65 Capítulo 64

Skay

- Matad al otro y podréis vivir. – escuché que decía la voz fuerte del rey Ageon, seguida de un gran bullicio. El público estaba expectante y enloquecido, ansioso de entretenimiento que solo podía estar relacionado con mi muerte o la del guerrero que cada vez tenía más cerca de mí.

- Mis disculpas, alteza. – murmuró, sin ningún ápice de satisfacción en su rostro, aunque tampoco era capaz de ver si quedaba algo de humanidad en él.

Nunca antes se me había pasado por la cabeza suplicarle a nadie, pero aquel parecía un buen momento para empezar a suplicar por mi vida. Era lamentable y perdería la poca dignidad que me quedaba. Sin embargo, ¿qué otra opción me quedaba? El guerrero blandía una espada forjada con huesos de dragón rojo, el material más duro sobre la faz de Origin, superaba con creces el diamante. Solo los mismísimos Dioses podrían haber sido capaces de fundir aquel material para crear una espada tan mortífera e invencible. ¿Por qué la tenía aquel guerrero? ¿Acaso escuchaban también los deseos de los fríos y les concedían regalos?

El mundo se me echaba encima. ¿A qué clase de seres había estado adorando durante tanto tiempo? 

No tenía escapatoria, ningún lugar al que huir de aquella espada y por si esto fuera poco, me encontraba muy débil. Mi contrincante lo sabía, pero aun así decidió tirarme una sencilla espada que llevaba colgando de la cintura.

- Si no jugamos un poco entre nosotros, será peor después para el ganador. - espetó, frunciendo el ceño y esperando que yo recogiera la inútil espada que me había tirado.

- Tu espada partirá en dos la mía. - me quejé en un tono de voz apenas audible.

- Le trataré con suavidad durante un rato, alteza. - repuso.

A continuación, dirigió el filo hacia mí, veloz pero con la suavidad necesaria para no partir en dos la espada que a duras penas era capaz de sostener. No me dio  tiempo a decir nada más, ni a rechistar que no quería morir de aquella forma tan deprimente, sin haber hecho nada por nadie ni por mí mismo.

Una gota de sudor resbaló por mi frente. Tenía que moverme, recordar todo lo que había aprendido en los entrenamientos, pero aquello era la realidad... y no una cualquiera. Creo que el instinto de supervivencia fue lo que realmente hizo que encontrara fuerzas para poder esquivar las envestidas del guerrero, incluso levanté mi espada para combatir la suya, como si aquello fuera a cambiar el terrible destino que creía que se cernía sobre mí.

Podía imaginarme a los Dioses riéndose de mi persona en aquel preciso instante. Por un momento había creído ser fuerte, inteligente, digno... pero solo era un chico de diecisiete años, todavía tenía demasiado que aprender de la vida y sus reglas. 

Me encontraba tan cansado, que temía que mis piernas se rindieran de un momento a otro o que mis brazos ya no pudieran sostener el arma que blandía de forma tan penosa. Durante unos minutos que se me asemejaron eternos, estuve huyendo, esquivando las embestidas de mi contrincante e intentando hundir el filo de mi espada en la carne del fuerte guerrero que apenas estaba sudando. Iba a desmayarme, lo sabía, si seguía así por mucho tiempo, mi cuerpo se desvanecería de un momento a otro, completamente vacío de energía.

Ni siquiera era capaz de escuchar las palabras del rey Ageon, las cuales me llegaban de forma lejana y apenas perceptible. 

Jamás en mi vida había estado tan fatigado, todo era culpa de los grilletes mágicos que habían estado consumiendo mi poder y mi fuerza vital durante a saber cuánto tiempo. No iba a ser un buen entretenimiento para el público del coliseo, no tardaría en desfallecer o en ser interceptado por mi enemigo. Era cuestión de pocos minutos, puede que incluso de segundos.

El corazón me latía acelerado y a mis piernas les costaba sostener mi cuerpo.

De repente, una luz me cegó, tan brillante y fuerte que habría sido perfectamente capaz de iluminar un universo entero. Y algo había en mí que sabía de dónde emanaba.

- Alice. - murmuré, dirigiendo la mirada hacia ella.

En efecto, la muchacha se encontraba en lo alto del coliseo, junto al rey de los fríos y brillaba tanto que por un momento temí perder la vista. Me permití cerrar los ojos, confiado de que ya estaba a salvo.

Y no los abrí hasta que sentí su dulce presencia frente a mí.

Alice había dejado de emanar aquella luz cegadora y estaba diferente a la última vez que la había visto, pero no me sorprendió ver cómo su cabello se encontraba tan rojo como la sangre, a pesar de que sus ojos seguían siendo azules. Me sorprendió la expresión en su rostro, como si de repente hubiera dejado de ser una niña de quince años.

Tenía petrificados a los miles de espectadores, solo con su simple presencia.

Ahora parecía una Diosa.

- No volveré a perderte. 2000 años en el infierno no son suficientes para separarnos. - sentenció Alice, observándome atentamente, mientras una lágrima corría por su mejilla.

No entendía nada, pero sus palabras hicieron que olvidara el presente y por un momento creyera que estábamos solos.

Fue entonces, delante de todos los presentes, el momento en que Alice por fin rompió el espacio que había habido entre nosotros dos. Fue un movimiento fugaz, incluso hambriento, como si hubiera esperado mucho tiempo para que llegara este preciso instante y no pudiera esperar más. Sus labios se juntaron con los míos, mientras me pasaba las manos por detrás del cuello y se recostaba hacia mi con las puntas de los pies en alto.

Con tan solo un beso suyo, sentía que podía tocar el cielo. Era dulce, apasionado, hambriento y con cierto sabor a nostalgia, como si ella fuera una droga que llevaba mucho tiempo sin probar. Sentía que no podría dejar de besarla nunca, la había echado de menos, tanto que sentía que moría de felicidad en aquel instante, ¿pero tan solo habían pasado unos días, no? ¿Por qué tenía la sensación de que habían sido miles de años?

No lo sabía, pero ya no me importaba.

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