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Juan, el misionero

Luego de que el barco comenzó a desplazarse, el movimiento y la inanición me torturaron las primeras horas. Las mujeres que estaban ahí trataban de ayudarme abanicándome con sus saris y secándome el sudor. Realmente sentía que me moría.

¿Por qué me traían a pesar de mi condición? Realmente prefería que me hubiesen arrojado en el camino, para morir en la tierra donde nací y no en medio de la nada. ¿Realmente valía como esclava?

Mientras pensaba esto, de repente se escuchó que alguien estaba detrás de la puerta. Rápidamente las mujeres trataron de incorporarme y se apartaron de mí. Entonces entró un hombre, con ropas extrañas a los piratas que nos habían raptado. Tenía la piel pálida, ojos bondadosos y una parte de su cabeza estaba rasurada.

Detrás de él entró un pirata, que empezó a gritarnos y con sus gestos señalaba al hombre temeroso. Éste último apretaba con sus manos un libro y una especie de amuleto. Luego de hablar, salió y encerró al extraño con nosotras.

Al principio él intentaba comunicarse, pero ninguna podíamos entender lo que nos decía. Entonces empezó a repetirnos cómo se decían ciertos objetos en su idioma.

—Libro, liiiibro —dijo mientras señalaba el objeto con su mano derecha.

Los niños intentaron repetirlo y las mujeres solo lo miraban con temor y pena. Mientras lo observaba, sentía que olvidaba un poco el malestar, pero luchaba para evitar no desmayarme. Tenía miedo de que me arrojaran al mar.

Entonces el hombre se percató de mi malestar y de inmediato se acercó a mi. De entre sus ropas sacó un pedazo de pan y me lo ofreció. Apenas tenía fuerzas para tomarlo, pero como llevaba varios días sin probar bocado, lo acepté y comencé a comerlo.

Cuando vio que eso me reanimaba, se dirigió a la puerta y gritó. Un sujeto que estaba afuera le abrió. Entonces el buen hombre le dijo algo y el otro asintió. Había pedido comida y agua para nosotras.

Luego de que saciamos nuestra hambre y sed, el hombre bueno siguió repitiendo palabras para que las aprendiéramos. Así pasaron varios días. Pronto pudimos entenderlo y supimos que él era un misionero que estaba ahí para enseñarnos la lengua del nuevo mundo. Su nombre era Juan.

Ese nuevo idioma nos sirvió mucho para que pudiéramos entendernos entre sí, ya que la mayoría de las mujeres hablaban diferentes dialectos. Los más pequeños aprendieron bastante rápido y disfrutaban de jugar con el misionero.

A pesar de las penurias, Juan nos daba ánimos y trataba de acercarse a nosotras. También nos enseñaba su fe y por las tardes lo acompañábamos en su rezo con unas cuentas a las que llamaba "rosario".

Los días pasaron bastante calmados, hasta que un día el barco comenzó a moverse de forma violenta. Entonces Juan nos dijo muy serio.

—Parece que una tormenta se acerca.

—¿Tormenta? ¿Qué ser tormenta? —pregunté.

—Lluvia fuerte, con rayos y fuertes vientos —contestó mientras movía sus brazos para tratar de explicar la palabra— Son muy comunes en esta época del año.

—¿Morir... vamos? —preguntó temerosa Simar, que estaba a mi lado. Las demás mujeres se asustaron y abrazaron a sus hijos.

—No, no, no, tranquilas. Dios nos protegerá. Además, si la Providencia nos ayuda, esto impulsará al barco para que pronto lleguemos a nuestro destino.

Aunque trató de calmarnos, los fuertes ruidos de las olas que golpeaban la embarcación y el silbido del viento nos asustaban. Pronto el agua comenzó a entrar por el techo y eso aumentó la desesperación.

—Tranquilas todas. Vamos a rezar. Si tienen fe, la tormenta pasará —gritó Juan, quien mostraba un rostro calmado y se había puesto en posición de rezar.

En ese momento empecé a mencionar en mi mente a todos los dioses que adoraba en mi casa. Pero cada vez que los recordaba, parecía que las olas azotaban con más furia y el agua que entraba nos mojaba.

La mayoría de las mujeres también intentaban rezar, algunas recitaban sus propias oraciones, otras se golpeaban el pecho. Sin embargo, el misionero Juan permanecía quieto en su lugar rezando el "rosario". Apenas podía escuchar su oración, pero parecía que había logrado la iluminación a pesar del caos.

Realmente Juan lucía que había alcanzado ese estado. A pesar de que la tormenta azotaba con toda su fuerza y la embarcación sucumbía al movimiento de las olas, su rostro estaba calmado y mantenía el equilibrio.

Al verlo así, entendí que me faltaba fe. En mi desesperación solo llamaba a mis deidades, pero perdía la confianza cuando veía la muerte de cerca. Si el Dios en el que Juan tanto confiaba lo hacía mantenerse firme ante la tempestad, yo tenía que imitarlo. No tenía nada que perder.

—Paaa...ter noster... qui es in caelis —comencé a rezar en voz alta, tratando de recordar la oración que el misionero nos repetía cada noche— sanctific... sanctifice...tur nomen tuum.... Aaaad...veniat reeg... regnum tuum...

Las demás mujeres al verme rezar junto con Juan, se relajaron y empezaron a imitarme. Después siguieron con el "Ave, Maria", el cual repitieron 10 veces, como el misionero nos había enseñado. Al finalizar, continuaron con un "Pater Noster" y 10 "Ave, Maria", así hasta completar el "rosario".

Algunas contaban con sus dedos, otras usaban sus pulseras para contar las "Ave, Maria". Todas rezábamos como lo hacía Juan, quien se mantenía en su meditación, como si hubiera alcanzado el Nirvana.

Mientras hacíamos el "rosario", nos relajamos y nos entregamos a la paz que ofrecían aquellos extraños mantras. Incluso los niños tenían su rostro muy relajado y juntaban sus pequeñas manos.

Cuando terminamos, el joven misionero estaba llorando.

—¡No pensé que se la aprendieran tan rápido! —expresó emocionado.

—Fue Indira, ella comenzó a rezar —comentó Rukmini, una chica de mi edad.

—¿Enserio? —preguntó sorprendido.

—¡Si! —repitieron las demás.

Entonces Juan se dirigió a mí y me ofreció sus cuentas, a las que también llamaba "rosario".

—Lo has hecho muy bien, me siento muy orgulloso de ti. Como premio, te daré mi rosario.

—No... no —respondí apenada.

—No seas tímida, es un obsequio para que te acompañe en el "Nuevo Mundo"— insistió Juan, quien seguía con su brazo extendido. Luego de pensarlo unos segundos, decidí aceptar el regalo. Para mí, era la primera vez que un hombre ajeno a mi familia tenía esa cortesía conmigo.

—Gracias por aceptarlo —señaló sonriente—. No creo que hubiera aguantado mucho con mi brazo levantado.

Después de esto, el misionero Juan se volvió a todas y continuó con sus clases. Mientras tanto, me puse a observar a detalle la cadena de cuentas de madera e hilo. Tenía cinco series de diez esferas pequeñas y entre cada decena había una esfera grande.

De la cadena se desprendía un hilo con cinco cuentas más y finalizaba con una cruz que tenía tallada la silueta de un hombre con los brazos extendidos. Ver esa figura me llamó la atención, que durante mucho tiempo traté de adivinar las razones por las que él estaba así.

Entonces Juan notando mi curiosidad, se acercó a mi.

—¿Quieres saber qué le pasó?

Su pregunta me sobresaltó, pero después asentí con la cabeza.

—¡Muy bien!

Entonces el misionero empezó a contarme sobre la historia de un hombre que se llamaba Jesús, un "mesías" que fue condenado a morir clavado en la cruz siendo inocente, ya que las "escrituras" habían predestinado que su sacrificio sería para salvar a la humanidad.

Eso me recordó que en mi aldea los sacerdotes hacían rituales en los que se ofrecía dulces, leche, cereales, manteca o incluso animales al fuego. Para nosotros ese tipo de sacrificio lo dedicábamos a las deidades para pedirles fortuna, su protección u otros favores. Sin embargo, conocer la cruel muerte de ese Jesús me hizo entender que mi suplicio no podía compararse al martirio que sufrió.

Llegar a este punto hizo que en mi corazón sintiera una emoción como nunca antes había conocido. Aunque temía por mi futuro en ese "nuevo mundo", decidí que no me rendiría y lucharía por regresar a casa. Ahora mi sueño sería la libertad.

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