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Capítulo XVII

Capítulo XVII

EN EL QUE SUCEDE UNA AVENTURA DE LAS MÁS GRAVES

Abasia es una provincia aparte, situada en medio de la región caucásica, en la que el régimen civil no se ha introducido todavía, y que no cuenta más que con el régimen militar. Tiene por límite al Sur del río Ingur, cuyas aguas forman los límites de Mingrelia, una de las principales divisiones del gobierno de Kutais.

Es una bonita provincia, y además una de las más ricas del Cáucaso; pero el sistema que la rige no es conveniente para dar valor a sus riquezas. Solamente algunos de sus habitantes llegan a ser propietarios del terreno, que antes pertenecía a los príncipes actuales, descendientes de una dinastía persa. Así es que el indígena es todavía medio salvaje, teniendo apenas la noción del tiempo, sin lenguaje fijo, hablando una especie de dialecto que sus habitantes vecinos no pueden comprender (tan pobre, que le faltan palabras para expresar las ideas más elementales).

A Van Mitten no se le olvidó apuntar el vivo contraste de aquella comarca con los distritos, más avanzados en civilización, que acababa de atravesar.

A la izquierda del camino se desarrollaban campos de maíz, raramente campos de trigo; cabras y cameros, muy vigilados por los pastores; búfalos, caballos y vacas errando en libertad en los pastos; hermosos árboles, álamos blancos, higueras, nogales, robles, tilos, plátanos, grandes chaparros de boj y acebos; tal era el aspecto de aquella provincia de Abasia.

Una intrépida viajera, la señora Carola Serena, dice con justicia que «si se comparan entre sí aquellas tres provincias limítrofes una de la otra, Mingrelia, Abasia y Samurzakán, puede asegurarse que sus respectivas civilizaciones están en el mismo grado de adelanto que la cultura de las montañas que las rodean; Mingrelia, que socialmente marcha a la cabeza, posee grandes montañas pobladas de árboles, que proporcionan no pocas riquezas; Samurzakán, más atrasado, presenta un aspecto medio salvaje,

y finalmente, Abasia, que se conserva casi en su primitivo estado, no posee más que un escabel de montañas incultas, que no ha tocado todavía la mano del hombre. Abasia, por lo tanto, es la que, de todos los distritos caucásicos, entrará más tarde en el goce de los beneficios de la libertad individual».

La primera parada que hicieron los viajeros después de haber atravesado la frontera fue en el pueblo de Gagri, bonita aldea, con una encantadora iglesia de Santa Hypata cuya sacristía sirve actualmente de lagar; un fuerte, que es al mismo tiempo hospital militar; un torrente seco en la actualidad, el Gagrinska, el mar por un lado y por el otro una campiña llena de árboles frutales, plantaciones de hermosas acacias y de rosas odoríferas. En lontananza, a unas cincuenta verstas, se destaca la cadena limítrofe entre Abasia y Circasia, cuyos habitantes, diezmados por los rusos en la sangrienta campaña de 1859, han abandonado aquel hermoso litoral.

El carruaje llegó a dicho punto a las nueve de la noche, y allí pernoctaron los viajeros. Kerabán y sus compañeros descansaron en uno de los duckhans de la posada, y volvieron a partir a la mañana siguiente. Al mediodía, seis leguas más lejos, encontraron en Pidsunda caballos de refresco. Allí Van Mitten ocupó media hora en admirar la iglesia donde residieron los antiguos patriarcas del Cáucaso occidental; aquel edificio, con su cúpula de ladrillos, antes cubierta de cobre; la construcción de sus naves, siguiendo el plano de la cruz griega; los frescos de sus paredes y su fachada sombreada por seculares olmos, merece incluirse entre los más curiosos monumentos del período bizantino del siglo VI.

Después, aquel mismo día, pasaron por los pueblerinos de Guduati y de Gunista, y a la medianoche, después de una rápida etapa de diez y ocho leguas, los viajeros descansaban algunas horas en el pueblo de Sujum- Kalé situado sobre una ancha bahía que se extiende por el Sur hasta el cabo Kodor.

Sujum-Kalé es el principal puerto de Abasia; pero la última guerra del Cáucaso ha destruido en parte la ciudad, en la que residía una población híbrida de griegos, armenios, turcos, rusos, y todos en mayor número que los abasianos. Sin embargo, el elemento militar domina, y los steamers de Odesa o de Poti conducen numerosos oficiales a los cuarteles, construidos cerca de la antigua fortaleza, que construyeron en el siglo XVI bajo el reinado de Amurates, época de la dominación otomana.

Una comida al estilo georgiano, compuesta de sopa agria cocida con pollo, guisado de carne rellena, condimentada con leche ácida y azafrán (comida que no podría ser apreciada, sino muy medianamente, por dos turcos y un holandés), precedió a la partida a las nueve de la mañana.

Después de haber dejado atrás la bonita población de Kelasuri, construida en el sombrío valle de Kelasriur, los viajeros franquearon el Kodori a veintisiete verstas de Sujum-Kalé. El carruaje bordeó enormes bosques, que podían compararse a verdaderas selvas vírgenes, con inextrincables lianas, pobladas malezas, indestructibles, a no ser por el hierro o por el fuego, y en las que no faltan ni serpientes, ni lobos, ni osos, ni chacales (un rincón de la América tropical colocado sobre el litoral del mar Negro). Pero ya el hacha de los exploradores hace su papel en aquellos bosques tan respetados durante tantos años, cuyos hermosos árboles desaparecerán en seguida para ser utilizados en carpintería.

Ochamchirie, cabeza de partido del distrito que abrazan el Kodori y el Samurzakán, importante provincia marítima, asentada entre dos corrientes de agua; Ilori, cuyo santuario bizantino merece ser visitado; pero por falta de tiempo no pudo serlo en aquella ocasión; Gajida y Anaklia quedaron atrás en aquel mismo día (uno de los más largos por las horas que emplearon corriendo, uno de los más rápidos por el espacio que devoraron al galope de los caballos). Aun así, por la noche, a las once, los viajeros llegaron a la frontera de Abasia, vadearon el río Ingur, y veinticinco verstas más lejos se detenían en Riedut-Kalé, cabeza de partido de Mingrelia, una de las provincias del gobierno de Kutais.

Las horas que quedaron de la noche se consagraron al sueño. Sin embargo, por fatigado que estuviese, Van Mitten se levantó muy temprano, con el fin de hacer por lo menos una excursión provechosa antes de su partida. Pero encontró a Ahmet, que se había levantado tan temprano como él, mientras Kerabán dormía en una habitación de la posada.

—¿Ya estáis levantado? —dijo Van Mitten al ver a Ahmet, que iba a salir—. ¿Abrigáis la intención de acompañarme en mi matinal paseo?

—¿Hay tiempo acaso, señor Van Mitten? —respondió Atmet—. ¿No es necesario que me ocupe de renovar las provisiones del viaje? No tardaremos en atravesar la frontera ruso-turca, y creo no sería conveniente hacerlo en los desiertos del Ayaristán y la Anatolia. ¡Ya veis que no tengo

un instante que perder!

—Pero después de concluir ese trabajo —respondió el holandés—, ¿no dispondréis de algunas horas…?

—Cuando haya terminado eso, señor Van Mitten, tendré que revisar la carroza y contratar a un carretero para que apriete las tuercas, dé grasa a los ejes, observe si el freno marcha bien y cambie la cadena de sujeción.

¡Es necesario que al pasar la frontera no nos veamos detenidos por averías! Aguardo reponer el carruaje y cuento con que acabará con nosotros este extraño viaje.

—Bien; pero después de concluir ese trabajo… —repitió Van Mitten.

—Hecho eso, me ocuparé del relevo, e iré a la casa de postas para arreglar el negocio.

—Muy bien; pero después… —añadió Van Mitten, que no desistía de su idea.

—Después —respondió Ahmet— será hora de partir, y partiremos. Así, pues, os dejo.

—Un instante, joven amigo —repuso el holandés—; permitidme haceros una observación.

—Hablad, pero de prisa, señor Van Mitten.

—Sabréis, sin duda, algo de esta curiosa Mingrella…

—Algo, en efecto.

—Que es la comarca regada por el poético Fasis, cuyas pepitas de oro venían a incrustarse en las escaleras de mármol del palacio levantado en sus orillas…

—En efecto.

—Aquí se extiende aquella legendaria Cólquida, donde Jasón y sus argonautas, ayudados por la hechicera Medea, fueron a conquistar al precioso toisón de oro, guardado por un formidable dragón y por terribles toros que vomitaban fantásticas llamas.

—No lo niego.

—Finalmente, aquí es, en estas montañas que se elevan en el horizonte, sobre la roca Khombi, dominando la moderna ciudad de Kontais, donde Prometeo, hijo de Yapeto y de Climea, después de haber arrebatado con loca audacia el fuego del cielo, fue encadenado por orden de Júpiter, y allí es donde un buitre le roe eternamente las entrañas.

—Nada más cierto, señor Van Mitten; pero, os lo repito, tengo prisa. ¿A

dónde queréis venir a parar?

—¡Ah, mi joven amigo! —respondió el holandés con amabilidad suma—; algunos días en esta parte de Mingrelia y hasta en el Kontais podrían emplearse con notable provecho para nuestro viaje y…

—¡Cómo! —respondió Ahmet—. ¿Nos proponéis quedamos algún tiempo en Riedut-Kalé?

—¡Oh, cuatro o cinco días serían suficientes!

—¿Propondríais eso a mi tío Kerabán? —preguntó Ahmet con malicia.

—¡Yo…, jamás! —respondió el holandés—. Eso sería materia de discusión, y después de lo sucedido con los narguiles, os lo aseguro, no quiero entablar una discusión con ese buen hombre.

—¡Y hacéis muy bien!

—Pero en este instante no es al terrible Kerabán a quien me dirijo, sino a mi joven amigo Ahmet.

—Os engañáis, señor Van Mitten —respondió Ahmet, cogiéndole la mano—. No es a vuestro joven amigo a quien habláis en este momento.

—Pues ¿a quién…?

—Al prometido de Amasia, señor Van Mitten, y ya sabéis que el prometido de Amasia no tiene ni una hora que perder.

Entonces Ahmet se separó de él para ocuparse de los preparativos del viaje. Van Mitten, algo despechado, no tuvo más remedio que resignarse a

dar un paseo poco instructivo por la provincia de Riedut-Kalé en compañía del fiel pero amostazado Bruno.

Al mediodía, todos los viajeros se hallaban prestos a partir. El carruaje, examinado con cuidado, reparado por algunos sitios, prometía recorrer largas distancias en excelentes condiciones. La caja de las provisiones estaba bien repleta; no había nada que temer bajo aquel punto de vista, durante un número considerable de verstas, o, mejor dicho, de agatchs, puesto que iban a atravesar las provincias de la Turquía asiática en aquella segunda parte del itinerario. Ahmct, como hombre previsor, no podía menos de alegrarse de haber previsto todas las eventualidades que pudieran seguir, tanto respecto a la alimentación como a la locomoción.

Kerabán veía con verdadera satisfacción efectuarse sin incidentes los trayectos. Inútil sería decir de qué manera quedaría satisfecho su amor propio de antiguo turco, en el momento en que apareciese en la orilla izquierda del Bósforo, despreciando a las autoridades otomanas, así como a sus decretos y contribuciones injustas.

En fin, como Riedut-Kalé sólo se hallaba a noventa verstas de la frontera turca, antes de veinticuatro horas el más testarudo de los osmanlíes contaba con poner el pie en tierra otomana.

Allí estaría en su casa.

—¡En marcha, sobrino, y que Alá continúe protegiéndonos! —exclamó alegremente.

—En marcha, tío —respondió Ahmet.

Y los dos se colocaron en el cupé, seguidos de Van Mitten, que trataba en vano de percibir aquella mitológica cima del Cáucaso, sobre la que Prometeo expiaba su sacrílega tentativa.

Partieron bajo los chasquidos del látigo del conductor y los relinchos de un vigoroso tiro.

Una hora después el carruaje pasaba la frontera de Guriel, anexionado a Mingrelia en 1801. Tiene por cabeza de partido a Poti, puerto bastante importante del mar Negro, donde una vía férrea comunica con Tiflis, capital de Georgia.

El camino se desviaba ligeramente hacia el interior de una fértil campiña. Aquí y allá, divísanse pueblos cuyas casas no se encuentran agrupadas, sino, por el contrario, esparcidas en los campos de maíz. Nada hay tan singular como el aspecto de aquellas construcciones, que no son de madera, sino de paja trenzada como una obra de un cestero. Van Mitten no olvidó anotar aquella particularidad en su cuaderno de viaje. Por lo tanto, ya no eran tan insignificantes los datos que había pensado tomar durante su paso a través de la antigua Cólquida. Tal vez sería más feliz cuando llegase a las orillas del Rioni, el río de Poti, que no es otro que el célebre Fasis de la antigüedad, y, según algunos sabios geógrafos, uno de los cuatro cursos de agua del Edén.

Una hora después, los viajeros se detenían delante de la línea férrea de Poti a Tiflis, en un sitio donde el camino corta la vía, una versta antes de la estación de Sakaris. Abríase allí un paso a nivel que era necesario franquear, si se quería, acortando el camino, llegar a Poti por la orilla izquierda del río.

Los caballos se detuvieron delante de una barrera que se hallaba cerrada. Los cristales del cupé estaban descorridos de modo que Kerabán y sus

compañeros podían ver lo que pasaba ante ellos.

El postillón comenzó por llamar al guarda, quien no acudió al llamamiento. Kerabán sacó la cabeza de la portezuela y exclamó:

—¿Nos va a hacer otra vez perder nuestro tiempo este maldito ferrocarril?

¿Por qué se ha cerrado esa barrera para los coches?

—Sin duda, porque va a pasar un tren —dijo sencillamente Van Mitten.

—¿Y por qué va a pasar un tren? —replicó Kerabán.

El postillón continuaba llamando, sin ningún resultado. Nadie aparecía en la puerta de la caseta del guarda.

—¡Que Alá le corte el cuello! —exclamó Kerabán—. ¡Si no viene el guardabarrera, abriré yo mismo!

—Un poco de paciencia, tío —dijo Ahmet, deteniendo a Kerabán, que se

disponía a bajar.

—¿Paciencia…?

—¡Sí! ¡He ahí al guarda!

En efecto, el guarda, saliendo de su casa, se dirigía tranquilamente al carruaje.

—¿Podemos pasar, si o no? —preguntó, con tono seco, Kerabán.

—Podéis —repuso el guarda—. El tren de Poti no llegará antes de diez minutos.

—Abrid la barrera, pues, y no nos hagáis retrasar inútilmente. ¡Tenemos prisa!

—Voy a abrir —respondió el guarda.

Primeramente fue a empujar la barrera colocada al otro lado de la vía, y después volvió para abrir la que estaba frente al carruaje; pero todo lo ejecutó con mucha calma, como hombre que no tiene para las exigencias de los viajeros más que una marcada indiferencia. Kerabán se hallaba impaciente.

Por fin el paso quedó libre, y el carruaje se aventuró a través de la vía.

En aquel momento, por el lado opuesto apareció un grupo de viajeros. Un señor turco, montado sobre un magnífico caballo, seguido de cuatro caballeros que le escoltaban, se disponía a franquear el paso.

Era, sin duda alguna, un egregio personaje. De unos treinta años de edad, su elevada estatura se deseaba con aquella nobleza particular de las razas asiáticas. De agradable figura, ojos animados únicamente por el fuego de la pasión, frente espaciosa, barba negra, cuyas rizadas puntas descendían hasta la mitad del pecho, de entreabiertos labios que dejaban ver una blanca dentadura; poseía, en suma, la fisonomía de un hombre imperioso, distinguido por su situación y su fortuna, acostumbrado a ver realizados todos sus deseos y al cumplimiento de su voluntad. A una persona de tal carácter, cualquier género de resistencia le hubiera conducido al mayor exceso. Había algo de salvaje en aquella naturaleza, cuyo tipo turco se mezclaba con el árabe.

Aquel jinete llevaba un sencillo traje de viaje, cortado a la moda de los ricos osmanlíes, que son más asiáticos que europeos. Sin duda bajo aquel caftán de color oscuro disimulaba su auténtica personalidad.

En el momento en que el carruaje iba a cruzar la vía, el grupo de jinetes hizo lo propio. Como la angostura del paso no permitía al carruaje y al grupo pasar al mismo tiempo, era necesario que el uno o el otro retrocediesen.

El carruaje se había detenido, mientras que los jinetes hacían otro tanto; mas no parecía que el extranjero tuviese la intención de ceder el paso a Kerabán. ¡Turco contra turco! Aquello podría muy bien atraer alguna complicación.

—¡Retroceded! —dijo Kerabán a los jinetes, cuyos caballos tocaban con los del carruaje.

—¡Retroceded vos! —respondió el señorial personaje, que parecía decidido a no dar un paso atrás.

—¡Yo he llegado antes!

—¡Pues bien, pasaréis después!

—¡No cederé!

—¡Ni yo!

La discusión tomaba mal cariz.

—Tío —dijo Ahmet—, ¿qué nos importa…?

—¡Sobrino, importa mucho!

—¡Amigo mío…! —dijo Van Mitten.

—¡Dejadme en paz! —respondió Kerabán. El guarda intervino, exclamando:

—¡Volveos atrás!, ¡volveos atrás…! ¡El tren de Poti no puede tardar en llegar…! ¡Retroceded!

Pero Kerabán no le escuchaba. Después de abrir la portezuela del carruaje, había bajado a la vía, seguido de Ahmet y Van Mitten mientras Bruno y Nizib se precipitaban fuera del cabriolé.

Kerabán se fue directamente al caballero, y, cogiendo a su caballo por la brida:

—¿Queréis dejarme libre di paso? —exclamó con una violencia que no podía contener.

—¡Jamás!

—¡Eso vamos a verlo!

—¿A verlo…?

—¡No conocéis a Kerabán!

—¡Ni vos a Saffar!

En efecto, era Saffar, que se dirigía a Poti después de una rápida excursión por las provincias del Cáucaso meridional. Pero aquel nombre de Saffar, aquel nombre del personaje que alquilaba por anticipado los caballos del relevo de Kerch, sólo podría suscitar la cólera de Kerabán.

¡Ceder ante aquel hombre, contra el que había hecho tantas recriminaciones! ¡Jamás! ¡Antes se dejaría aplastar por los cascos de su caballo!

—¡Ah! ¿Sois vos el señor Saffar? —exclamó—. ¡Pues atrás, señor Saffar!

—¡Adelante! —dijo Saffar, haciendo seña a los jinetes para que forzasen el paso.

Ahmet y Van Mitten, comprendiendo que nada haría ceder a Kerabán, se prepararon a ayudarle.

—¡Pasad! ¡Pasad pronto! —repetía el guarda—. ¡Pasad…! ¡Que viene el tren!

Y, en efecto, se oía el silbido de la locomotora, oculta entonces por un recodo del camino.

—¡Atrás! —exclamó Kerabán.

—¡Atrás! —exclamó Saffar.

En aquel momento, el ruido de la locomotora se acentuó más y más. El guarda, enloquecido, agitaba su bandera con objeto de detener el tren… Era demasiado tarde… El tren desembocaba de la curva…

Saffar, viendo que no había tiempo de cruzar la vía, retrocedió precipitadamente. Bruno y Nizib se arrojaron al otro lado. Ahmet y Van Mitten, cogiendo a Kerabán, le arrastraban precipitadamente, mientras el postillón, sacando a los caballos al galope, los dirigía fuera de la barrera. En aquel momento, el tren pasaba con la rapidez de un expreso; pero, de tal manera, que, cogiendo la parte trasera del carruaje, que no había podido salir completamente de la vía, la rompió en mil pedazos, y desapareció sin que los viajeros hubiesen notado el choque contra aquel ligero obstáculo.

Kerabán, fuera de sí, quiso arrojarse sobre su adversario; pero éste, espoleando a su caballo, atravesó la vía desdeñosamente, sin dirigirle ni una mirada, y, seguido de sus cuatro acompañantes, desapareció al galope por el camino que sigue la orilla derecha del río.

—¡Infame! ¡Miserable! —exclamaba Kerabán, retenido por su amigo Van

Mitten—. ¡Si alguna vez le encuentro…!

—Sí, pero lo principal es que no tenemos carruaje —respondió Armet, mirando los restos informes del coche, arrojados fuera de la vía.

—¡Eso no tiene importancia! ¡Lo que más me exaspera es que ha cruzado la vía antes que yo!

En aquel momento se aproximaron algunos cosacos, encargados de la vigilancia de los caminos. Habían visto todo lo sucedido en la barrera del ferrocarril.

Su primer movimiento fue prender a Kerabán, sujetándole por el cuello. Hubo protesta por parte de Kerabán, intervención inútil de Ahmet y su amigo, resistencia de las más violentas y del más terco de los hombres, que, después de una contravención a los reglamentos de policía de los ferrocarriles, amenazaba empeorar su situación por desacato a la

autoridad.

Tanto se razona con los cosacos como con los gendarmes. Tanto se resiste con unos como con otros. De todas maneras, Kerabán, en el colmo de su furor, fue llevado a la estación de Sakaris, mientras que Ahmet, Van Mitten, Bruno y Nizib quedaban cabizbajos ante los restos del carruaje.

—¡Henos aquí en una bonita situación! —dijo el holandés.

—Pero ¡y mi tío! —respondió Ahmet—. ¡No podemos abandonarle!

Veinte minutos después, el tren de Tiflis descendía hacia Poti, pasando ante ellos. Miraron…

En la ventanilla de uno de los vagones apareció la furiosa cabeza de Kerabán, rojo de cólera, los ojos desorbitados, fuera de sí, tanto por haber sido detenido, como porque era la primera vez que aquellos feroces cosacos le obligaban a viajar en ferrocarril.

Pero era necesario no abandonarle en aquella crítica situación.

Era necesario sacarle lo más pronto posible de aquel mal paso, donde su terquedad le había conducido, y no comprometer la vuelta a Escutari por una tardanza que podía prolongarse.

Dejando, por lo tanto, los restos del carruaje, cuya utilidad era nula, Ahmet y sus compañeros alquilaron un carrito, el postillón enganchó sus caballos, y rápidamente se lanzaron por el camino de Poti.

En dos horas recorrieron las seis leguas que los separaba de aquella población.

Ahmet y Van Mitten se dirigieron al puesto de policía, con el fin de reclamar la libertad del infortunado Kerabán.

Allí supieron que Kerabán, después de haber pagado una fuerte multa por contravención a las leyes y resistencia a los agentes, había sido puesto en la calle y se dirigió a la frontera.

Se trataba, pues, de alcanzarle lo más pronto posible, y, por lo tanto, de procurarse un medio rápido de transporte.

Ahmet quiso informarse asimismo respecto de Saffar.

Saffar había abandonado a Poti. Acababa de embarcarse en el steamer que hace escala en los diversos puntos del Asia Menor. Pero Ahmet no pudo saber adonde iba aquel altanero personaje, y lo último que vio en el horizonte fue la larga humareda lanzada por la chimenea del barco que conducía a Saffar hacia Trebisonda.