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Prólogo

En el interior de la lúgubre caverna ubicada en quién sabe dónde, la helada se abría paso desde las zonas más elevadas del lecho rocoso, extendiendo su escarcha a través de las grietas que se dibujaban de manera atropellada en el claustrofóbico espacio subterráneo.

Lugar en el que ningún ojo humano podría siquiera aspirar a curiosear sin preparación previa, a causa del peligro que la naturaleza de aquel sitio olvidado representaba.

Y en las profundidades de esa tenebrosidad sonidos iban y venían; alas siendo batidas, el deslizar de animales pequeños y hasta el chillido de insectos, lo cual daba una idea quizá demasiado clara del ecosistema que allí prosperaba.

Pero, sin relacionarse con ese mundo, e ignorando el canto natural que podía ser tan adormecedor como angustiante, una «cosa» o «ser» andaba errante a través de su propia noche eterna.

Sin ton ni son se estampaba contra las paredes escabrosas, balanceándose en cualquier dirección, como si bailase alguna danza desconocida hasta para él mismo.

Un lago congelado, no demasiado grande, era lo único que brindaba consuelo entre tanta obscuridad, pues unos pocos rayos de luz azulina se escapaban de entre el hielo fino, proyectando una ligera sombra en las estalactitas que amenazaban con sus puntiagudas terminaciones. Ese brillo azulado evidenció la propia silueta sobrenatural de lo que se agitaba en un ritmo errático.

No había ni un rastro de cordura en él, su cuerpo, despojado de carne y órganos, era un cúmulo de huesos fusionados unos con otros en coyunturas, constituyendo un esqueleto macabro de probable procedencia humana, aunque con dificultad podría ser llamado «humano».

Sin algo más que eso respirar le fue imposible, al igual que oír, sentir, ver o tan siquiera degustar. Motivado a su condición, no podía considerarse un ser vivo, sino más bien algo en el medio de ambos extremos.

Al no-muerto le colgaba un harapo cerca de la clavícula y sus falanges raspaban sin cesar el helado suelo pedroso, su mandíbula inferior se sacudía a cada paso basto, era claro, no tenía un rumbo fijo y vagaba de un lado a otro, sin conciencia alguna.

Fue durante esa inestable caminata que sus pies, si así podían llamárseles, le fallaron. Justo al borde del lago resbaló, el hielo crujió al quebrarse y un golpe húmedo caló a sus huesos que de a poco se hundieron, salpicando por doquier.

Tras su caída, la delgada capa de hielo se cuarteó por toda su amplitud, dejándole irse en silencio, como si apenas reparase en el ser sobrenatural inmerso en la profundidad que comprendía. Las aguas tenían un aire apático, indiferente y magnífico, fueron merecedoras de alguna fábula antigua.

El silencio reinó durante minutos que parecieron eternos, los ruidos que venían de distintas direcciones se habían apaciguado y casi parecía que el mundo hubiese sido detenido por la mano de algún Dios.

Durante esa perturbadora pausa él o eso resurgió, sus dedos huesudos se hincaron encima del hielo fracturándolo por completo. Cuando logró dar con un borde pedroso, se apoyó y de un tirón salió, empapado hasta los huesos.

Se postró sobre sus rótulas y falanges, ojeó los alrededores, sorprendido; pero, sin importar la veracidad de su sentimiento, en su rostro inhumano jamás podría haber alguna expresión que lo manifestara.

Ladeó el cráneo en medio del desconcierto, su mente iba a ser absorbida por un torbellino de caos, no comprendía nada, pero aun así deseaba reconocer el entorno que alcanzaba sus cuencas, y no podía ser cuestionado por ello, aquel fue su primer vistazo al mundo fuera de esa capa de neblina espesa y umbría, de la cual su mente había sido presa anteriormente.

Sin perder más tiempo se puso en pie, centró toda atención en sus fémures mojados y razonablemente sucios, hasta que, instintivamente, alzó ambos brazos y los contempló.

Con cautela arregló su posición y marchó sin dirección en particular, por fin, sin saber cómo o por qué, había sido liberado del yugo al que había sido atado. Es así como, desde la nada, nació.

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