasos, entonces se sacó su mochila y la soltó sobre el suelo rocoso.

—Qué más da. No pasará nada a esta altura.

Así fue como decidieron por mayoría que usarían ese lugar para dormir. Vartor contaba como uno de los que votó a favor, porque desde un principio se puso a recorrer el riachuelo y luego se acuclilló cerca de la cascada, como diciendo que de ahí no lo sacaban.

—Iré a ver un poco —Holam se dio la vuelta y caminó hacia el bosque. Ainelen lo siguió, pensando al instante en lo arriesgado que era para él ir solo en esas condiciones—. No es necesario. Si sucede algo correré.

—Por favor. Nos tendrás preocupados a todos, Holam.

—Nelen, tú no eres una combatiente. Eres más propensa a ser herida.

Ainelen contuvo un gruñido. Era verdad.

Frustrada, buscó la atención de Danika y Amatori. Alguien debía acompañar al chico. Pero al ver a los primeros sentados en el suelo en posturas súper relajadas, supo de inmediato que no colaborarían.

—Vartor, ¿podrías ir con Holam?

—¡Claro!

—Nelen, no es necesario. Puedo por mi propia...

—No, Holam —lo interrumpió Ainelen, frunciendo el ceño. No estaba dispuesta a ceder—. No debes ir solo.

Durante un momento, el muchacho abrió un poco los ojos, en una expresión de sorpresa. La joven se dio cuenta de lo punzante que había sido, entonces se sonrojó y ladeó la cabeza.

—Lo siento. No quería ser grosera.

Vartor llegó corriendo y se detuvo para hacer unas flexiones de caderas. Hizo diferentes estiramientos, luego partió junto a Holam y ambos se perdieron entre los árboles.

Ainelen procedió a sentarse con el resto. Deseaba armar las carpas cuanto antes, pero necesitaba descansar un poco. A penas colocó el trasero en el suelo, Amatori se levantó exaltado.

—Estoy que me hago —dijo con voz afligida, entonces corrió a orinar detrás de unos arbustos.

Las chicas descansaron en solitario. Luego de un momento, la rizada dijo:

—Me gusta esa faceta de ti.

—¿Qué? —preguntó Ainelen, un tanto confusa.

—Deberías tener más confianza en ti misma.

Ella definitivamente tenía problemas para confiar en sí misma. Nunca había sido ese tipo de persona, ni siquiera en su infancia. Ainelen reflexionó sobre eso.

Pensamientos como "no soy buena en esto", "solo debió haber sido suerte", o, "menos mal pasó de esta manera", eran comunes cuando solía hacer algo medianamente bueno. Y, por otro lado, cuando las cosas salían mal, "soy un desastre", o, "no sirvo para esto", era lo primero que se le venía a la cabeza.

Estaba bien así. Ainelen era una persona deficiente. No tenía talentos, por lo que una hipotética confianza no tenía nada que potenciar.

«Soy así, ¿sabes? No merezco ser más de lo que ves», pensó.

Sus delirios fueron interrumpidos por un ruido que provino desde algún lugar de los alrededores. Pensaron que podía haber sido Amatori, pero el chico venía desde la otra dirección.

¿Algún animal, quizá?

Como el ruido persistió, Ainelen y Danika se pusieron de pie, alerta.

Una figura humanoide asomó entre los arbustos a los pies de los pinos. Desde esa distancia, aun con la luz de las lunas, era un manchón de negrura densa.

Solo una. Holam y Vartor eran dos. Esta persona, era poco probable que fuera uno de ellos. Para empezar, se trataba de alguien alto y al mismo tiempo de complexión robusta. No había nadie así en el grupo.

¡Uno de los perseguidores!

Ainelen dio un paso atrás, asustada. Amatori llegó corriendo donde ellas y desenfundó su espada, al igual que Danika. Alguien estaba por decir algo, pero un gruñido los enmudeció.

El extraño portaba un objeto alargado en una mano. Una lanza, aparentemente. De a poco se fue acercando al grupo, develando un rostro que fue nada de lo que se hubiesen esperado.

Ojos blanquecinos hundidos, despojados de pupilas, piel arrugada y rasgada, de una coloración pálida. Cabello hecho girones, con zonas despobladas, como si se lo hubieran arrancado. La ropa que en algún momento debió haber sido cómoda, eran harapos pasados por la misma condenación.

El ser abrió la boca y dejó salir ruidos ininteligibles. Sus dientes no habían perdido la gracia de cualquier otro ser vivo, parecían demasiado bien afilados.

Ainelen sintió una sensación repulsiva, como si se le apretaran las entrañas. Intuyó la respuesta a lo que tenía enfrente, sin embargo, solo Amatori fue capaz de pronunciarla:

—Un no-muerto.