6 Hadas

En algún punto del gran castillo, los hombres murmuraban. Y el sonido de los fuertes vientos del norte ondeaba en el castillo como una bandera. Sergio alzó la vista de los libros y se maravilló al contemplar el paso del cometa, sentado al borde de la ventana de una de las torres del castillo con libro en mano y el pecho palpitante de la emoción, aunque el viento frío le pegaba en el rostro tenía la sensación de que hacia calor, un sentimiento acogedor que le recorría la piel y llegaba hasta sus huesos. Divisó a la distancia a su hermano Helge quién corriendo desnudo ante la manada de hombres que lo perseguían los esquivaba con destreza. Se trataba de un juego entre los soldados de reconocimiento.

Sergio no comprendía lo que sus ojos observaban al mirar esa majestuosa estrella que surcaba el cielo ¿a dónde se dirige? ¿De dónde viene? Se preguntó al ponerse de pie frente al precipicio y se dejó caer sintiendo como una misteriosa fuerza lo atraía hacia el suelo, parecía que la caída no tenía fin y cuando sintió que el suelo estaba cerca extendió la mano por la espalda y tiró de un cordón que extendió una gran bolsa de tele que atrapaba el aire y le hacía perder velocidad al caer.

Sergio oyó el murmullo de los hombres bajo sus pies, «son solo voces» pensó, al estar ahí, flotando como un cuervo en el aire, sintiendo la adrenalina y el calor en sus venas, calló sobre un campo de lilas y otras flores de muchos colores que desde el cielo parecía uno de esos cuadros salpicados de pintura en la galería de su señor padre.

A la distancia oyó gemidos que provenían de entre un pequeño bosque de árboles negros, su padre le dijo que los arboles negros fueron plantados por las hadas hace miles de años cuando el continente era tan solo una ruina de tierra y cielo. Ocultó un bostezo con el dorso de la mano, ya había empezado a anochecer. Siguió los gemidos mientras estos se oían con más claridad, de pronto también se oyó el sonido de la carne contra la carne al rebotar.

Había una lámpara que apenas iluminaba entre un par de arbustos de hojas lilas, la lamparilla parpadeaba, estaba a punto de quedarse sin aceite, y la luz de la luna empezaba a filtrarse entre los árboles. Asomó la cabeza por detrás de un árbol grueso, un hada de pelo plateado hurgando entre las piernas de otra de cabello rojo.

—Sé que estás ahí —dijo el hada de cabello plateado. A Sergio le pareció que su belleza era comparable con la de una de esas estrellas que observaba en el cielo. La mujer estaba desnuda y las alas traslúcidas le caían desde el dorsal hasta por detrás de las rodillas. Sus ojos eran de un grisáceo tan brillantes como el sol, o como el cometa. Tenía unas cejas pobladas de color plata sobre un rostro plausible, pequeño, perfecto y adorable. Sergio sabía que aun que las hadas parecieran niñas podrían tener más de cien años de edad.

—Tranquilo —le habló el hada de pelo rojo. Extendió las manos hacia delante para tranquilizarlo, pero Sergio no tenía miedo, no contaría lo visto dado que el sexo entre hadas del mismo género estaba prohibido. Pero tenía mucha curiosidad, así que dio tímidamente un paso hacia delante.

—Soy Sergio —dijo tímidamente.

—Mi nombre es Skade —se recogió el pelo plateado en un moño—, y  ella es Belén, mi amiga. La chica del pelo rojo asintió.

Sergio prometió no contar lo visto, y desde entonces cada día al atardecer iba a visitar a sus amigas en el bosque junto al arroyo donde las hadas flotaban, corrían sobre el agua y danzaban, Sergio tocaba el violín como ningún otro. Su amistad creció tanto como la enfermedad dentro de los pulmones del señor del norte, quien era padre de Sergio.

—Tu padre —murmuró Belén—, podemos sanarlo.

—Sin embargo —interrumpió Sergio—, él es un orgulloso amante de los dioses de su padre y del padre de su padre. Por nada del mundo aceptaría la ayuda de un hada, para él la magia es algo impuro.

—Naturalmente —Skade lo abrazó por la espalda—, si los hombres se aferraran al amor como se aferran al oro o a los dioses, el mundo sería un mejor lugar.

—Los hombres son así —dijo Sergio, se giró entorno a un abrazo y se aferró a Skade—, no obstante, algunos... Algunos amamos con todo el corazón.

—Tu alma es pura —Belén sonrió—, eres el único humano que nos ve a los ojos y no ve a un monstruo.

—Nosotros los hijos de Adán somos los monstruos —tocó con sus dedos la comisura de los labios de Skade. Belén se abrazó a ellos de modo que Sergio quedó en medio. Skade lo besó al tiempo que sostenía con ambas manos sus mejillas. Belén se deslizó hasta su sexo y lo probó.

A la distancia un pájaro negro de ojos verdes encendidos se posó sobre la rama de un árbol, y el pájaro susurró—. Dos hadas y un humano —lentamente cambió de forma y se trasformó en una Elfa de piel pálida, de ojos verdes y orejas puntiagudas, la figura humanoide observó a la distancia.

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