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Kitchen

Creo que la cocina es el lugar del mundo que más me gusta. En la cocina, no importa de quién ni cómo sea, o en cualquier sitio donde se haga comida, no sufro. Si es posible, prefiero que sea funcional y que esté muy usada. Con los trapos secos y limpios, y los azulejos blancos y brillantes.

Incluso las cocinas sucísimas me encantan.

Aunque haya restos de verduras esparcidos por el suelo y esté tan sucio que la suela de las zapatillas quede ennegrecida, si la cocina es muy grande, me gusta. Si allí se yergue una nevera enorme, llena de comida como para pasar un invierno, me gusta apoyarme en su puerta plateada. Cuando levanto los ojos de la cocina de gas grasienta y del cuchillo oxidado, en la ventana brillan estrellas solitarias.

Sólo estamos la cocina y yo. Pero creo que es mejor que pensar que en este mundo estoy yo sola.

Cuando estoy agotada suelo quedarme absorta. Cuando llegue el momento, quiero morir en la cocina. Sola en un lugar frío, o junto a alguien en un lugar cálido, me gustaría ver claramente mi muerte sin sentir miedo. Creo que me gustaría que fuese en la cocina.

Antes de que me acogiera la familia Tanabe, dormía siempre en la cocina. Una noche en que no podía conciliar el sueño, salí de mi habitación y busqué un lugar cómodo. Me di cuenta, al amanecer, de que donde mejor podía dormir era junto a la nevera.

Yo, Mikage Sakurai, soy huérfana. Mis padres murieron jóvenes. Me criaron mis abuelos. Mi abuelo murió en la época de mi ingreso en la escuela secundaria. Desde entonces, vivíamos solas mi abuela y yo.

Hace poco murió mi abuela inesperadamente. Me asusté.

La familia, esta familia que realmente he tenido, fue reduciéndose poco a poco a lo largo de los años, y ahora, cuando recuerdo que estoy aquí, sola, todo lo que tengo ante los ojos me parece irreal. Ahora, en la habitación en la que nací y crecí, me sorprende ver que el tiempo ha pasado y que estoy sola.

Como en la ciencia ficción. Es la oscuridad del universo.

Después del entierro estuve como ausente tres días.

Yo arrastraba suavemente un sueño tranquilo que acompañaba a una tristeza inmensa sin hacerme apenas derramar lágrimas, y extendí el futon[1] en la cocina, que brillaba en silencio. Como Linus, dormí envuelta en una manta. El zumbido de la nevera me protegía de los pensamientos de soledad. Allí, la noche, larga, pasó bastante sosegada y llegó la mañana.

Sólo quería dormir bajo las estrellas.

Sólo quería despertarme con la luz de la mañana.

Todo lo demás, simplemente, fue pasando despacio.

¡Pero… yo no podía seguir así! La realidad es dura.

Mi abuela me había dejado algún dinero, pero el apartamento era demasiado grande para una persona sola y tenía que buscar otro.

Qué remedio. Compré una revista de apartamentos de alquiler y la hojeé, pero al ver, uno tras otro, tantos apartamentos parecidos, me mareé. Una mudanza es un trabajo pesado. Hace falta fuerza.

No me sentía bien. Tumbada día y noche en la cocina, tenía el cuerpo entumecido, y tampoco me importaba aclarar mis ideas. Total, para ir a ver apartamentos, trasladarme, solicitar el teléfono…

Enumerando todas las dificultades que se me ocurrían, me desanimaba y me pasaba los días sin hacer nada. Fue entonces, lo recuerdo muy bien, cuando él vino como un milagro caído del cielo.

—¡Ding-dong! —el timbre sonó inesperadamente.

Era una tarde de primavera un poco nublada. Harta ya de hojear revistas de apartamentos, estaba empaquetándolas con una cuerda. De todos modos tenía que mudarme. Salí corriendo atolondrada con una especie de camisón y, sin pensar, descorrí el cerrojo, abrí la puerta (no era un ladrón, por suerte) y allí estaba Yūichi Tanabe.

—Te agradezco lo del otro día —dije.

Era un chico muy amable, un año menor que yo. Me ayudó mucho el día del funeral. Me dijo que estudiaba en la misma universidad que yo. En aquella época yo no iba mucho por clase.

—No tiene importancia —dijo—. ¿Has decidido ya dónde vas a vivir?

—No, aún no —y sonreí.

—Me lo imaginaba.

—¿Por qué no entras? ¿Te apetece un té?

—No. Ahora tengo prisa —sonrió—. He pasado un momento a decirte sólo una cosa. Lo he estado hablando con mi madre. ¿Quieres vivir una temporada en casa?

—¿Qué? —dije.

—De todos modos, pásate por casa esta noche alrededor de las siete. Mira, te he hecho un plano.

—Sí —cogí el papel, confusa.

—Bueno, entonces hasta luego. A mi madre y a mí nos encantaría que vinieras, Mikage.

Sonrió. Como su expresión era alegre, me quedé mirándolo fijamente a los ojos, allí de pie en el recibidor que tan acostumbrada estaba a ver. También era porque había dicho mi nombre inesperadamente.

—Bueno, sí…, iré a veros, sea como sea.

Por un momento me había tentado su ofrecimiento. Su actitud, muy serena, me hacía confiar en él. En la oscuridad que se cerraba delante de mis ojos se veía un camino seguro que brillaba con una luz blanca. Por eso había hablado así.

—Hasta luego —dijo sonriendo, y se fue.

Hasta el entierro de mi abuela apenas lo conocía. Aquel día, cuando Yūichi Tanabe vino, me pregunté, de verdad, si no había sido el amante de mi abuela. Mientras quemaba incienso le habían temblado las manos y cerró los ojos llorosos. Al mirar la fotografía de mi abuela, volvió a derramar lágrimas.

Parecía tan triste que, por un momento, pensé que quería a mi abuela más que yo.

Enjugándose las lágrimas con un pañuelo, había dicho:

—Déjame que te ayude.

Y me ayudó mucho.

Yūichi Tanabe.

Debía de estar aturdida, porque me costó recordar cuándo había oído a mi abuela decir aquel nombre.

Trabajaba en la floristería a la que mi abuela solía ir. Recuerdo que decía a menudo: «Hay un chico muy amable…», «Yūichi Tanabe…», «Hoy también…».

A mi abuela le gustaban mucho las flores, y nunca dejó de poner un ramo en la cocina. Por eso iba a la floristería dos veces por semana. Pensándolo bien, creo que él vino una vez a casa, detrás de mi abuela, llevando una planta en los brazos.

Era guapo, de brazos y piernas largos. Yo no lo conocía, pero estaba segura de haberlo visto en la tienda trabajando con verdadera pasión. Después, cuando al fin lo conocí, pensé que transmitía una sensación de aislamiento, no sé por qué. Aunque su forma de ser y de hablar eran dulces, me pareció que estaba solo. En fin, lo conocía tan poco que para mí era un perfecto extraño.

Aquella noche llovía. Fui andando, con el plano, en la noche brumosa de primavera mientras una lluvia tibia envolvía las calles.

La familia Tanabe vivía justo frente a mi casa. Pero entre su casa y la mía estaba el parque central. Al atravesarlo, casi me ahogó el aroma del verdor de la noche. Caminé, chapoteando, por el arco iris reflejado en el camino brillante y mojado.

Sinceramente, me dirigía a casa de los Tanabe sólo porque me habían invitado. No pensaba en nada.

Cuando levanté los ojos y vi lo alto que estaba el décimo piso, pensé que, seguramente, desde su casa habría una vista nocturna preciosa.

Salí del ascensor, avancé por el pasillo en el que mis pasos resonaban demasiado. Al apretar el timbre, Yūichi abrió la puerta.

—Bienvenida —dijo.

—Hola —dije, y entré en una habitación bastante extraña.

Lo primero que atrajo mi mirada fue un enorme sofá que dominaba el salón, junto a la cocina. De espaldas a los estantes donde se alineaban ollas y potes, en vez de la mesa y la alfombra, estaba el sofá. Era un sofá tapizado en beige, como para un anuncio publicitario, como para que se sentara toda una familia a ver la televisión, como para que frente a él se tumbara un perro demasiado grande para una casa japonesa. Realmente era un sofá magnífico.

A través de un gran ventanal se veía la terraza, tan llena de plantas, en macetas y jardineras, que parecía una jungla. Toda la casa estaba llena de flores. Por todas partes había jarrones, todos diferentes, llenos de flores.

—Mi madre ha dicho que se escaparía un rato del bar. Mientras, si quieres, puedes mirar la casa. ¿Quieres que te la enseñe? ¿En qué te fijas tú? —dijo Yūichi, sirviendo el té.

—¿Para qué? —dije, desde el blando sofá.

—Para juzgar la casa y a los que viven en ella. Dicen que se puede conocer a la gente viendo su lavabo.

Hablaba con sosiego, sonriendo débilmente.

—En la cocina —dije.

—¿Ah, sí? Aquí está. Puedes mirar lo que quieras —dijo él.

Fui dando vueltas, mirándolo todo con atención, detrás de Yūichi, que preparaba té.

La alfombra, sobre el parqué reluciente, era suave; las zapatillas de Yūichi, de buena calidad; los cacharros de cocina, justo los necesarios y muy usados, estaban colgados en fila, ordenadamente. Junto a una sartén plateada, había un cuchillo de pelar alemán que también yo tenía en casa. Mi abuela, que era muy perezosa, estaba encantada con lo fácil que resultaba pelar con él las verduras.

El pequeño fluorescente iluminaba los vasos de cristal brillantes y los cacharros que aguardaban silenciosamente su turno. Estos objetos, a pesar de no ser uniformes, tenían una elegancia extraña. También había utensilios para algún uso específico, como los tazones, la fuente para gratinar, bandejas gigantescas, jarras de cerveza con tapa… No sé por qué, pero era fantástico que estuvieran allí todas estas cosas. También había una nevera pequeña. Yūichi me dijo que podía abrirla y, cuando lo hice, vi que estaba muy bien ordenada, sin sobras de comida.

Asintiendo con la cabeza, di unas vueltas mirándolo todo. Era una buena cocina. Me enamoré sólo con verla.

Cuando volví a sentarme en el sofá, me trajo un té caliente.

Estar frente a alguien que apenas conocía, y en su casa, me hizo sentir que no tenía a nadie en el mundo.

Veía mi imagen reflejada en el gran cristal en el que la noche iba difuminando cada vez más el paisaje nocturno mojado por la lluvia.

No había nadie en el mundo de mi misma sangre, y, así, me era posible ir a cualquier lugar y hacer cualquier cosa. Era magnífico.

Hace poco palpé, por primera vez, con mis manos y con mis ojos, un mundo amplio, una oscuridad profunda y un goce y una soledad sin fin. Me parece que, hasta ahora, he estado mirando el mundo con un ojo cerrado.

—¿Por qué me has dicho que viniera? —pregunté.

—He pensado que estarías pasando un mal momento —dijo amablemente, entrecerrando los ojos—. Tu abuela siempre había sido muy cariñosa conmigo, y en casa, como ves, nos sobra sitio, así que no hay problema. Además, ¿no tienes que marcharte de allí, ya?

—Sí, el dueño ha sido muy amable y me ha dado más tiempo para mudarme.

—Entonces, ¿por qué no vienes? —dijo, como si eso fuera lo más natural.

Su actitud, nunca muy fría, nunca muy cálida, me confortaba. No sé por qué, pero había algo en él que me punzaba el corazón y me hacía llorar. Entonces, la puerta se abrió y entró, corriendo y casi sin aliento, una mujer muy hermosa.

Me sorprendió y abrí los ojos. Ya no era joven, pero era realmente hermosa. Por el espeso maquillaje y el vestido tan poco apropiado para llevar un día corriente, comprendí que trabajaba en un local nocturno.

—Es Mikage Sakurai —le dijo Yūichi al presentarme.

Ella, jadeando, con una voz un poco ronca, dijo:

—Encantada —sonrió—. Soy la madre de Yūichi. Me llamo Eriko.

¿Su madre? Estaba tan sorprendida que no podía apartar los ojos de ella. Llevaba el pelo suelto hasta los hombros, los ojos eran rasgados, profundos y brillantes, los labios bonitos, la nariz recta… y, además, todo su cuerpo emanaba una luz muy viva, como un latido de vida. No parecía un ser humano. Nunca había visto a nadie como ella.

Mirándola con una fijeza casi impertinente, dije:

—Mucho gusto —y le devolví la sonrisa.

—¿Te quedarás, verdad? —dijo cariñosamente y, luego, volviéndose hacia Yūichi—: No podía escaparme. He dicho que iba al lavabo y he venido corriendo. Convence a Mikage para que se quede, por la mañana tendré más tiempo —dijo inquieta y, haciendo ondear su vestido rojo, corrió hacia el recibidor.

—¿Te llevo en coche? —le preguntó Yūichi.

—Siento haberle causado tantas molestias —dije yo.

—En absoluto. No esperaba que, precisamente hoy, se llenara el bar. Así que eres tú quien debe perdonarme. Entonces, mañana, ¿verdad?

Iba corriendo de un sitio a otro con sus tacones altos. Yūichi dijo:

—Espérame viendo la tele, haz lo que quieras.

Salió corriendo tras ella y yo me quedé allí, asombrada.

«Mirándola bien bien, tiene las arrugas propias de su edad y los dientes no son perfectos». Y sentí que ésta era la parte de ella que me parecía más humana. Sin embargo, era una mujer magnífica. Hacía que quisiera verla de nuevo. En mi corazón, una luz tibia brillaba suavemente con los restos de su imagen, y comprendí que eso era la fascinación. Como Helen cuando descubrió el agua[2], las palabras explotaron, frescas, ante mis ojos. No estaba exagerando, tanta había sido la sorpresa que me había producido el encuentro.

Yūichi volvió al poco jugueteando con las llaves.

—Si no tenía más de diez minutos, hubiera bastado una llamada, ¿no crees? —dijo, quitándose los zapatos.

Yo, sin moverme del sofá, dije:

—Sí.

—Mi madre te ha dejado boquiabierta, ¿eh? —dijo.

—Sí. Es que es tan guapa… —respondí con franqueza.

—Sí, mucho. —Yūichi se acercó sonriendo y se sentó en el suelo frente a mí—. Se ha hecho la cirugía estética —dijo.

—¿Ah, sí? —dije, fingiendo naturalidad—. He pensado que no os parecíais.

—¿Te has dado cuenta? —continuó de una forma increíblemente extraña—. Es un hombre.

Esta vez no siguió hablando.

Yo, con los ojos muy abiertos, lo miraba en silencio.

Aún, sí, aún pensaba que no tardaría en decirme que era una broma. Aquellos dedos delgados, aquellos gestos, la manera de andar… Contuve el aliento recordando aquella cara tan hermosa y esperé, pero Yūichi parecía estar simplemente contento.

—Pero —abrí la boca—, entonces, no es tu madre como dices.

—Tú, en mi lugar, ¿la llamarías padre? —dijo tranquilamente.

En realidad no podía pensar eso. Su respuesta era lógica.

—¿Eriko es su verdadero nombre?

—No. Es falso. El verdadero es Yūji, me parece.

Sentí como si todo, ante mí, fuera blanquísimo. Después logré serenarme y entrar en la conversación. Pregunté:

—Entonces, ¿quién es tu verdadera madre?

—Hace tiempo ella era un hombre —dijo—, cuando era joven. Entonces estaba casado y su mujer era mi verdadera madre.

—¿Qué clase de persona debía de ser? —dije sin poder adivinarlo.

—Ni yo mismo lo recuerdo. Era muy pequeño cuando murió. Pero tengo una foto. ¿Quieres verla?

—Sí.

Moví la cabeza afirmativamente y él, sin levantarse, deslizó fuera de su cartera de mano un billetero, sacó una fotografía antigua y me la dio.

Era una cara difícil de describir. Pelo corto, ojos y nariz pequeños. Producía una sensación extraña. Era una mujer de edad indefinida… y, como yo continuaba callada, Yūichi dijo:

—Debía de ser una persona muy extraña.

Y yo sonreí incómoda.

—Los padres de mi madre, la de la foto, acogieron a Eriko cuando era pequeño bajo no sé qué circunstancias. Ellos crecieron juntos. Incluso cuando Eriko era un hombre, era muy guapo y tenía mucho éxito. —Yūichi sonrió y miró la fotografía—. No sé por qué, pero tiene una cara muy rara. Él estaba obsesivamente enamorado de mi madre, así que huyeron juntos, abandonando la casa de los padres.

Yo asentí con la cabeza.

—Cuando murió mi madre, Eriko dejó el trabajo. Me tenía a mí y yo aún era pequeño. Se estuvo preguntando qué debía hacer en su situación. Fue entonces cuando decidió convertirse en mujer. Además, se dijo que ya nunca amaría a nadie. Al parecer, antes de ser mujer, era taciturno. Odia las cosas incompletas, así que se operó la cara, el cuerpo, y con el dinero que le quedó abrió un bar «de ésos». Y me crio. Ella sola, una mujer sola, si puede llamarse así.

Sonrió.

—¡Qué vida tan increíble!, ¿no crees? —dije.

—Y aún sigue viviendo —dijo Yūichi.

No sabía si podía confiar en ellos o si aún me ocultaban algo. Cuanto más escuchaba, menos comprendía.

Pero yo creía en la cocina. Además, ellos, pese a ser tan distintos entre sí, tenían puntos en común. Aquellas caras sonrientes brillaban como si fuesen Buda. Yo pensé que aquello me gustaba.

—Mañana por la mañana no voy a estar en casa, pero coge lo que quieras —dijo Yūichi con cara de sueño mientras me enseñaba cómo funcionaba la ducha y dónde estaban las toallas, llevando una manta y un pijama entre los brazos.

Después de oír su historia (extraordinaria), y sin pensar todavía con demasiada claridad, mirando un vídeo con Yūichi y hablando de la floristería y de mi abuela, el tiempo pasó con rapidez. Era ya la una de la madrugada. El sofá era muy cómodo. Era tan amplio y mullido que una vez te sentabas en él ya no podías levantarte.

—Tu madre —empecé a decir—, ¿no será que vio el sofá en la sección de muebles, se sentó, se encaprichó de él y acabó comprándolo?

—¡Premio! —dijo—. Ella vive sólo para sus caprichos. Sin embargo, creo que es fabuloso tener la capacidad de satisfacerlos.

—Tienes razón —dije.

—Bien, de momento el sofá es tuyo. Será tu cama. Realmente, no está mal que sirva para algo.

—Yo —dije tímidamente—… ¿puedo dormir aquí, de verdad?

—Sí —dijo resuelto.

—… Es un honor —dije.

Después de explicármelo todo por encima, me dio las buenas noches y volvió a su habitación.

También yo tenía sueño.

Mientras me bañaba en una casa que no era la mía, con el agua caliente desapareció el cansancio que arrastraba desde hacía semanas, y me pregunté qué estaba haciendo.

Me puse el pijama que me había dejado y salí al salón silencioso. Descalza, fui a ver la cocina de nuevo. Efectivamente, era una buena cocina.

Y luego, al llegar junto al sofá, mi cama aquella noche, apagué la luz.

Junto a la ventana, las plantas resaltaban en la luz tenue y respiraban en silencio enmarcadas por la magnífica vista nocturna del décimo piso. El paisaje en la noche… tras la lluvia, relucía en el aire transparente lleno de humedad y brillaba de una manera magnífica.

Arropada entre las mantas, pensé que era divertido dormir, también aquella noche, al lado de la cocina, y sonreí. Pero no había soledad. Quizá porque esperaba algo. Quizá porque estaba esperando tan sólo una cama donde poder olvidar, por un instante, las cosas que habían sucedido hasta entonces, las que vendrían después. Al tener a alguien cerca, la soledad es más cruel. Pero había una cocina, plantas, había otras personas bajo el mismo techo, paz y… es better. Sí, esto es better.

Me sosegué y me dormí.

Desperté con el ruido del agua.

Era una mañana resplandeciente. Cuando me levanté medio dormida, la «señora Eriko» estaba allí, en la cocina, de espaldas. Su vestido, comparado con el del día anterior, era discreto, y dijo:

—Hola.

Al volverse, su rostro era todavía más deslumbrante y me desperté de golpe.

—Buenos días.

Se incorporó, abrió la nevera y puso cara de apuro. Me miró, y dijo:

—A estas horas siempre estoy durmiendo aún, pero hoy tengo hambre, no sé por qué… Pero en esta casa no hay nada. Podríamos pedir que nos trajeran algo, ¿qué te apetece? —dijo.

Me levanté.

—¿Hago algo? —dije.

—¿En serio? —dijo, y añadió con aire dubitativo—: Tan dormida, ¿vas a poder sostener el cuchillo?

—No hay problema.

La habitación estaba tan llena de luz como un solárium. El cielo azul pastel, inmenso, resplandecía y lo llenaba todo.

Se me iba aclarando la vista con la alegría de moverme por aquella cocina que tanto me gustaba y, de repente, me acordé de que ella era un hombre.

La miré de manera inconsciente. Un déjà vu como una tempestad me azotó.

En la luz, dentro del chorro de luz de la mañana brillante, ella, que había atraído hacia sí un cojín y estaba mirando la tele tendida en el suelo de aquella habitación polvorienta con olor a madera, ella era magnífica, inolvidable.

Eriko comía contenta los huevos y el arroz que yo había preparado, junto con la ensalada de pepino.

A mediodía, llegan desde fuera, con una jovialidad casi primaveral, las voces de unos niños que están jugando en el jardín del bloque.

Junto a la ventana, las plantas brillan de verde frescor enmarcadas por la dulce luz del sol y, a lo lejos, unas nubecillas se deslizan lentamente por el cielo claro.

Era un mediodía tibio y apacible.

Me parecía extraño estar desayunando tan tarde con un desconocido, y ésa era una escena que hasta ayer no hubiera podido ni imaginar.

Como no había mesa, pusimos las cosas directamente en el suelo y comimos. El sol atravesaba el vaso, y el color verde del té japonés frío temblaba reflejándose en el suelo.

—Yūichi ya me había dicho —dijo Eriko tras mirarme con fijeza—, que te parecías a Non-chan, pero es que, realmente… te pareces.

—¿Quién es Non-chan?…

—Un perrito.

—¡Ah!… Un perrito.

—Los ojos, el pelo… Ayer cuando te vi por primera vez casi suelto una carcajada. De verdad.

—¿Ah, sí? —Y pensé: «No creo que sea el caso, pero espero que no se trate de un San Bernardo, o de algo parecido».

—Cuando murió Non-chan, Yūichi no podía tragar ni un bocado. Por eso no puede ser indiferente a lo que te sucede. Pero lo que no sé decirte es qué clase de simpatía siente por ti.

Se rio con una risilla sofocada.

—Creo que es de agradecer —dije yo.

—Parece que tu abuela le tenía mucho cariño, ¿verdad?

—Sí. Mi abuela quería mucho a Yūichi.

—Este chico… Yo estaba ocupada y no estuve muy pendiente de su educación, así que he fallado.

—¿Fallado? —me reí.

—Eso es —dijo con una sonrisa muy propia de una madre—. Tiene emociones disparatadas y en su relación con la gente es un poco frío. Muchas veces no actúa como es debido, pero yo quería que fuese cariñoso, ¿sabes? Me fijé sólo en eso. Y es un chico realmente cariñoso.

—Sí, entiendo.

—Tú también lo eres.

Ella, que en realidad era él, estaba sonriendo. Su cara se parecía al rostro sonriente y apocado de los homosexuales de Nueva York que había visto a menudo en la tele. Pero ella era demasiado fuerte para eso. Su gran encanto brillaba y la había conducido hasta donde estaba ahora. Me doy cuenta de que no han podido detenerla, ni su esposa muerta, ni su hijo, ni siquiera ella misma. Llevaba todo esto consigo y una soledad silenciosa la impregnaba.

Mientras comía pepino, dijo:

—Ya sé que mucha gente lo dice sólo por decir, pero puedes quedarte aquí todo el tiempo que quieras. Estoy convencida de que eres una buena chica y me alegro sinceramente. No tener adonde ir cuando te sientes desgraciado es duro. Te lo ruego, aprovéchalo sin ningún reparo, ¿de acuerdo? —insistió, mirándome a los ojos.

—… Naturalmente, pagaré el alquiler —algo me oprimía el pecho y hablé con desesperación—. Déjame dormir aquí hasta que encuentre un lugar para vivir.

Eriko sonrió.

—Claro, no debes preocuparte en absoluto. Y puedes hacer arroz hervido de vez en cuando. Es mucho más sabroso que el de Yūichi —dijo.

Vivir con un anciano es terriblemente inseguro. Cuanto mejor se encontraba mi abuela, más incierto era. En realidad, cuando estaba con ella, nunca lo había pensado e intentaba vivir feliz, pero ahora, al mirar atrás, tenía que pensarlo.

Yo siempre, en cualquier momento, cuando pensaba: «Mi abuela puede morir», tenía miedo.

Cuando llegaba a casa, mi abuela salía de la habitación de estilo japonés donde estaba el televisor y decía: «¡Ya has llegado!». Cuando era tarde, antes de volver, siempre compraba un pastel. Ella nunca se enfadaba si le decía que dormiría fuera ni por ninguna otra razón. Era una abuela maravillosa. Mientras veíamos la tele comíamos pastel, a veces con café, a veces con té japonés, y pasábamos el rato antes de acostarnos.

En la habitación de mi abuela, que no había cambiado desde mi niñez, hablábamos, por hablar, de chismes, de espectáculos y de las cosas del día. Me parece que también me había contado cosas de Yūichi.

Por más enamorada que yo estuviera, o aunque hubiese bebido sake y estuviese borracha, siempre, en el fondo de mi corazón, me preocupaba por ella, mi única familia.

Por más jovial que fuera la convivencia entre la niña y la anciana, fui consciente bastante pronto, aunque nadie me lo hubiera explicado, de que un silencio escalofriante que se respiraba en los rincones iba llenándolo todo, y de que había un vacío que no se podía llenar.

A Yūichi creo que le había sucedido lo mismo.

En este camino escarpado, realmente oscuro y solitario, me daba cuenta de que la única salida era hacer algo brillante. Me habían criado con amor, pero siempre me había sentido sola.

… Alguna vez, sin falta, todos iremos dispersándonos en la oscuridad del tiempo y desapareceremos.

Voy andando con el aire de haber aprendido todo esto con mi propio cuerpo. El comportamiento de Yūichi conmigo puede ser natural.

… Y por esta razón empecé a llevar una vida de parásito.

Me permití estar sin hacer nada hasta que llegó mayo. Así, disfruté cada día como si estuviera en el paraíso.

Iba, por supuesto, todos los días a mi trabajo de media jornada y después, limpiando, mirando la tele y haciendo pasteles, llevaba la vida de un ama de casa.

Poco a poco fueron entrando la luz y el aire en mi corazón y esto me hizo muy feliz.

Yūichi: las clases y el trabajo; Eriko: el bar de noche; por eso casi nunca nos reuníamos todos.

Al principio no estaba acostumbrada a dormir en un sitio de vida tan liberal, pero decidí ordenar mis cosas poco a poco, y pronto me habitué, a pesar de que era muy engorroso ir y venir de casa de los Tanabe a mi antiguo hogar.

Quería tanto el sofá de casa de los Tanabe como la cocina. Allí se podía saborear el sueño. Oyendo la respiración de las plantas y sintiendo el paisaje nocturno al otro lado de las cortinas, me dormía al instante.

No podía desear nada más y era feliz.

Siempre ha sido así: nunca me he movido hasta llegar al límite. También entonces, cuando estaba en un momento realmente desesperado, apareció alguien y me ofreció una cama caliente, y eso, exista o no, se lo agradecí a Dios de corazón.

Un día volví a mi antigua casa para ordenar algunos paquetes que aún quedaban.

Cada vez que abría la puerta sentía un escalofrío. Aquel lugar, desde que ya no vivía allí, había acabado por parecerse a la cara de un extraño.

Silenciosa y oscura, no hay vida. ¿No es como si evitaran mirarme todas aquellas cosas que estaba acostumbrada a ver? En vez de decir: «Hola, ya estoy aquí», debo entrar de puntillas, diciendo: «¿Molesto?».

Mi abuela murió, y con ella murió también el tiempo de aquella casa.

Realmente sentí eso. No puedo hacer nada, ya. Sólo irme… Limpié la nevera mientras tarareaba sin pensar El viejo reloj de mi abuelo.

Entonces sonó el teléfono.

Era Sōtarō, tal como imaginaba al coger el auricular.

Era un antiguo… novio. Nos separamos en la época en la que mi abuela se puso peor.

—¿Oiga? ¿Mikage? —dijo aquella voz que añoraba hasta las lágrimas.

—¡Cuánto tiempo sin verte!

Pero lo dije con desapego. Hablar así quizá sea una mala costumbre, pero no tiene nada que ver con el fingimiento o la turbación.

—Como no vas a clases, he preguntado por ahí qué te pasaba y me han dicho que ha muerto tu abuela. No me lo esperaba… Ha debido de ser muy duro, ¿verdad?

—Sí, por eso estoy un poco ocupada…

—¿Puedes salir ahora?

—Sí.

Mientras quedábamos, alcé la vista hacia la ventana y, fuera, el cielo era gris y sombrío.

Vi que algunas nubes iban alejándose empujadas con fuerza por el viento. En este mundo…, con seguridad, no hay tristeza. Sin duda, no hay nada en absoluto.

Sōtarō era un chico al que le gustaban los parques.

Le gustaban tanto los lugares verdes, el aire libre y el campo que, incluso en la universidad, estaba a menudo en el jardín o en un banco al lado de los campos de deporte. Ya antes era leyenda que, si lo buscabas, podías encontrarlo en un lugar verde. Dicen que en el futuro quiere dedicarse a un trabajo relacionado con la botánica.

Y yo, al parecer, he estado relacionada con un hombre interesado en la botánica.

Él, que era plácido y alegre, y yo, en una época en la que tenía paz, formábamos una pareja de estudiantes de fotografía. A causa de sus gustos, quedábamos siempre en el parque, incluso en pleno invierno, pero a menudo yo llegaba tan tarde que no sabía cómo excusarme y, entonces, buscamos un lugar intermedio como concesión mutua: una cafetería muy grande que estaba al lado mismo del parque.

Y, también hoy, Sōtarō estaba en aquella cafetería grande, sentado en el asiento más cercano al parque y mirando hacia fuera.

Al otro lado del gran cristal se veían los árboles mecidos por el viento bajo un cielo completamente nublado. Cuando se dio cuenta de que me acercaba a él, entrecruzándome con las camareras que iban y venían, sonrió.

Me senté frente a él.

—Me parece que va a llover —dije.

—¡Qué va! Si está aclarando —dijo Sōtarō—. ¿Por qué será que dos personas que hace mucho que no se ven, cuando se encuentran, acaban siempre hablando del tiempo?

Me tranquilizó su cara sonriente. Creo que tomar el té por la tarde con un amigo de toda confianza es algo realmente bueno. Sé que se mueve mucho cuando duerme, sé que le gusta echarse mucha leche y azúcar en el café, y también sé que pone una cara tontamente seria delante del espejo cuando se peina con el secador su mechón de pelo rebelde. Y si fuese ahora la época en que estábamos realmente unidos, creo que me estaría preocupando sólo por la laca de las uñas de mi mano derecha que habría saltado al limpiar la nevera.

—De ti, ahora —dijo Sōtarō como si se acordara de repente, mientras estábamos hablando de cosas intrascendentes—, dicen que vives en casa de los Tanabe.

Me sorprendió.

Me sobresalté tanto que ladeé la taza que tenía en la mano y acabé vertiendo mucho té en el plato.

—Es el tema del día en la universidad. ¡Increíble! ¿No te has enterado? —dijo Sōtarō sonriendo con cara de apuro.

—Ni siquiera sabía que estuvieras enterado ¿Quién…? —dije.

—La novia de Tanabe, o… ¿tendría que decir ex novia?… Esta chica, pues, le dio una bofetada en el comedor de la universidad.

—¿Qué? ¿Por culpa mía?

—Eso parece. Pero a vosotros os irá bien, ¿no? Al menos, eso es lo que he oído.

—¿Qué? Es la primera vez que lo oigo —dije.

—Pero… ¿no vivís los dos juntos?

—Su madre —(no era rigurosamente cierto, pero…)— también vive allí.

—¿Quée? ¡Eso es mentira! —dijo Sōtarō gritando.

Yo antes amaba realmente su franqueza y jovialidad, pero ahora estaba gritando y sólo sentía vergüenza.

—Tanabe… —dijo—, dicen que es un poco raro, ¿no?

—No lo conozco muy bien —dije—. Lo veo muy poco y… no hemos hablado de nada en especial.

A mí me recogieron como un perro abandonado.

Ni siquiera me quieren.

Ni siquiera sé nada de él.

Ni siquiera me había enterado de que había habido una pelea… Como una imbécil.

—Ya. Es que yo nunca he comprendido bien tus gustos —dijo Sōtarō—. De todas formas, creo que has tenido suerte. ¿Hasta cuándo piensas estar allí?

—No lo sé.

—Piénsalo bien —sonrió.

—Sí. Lo haré —contesté.

A la vuelta cruzamos el parque. La casa de los Tanabe se veía muy bien entre los árboles.

—Vivo allí —señalé.

—¡Qué bien! Al lado mismo del parque. Si yo viviera allí, me levantaría a las cinco de la mañana y me iría a pasear.

Sōtarō sonrió. Era muy alto y yo siempre tenía que mirar hacia arriba. «Si fuera él, seguro…», pensé mirando su perfil, «… seguro que me sacaría a rastras, obligándome a buscar otro apartamento, y hasta me arrastraría a la escuela».

Eso, este espíritu sano, me gustaba, me admiraba, pero había estado a punto de despreciarme a mí misma por no lograr ser así. Antes.

Era el mayor de una familia de muchos hermanos, y de su casa traía, sin darse cuenta, una alegría que me reconfortaba.

Pero yo, de todas formas…, lo que necesitaba en aquel momento era la extraña alegría de la casa de los Tanabe, su sosiego… y eso no podía pensar en explicárselo a él. Además, no tenía ninguna necesidad de hacerlo; pero es que, cuando estaba con él, sucedía siempre lo mismo. Me entristece ser yo misma.

—Bueno…

Algo cálido que hay en lo más hondo de mi pecho le hace una pregunta esencial a través de mis ojos:

—¿Todavía me quieres?

Sonrió y en sus ojos rasgados había una respuesta directa:

—Sé fuerte.

—Lo intentaré —respondí, y diciéndonos adiós con la mano nos separamos. Y este sentimiento, sin cambiar, irá hacia un lugar lejano que no tiene fin y desaparecerá.

Aquella noche estaba mirando un vídeo cuando se abrió la puerta de la calle y entró Yūichi con una gran caja entre los brazos.

—Hola.

—¡He comprado un procesador de textos! —dijo Yūichi, alegre.

Hacía poco que me había dado cuenta: a los habitantes de aquella casa les enloquecían las compras. Y, además, las compras grandes. Principalmente los electrodomésticos.

—¡Qué bien! —dije.

—¿Quieres que te escriba algo?

—¡Pues claro!

Estaba pensando en hacerle escribir la letra de una canción cuando Yūichi dijo:

—¡Ya sé! ¿Quieres que te haga tarjetas de cambio de domicilio?

—¡Ah!, eso.

—¿Pero es que piensas vivir en esta gran ciudad sin dirección ni teléfono?

—Es que, cuando vuelva a mudarme, será pesado informar otra vez —dije.

—Bueno —dijo de una manera desabrida.

—Sí, vamos —pedí entonces. Pero lo que me habían dicho antes me daba vueltas en la cabeza—. Pero ¿no te causará problemas? ¿No te importa? —pregunté.

—¿El qué? —dijo realmente asombrado, con aire de extrañeza. Si fuera mi novio, seguro que le pegaba un bofetón. Dejando mis defectos aparte, por un momento sentí antipatía hacia él. No comprendía nada en absoluto. Muy propio de él.

Me he mudado a la siguiente dirección:

Por favor, dirijan sus cartas y llamen a

TOKIO XX CALLE XX 3-21-1

00 BLOQUE N.º 10002

XXX-XXXX

Mikage Sakurai

Yūichi lo escribió en las tarjetas y yo hice rápidamente copias (como era de esperar, en aquella casa había una fotocopiadora), y luego escribí las señas de las personas a las que iba a enviarles una.

Yūichi me ayudó. Aquella noche él parecía no tener trabajo. También me había dado cuenta de esto: cuando Yūichi no tenía nada que hacer, estaba de mal humor.

El tiempo, transparente y silencioso, va cayendo gota a gota acompañado del rasgueo de la pluma.

Fuera rugía un viento tibio como un temporal de primavera. También el paisaje de la noche parecía estremecerse. Yo iba escribiendo con nostalgia el nombre de mis amigos. Sin advertirlo, excluí a Sōtarō de la lista. El viento es fuerte. Parece que se oyen temblar los árboles y los hilos de la luz. Cerré los ojos, apoyé los codos en la pequeña mesa plegable y pensé en la hilera de casas silenciosas. No logro comprender por qué hay aquí una mesa como ésta. La mujer que la ha comprado, aquella que vive sólo para sus caprichos, también esta noche ha ido al bar.

—¡No te duermas! —dijo Yūichi.

—No estoy dormida —dije—. Realmente me encanta escribir tarjetas de cambio de domicilio.

—Sí, a mí también —dijo Yūichi—. Me gustan muchísimo las tarjetas: las de traslado, las de destino de viaje, todas.

—Sí, pero —lo retaba de nuevo sin vacilar— estas tarjetas harán correr la voz y, ¿no puede ser que te pegue una chica en el comedor de la universidad?

—Te estabas refiriendo a esto desde el principio, ¿no?

Sonrió con amargura. Su cara sonriente, magnífica, me asustó.

—Puedes hablar claro. Para mí es suficiente con que me dejéis estar aquí.

—Vaya tontería —dice él—. Entonces, ¿esto es un juego de escribir tarjetas?

—¿Qué es un juego de escribir tarjetas?

—Pues no lo sé.

Reímos. Y entonces empezamos a divagar sobre no sé qué. Incluso yo, con lo torpe que soy, al fin me di cuenta de lo poco natural que era todo aquello. Al mirar a Yūichi a los ojos, lo acabé comprendiendo.

Estaba terriblemente triste.

Sōtarō lo había dicho poco antes: «La novia de Tanabe», dijo, «a pesar de haber salido con él un año, no lo comprendía en absoluto y acabó hartándose. Y ella dice que Tanabe quiere a una chica de la misma manera que le gusta una pluma».

Yo no estoy enamorada de Yūichi, por eso lo entiendo bien. Una pluma era, en sí misma y en importancia, algo completamente diferente para ella y para él. Quizá también haya en este mundo alguien que ame apasionadamente las plumas. Esto es muy triste: si no estás enamorada, comprendes.

—No había solución. —Yūichi parecía estar preocupado por mi silencio y habló sin levantar la cabeza—. No es culpa tuya en absoluto.

—… Gracias.

¿Por qué le habría dado las gracias?

—De nada —dijo, y sonrió.

«Ahora he llegado a su corazón», pensé. «Lo he conseguido por primera vez después de haber estado conviviendo casi un mes con él. Según como vaya todo, tal vez algún día acabe queriéndolo».

Mi manera de actuar, al enamorarme, siempre ha sido la misma: atravesar un sitio corriendo muy deprisa. Pero, al igual que las estrellas que se entrevén a través del cielo nublado, con cada conversación parecida a la de ahora, quizá lo vaya queriendo poco a poco.

«Pero…», pensé mientras escribía, «pero tendré que irme de aquí».

«¿O no es obvio que ellos se han separado porque yo estoy aquí?».

Pero no podía ni imaginar hasta qué punto era fuerte ni si sería capaz de vivir sola inmediatamente. Aunque, por supuesto, pronto, muy pronto…

«… Creo que es una contradicción pensarlo mientras escribo tarjetas de cambio de dirección, pero…».

«Tengo que irme».

Entonces, la puerta se abrió con un chirrido y entró Eriko con una gran bolsa de papel entre los brazos. Me sorprendió.

—¿Cómo es que…? ¿Y el bar? —dijo Yūichi que se había vuelto a mirarla.

—Ahora voy. ¡Escuchad! He comprado una licuadora —dijo Eriko alegremente mientras sacaba una caja grande de la bolsa.

«¿Otra vez?», pensé.

—Y he venido a dejarla. Ya podéis usarla.

—Si hubieras llamado, habría ido a recogerla —dijo Yūichi mientras cortaba el cordel con unas tijeras.

—Da igual…

Y, quitando rápidamente la envoltura, sacó una licuadora preciosa que podía hacer cualquier clase de zumo.

—Quiero que se me ponga la piel bonita bebiendo zumos naturales —dijo alegremente Eriko, contenta.

—Tú ya no tienes nada que hacer, eres demasiado vieja —dijo Yūichi mientras leía las instrucciones.

Las dos personas que tenía ante mis ojos mantenían una conversación intrascendente, normal entre una madre y un hijo, y por eso mismo me quedé de piedra. Parecía una escena de Embrujada. ¿Cómo se podía ser tan jovial en una representación tan poco sana?

—¡Vaya! Si Mikage está escribiendo tarjetas de cambio de domicilio… —Eriko observaba la que tenía en la mano—. Me parece muy bien. Aquí tienes mi regalo de cambio de domicilio.

Y me ofreció otro paquete envuelto en papel. Lo abrí y salió un bonito vaso con el dibujo de un plátano.

—Y ahora beberás zumo, ¿verdad? —dijo Eriko.

—Para beber zumo de plátano, puede estar bien —dijo Yūichi.

—Estoy contentísima —dije.

Y parecía que iba a ponerme a llorar. «Cuando me vaya me lo llevaré y, después de que me haya ido, vendré, muchas veces, y haré arroz».

Lo pensé sin que saliera de mi boca ni una palabra.

Es un vaso importante, importante.

A la mañana siguiente dejaba de manera oficial mi antigua casa. Lo recogí todo, al fin. Me había demorado mucho.

En una tarde bastante despejada, sin viento ni nubes, la luz dorada del sol atravesaba las habitaciones vacías del lugar que había sido mi patria.

Visité al casero para disculparme por la tardanza.

Hablé con él y tomé el té que me sirvió, en aquella oficina donde tantas veces había entrado de niña. «También él ha envejecido», pienso con sentimiento. «Es normal que la abuela haya muerto».

Mi abuela había estado a menudo sentada en aquella pequeña silla bebiendo té, y me parecía extraño estar yo, ahora, sentada en la misma silla, bebiendo té, mientras hablábamos del tiempo y de la seguridad pública. Me resulta extraño.

Todas las cosas que habían sucedido un poco antes pasaron corriendo velozmente ante mí, no sé por qué. Yo me he quedado atrás boquiabierta, lucho con todas mis fuerzas para ir alcanzándolas, a paso de tortuga.

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