2 Capítulo 1

Es realmente espeluznante como una hermosa noche de invierno, con el cielo repleto de estrellas y la luna llena iluminando la oscuridad, puede transformarse en un infierno. Minutos antes, el silencio que predominaba la noche y la calma que existía se transformó en una pesadilla. Gritos desesperados de jóvenes y niños, quejidos y gemidos de dolor, súplicas entre llantos rogando por sus vidas. El negro característico que revestía la oscuridad se convirtió en rojo. Un rojo intenso, cristalino, producto de la mezcla entre la sangre y el fuego que consumía aquél sitio.

La calma de una madrugada cualquiera, de niños que estaban durmiendo o algunos aún despiertos, tranquilos mientras hablaban y contemplaban el cielo, pasó a convertirse en un amontonamiento de figuras de distintos tamaños que corrían de un lado a otro buscando la manera de evitar la muerte, de escapar de las garras de los opresores que los buscaban con un único fin: matarlos a todos.

Y allí estaba yo de pie. Sin poder mover siquiera un músculo. Completamente atónito mientras contemplaba el cuerpo inmóvil que yacía enfrente de mí.

¿Cómo puede ser que todo pasara tan de repente? Unos momentos atrás estaba frente a mí, como si fuera otra noche cualquiera, hablando tal y como estábamos acostumbrados y de golpe sentí como un líquido rojizo salpicaba sobre mi rostro, cayendo lentamente por mis mejillas y ojos, mientras su cuerpo también lo hacía lentamente en dirección al suelo.

—¡Aiden!— oí una voz llamarme. Reconocía aquél timbre melódico.

Dos brazos me tomaron por el hombro, haciendo que tuviera que dirigir mi vista hacia la persona que acababa de llegar. Su rubia melena estaba desprolija, sus mejillas cubierta de polvo y sus celestes ojos demostrando el terror que tenía por dentro. ¿Y cómo no estar aterrados? Yo me encontraba con con el mismo miedo que ella.

Me arrastró hasta llevarme a un hueco entre dos de los edificios que estaban cerca a nosotros, la enfermería y el comedor si mal no recordaba. Notaba como sus labios se movían, pero no alcanzaba a oír nada de lo que decía. No podía evitar seguir pensando en lo recientemente sucedido. ¿Realmente pasó? ¿Por qué?

Su mirada cambió. Ya no reflejaba miedo, o al menos trató de disimularlo, sino que se veía preocupada. Posó sus manos sobre mis mejillas para limpiar la sangre que cubría por completo mi rostro, de una manera muy delicada.

—Él... Él mu... —. No lograba pronunciar la palabra. No quería. Me rehusaba a creer que aquello había pasado, quería creer que tan sólo esto había sido producto de una pesadilla. Una muy horrible pesadilla que se sentía demasiado real.

Pero no era ningún sueño. Aquello estaba sucediendo, él estaba más despierto que nunca e Ízan... Ízan había muerto.

—Lo sé... Lo vi... —. Comentó cerrando sus ojos unos segundos, para luego mirar directamente a mis ojos—. No tenemos tiempo... Hay que irnos, Alex nos está esperando junto con otros... Encontró la manera de salir de aquí.

Volví nuevamente la vista al cuerpo que yacía en el suelo, rodeado por un charco de sangre. Su propia sangre. Todo a causa de un disparo, todo por culpa mía.

—¡Alto ahí! — un arma se alzaba frente a nosotros. — De rodillas, basuras. ¡Pónganse de rodillas o voy a disparar!— El hombre uniformado se acercaba lentamente hacia nosotros, sin dejar de apuntar en nuestra dirección.

Amelia obedeció y cayó de rodillas al suelo. Estaba aterrada. Ella había tenido la posibilidad de escapar y había vuelto. ¿Por qué? ¿Solo para buscarme y terminar enjaulada, arruinando su posibilidad de escape? Era mi culpa. La muerte de Ízan, y ahora su captura.

—¡Dije que te arrodilles o vas a terminar como tú amigo de ahí!—bramó con furia. Sentía el frío del caño del arma tocar mi piel, justo sobre mi sien.

Perdí el control. Sus palabras causaron que reaccionara sin pensar, sin poder detenerme siquiera. ¿Acaso quería detenerme? Mis manos se cerraron en puños y sentí cómo la temperatura de mi cuerpo incrementaba exponencialmente. De un movimiento, con una mano había tomado el arma y con la otra su garganta.

En el reflejo de sus ojos podía ver los míos que habían adquirido un color rojizo brilloso y la sonrisa cínica que adornaba mis labios. El arma se desarmaba en la palma de mi mano, escurriéndose hasta quedar hecho líquido. Mi otra mano ejercía presión sobre su piel, calentándose lentamente, podía sentir cómo iba quemándose poco a poco, dejando la marca de mi agarre.

—¿Quieres saber cómo se siente el fuego?—murmuré sin dejar de verlo. Estaba disfrutando aquello, pero por dentro quería parar. No quería hacer el mismo daño que ellos.

—¡Basta! Detente, detente... Déjalo, debemos irnos antes que lleguen otros, ¿si? No vale la pena—. Amelia se había puesto de pie a mi lado, agarrando el codo del brazo con el que sujetaba el cuello del guardia.

Solté al soldado y giré a verla, seguía asustada. ¿De mi? Negué ligeramente y volteé para ver cómo el guardia tosía, tratando de recuperar el aliento.

De pronto me sentí arrastrado, siguiendo mientras corría en la dirección que Mel, cómo le decíamos a Amelia, jalaba de mi brazo. Esquivábamos cuerpos, tanto de chicos como nosotros como de soldados que habían tratado de asesinarlos y, seguramente, se habían encontrado con resistencia.

La salida estaba en un rincón, entre una de las torres de los guardias, que ardía en llamas, y el muro que nos mantenía apresados en su interior. Allí estaban varios de los chicos, amontonados mientras trataban de pasar de a uno por un hueco. Un diminuto espacio por el cual sólo se podía pasar arrastrado, como si fuéramos gusanos. ¿Y no lo éramos aquí? Tratados como insectos, gusanos que tenían que arrastrarse ante los adultos que ejercían su fuerza para controlarnos.

Una última mirada al lugar por el que durante años se había convertido en su hogar, un tanto extraño y donde realmente no había nada más que crueldad, pero donde había formado una familia, amistades. Se sentía extraño el abandonar la Sede, no porque amara el maltrato que sufrían, sino porque dejaba una parte de mí en ese sito. Dejaba a una persona importante, allí, muerta entre muchos más.

No podía quedarse más allí o lo atraparían. Era quedarse a morir o tratar de escapar. Ninguna de las dos opciones era algo realmente alegre. ¿Por qué? Porque tendría que ver si lograba salir con vida, aún, y porque sabía que jamás podría dejar de huir. No era vida, para nada.

Dejé de pensar y me arrojé al piso, entrando en el hueco y arrastrándome hacía el otro lado. No sabía con lo que podría encontrarme del otro lado, si todos estaban muertos y los soldados ya habían descubierto el lugar por el que habían escapado varios de los prisioneros, o incluso, por más que no hubiera ninguno, ¿hacía donde iría? Mientras la luz del otro lado, y el color verde que predominaba y alcanzaba a distinguir, aquellos pensamientos se iban disipando.

Sobreviviría. Por él, por Ízam, y luego vería qué sería de su destino.

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