54 Capítulo 53

Alice

Por mucho que quisiera abrir mi mente y ver más allá de lo que veían mis ojos, no pude evitar que el reino de los fríos me pareciese aterrador. Prácticamente no había casas y no logré visualizar ningún huerto, ni granja, y parecía que la gran mayoría de la población viviera tirada en el hielo o en la nieve sin importarles lo más mínimo. Era como si ya estuvieran muertos y la vida no tuviera sentido para ellos.

Avanzamos a caballo – o al menos a eso era lo que se parecía más aquel animal de seis patas – por un camino libre de nieve y por gran parte del reino. El paisaje se mantuvo impasible durante las horas que estuvimos cabalgando y a cada paso que dábamos me arrepentía todavía más de haber venido hasta allí, ya que mis esperanzas de encontrar a mi padre como a una persona normal, se iban reduciendo rápidamente por segundos al ver que todos los fríos con los que nos cruzábamos me miraban atentamente, pero sin ningún tipo de expresión en sus rostros, como si nada pasara por sus mentes pero sintieran la necesidad de dirigir sus miradas vacías hacia mí. No quise mostrarme temerosa e hice varios intentos para que mi cara no reflejara el miedo que ese lugar me provocaba, pero no estaba segura de haberlo conseguido.

- Aquí nadie te repudiará. – sentenció mi medio hermano, aumentando un poco mis bajas expectativas, pero haciéndome recordar que mi madre biológica no me había querido nunca.

Fue justo cuando Kilian pronunció aquellas palabras, que llegamos al final del camino por el que estábamos cabalgando y un gran precipicio de forma circular y de un diámetro que debía ser de unos veinte kilómetros, se cernió delante de nosotros, tan profundo que la luz no lograba alcanzar el fondo. Un escalofrío me recorrió la nuca al encontrar una extraña semejanza entre aquel enorme agujero y los ojos negros del Dios que me había visitado en mis peores pesadillas.

Al principio creí que se trataba de una broma cuando el chico se bajó del caballo, ya que nos encontrábamos literalmente en medio de la nada y habíamos dejado atrás a toda forma de vida, pero después recordé que los fríos no parecían ser muy bromistas.

Mi primer pensamiento entonces, fue que hasta allí había llegado mi viaje: me tirarían a ese precipicio y me pasaría el resto de mi vida cayendo por él.

- Te veo tensa. – sentenció mi medio hermano, esbozando una sonrisa torcida que no me dejó en absoluto tranquila.

- ¿Me vais a matar? – pregunté, dando un paso hacia atrás y observando con detenimiento los rostros inexpresivos de cada uno de los fríos que se encontraban presentes en aquel momento tan decisivo de mi vida.

Kilian empezó a reír ante mi suposición y creo que fue en ese momento en que empecé a hiperventilar.

- Esta es la entrada a la fortaleza de Ageon. – explicó a continuación con serenidad, pero yo seguía igual de desconfiada.

Nunca se me había pasado por la cabeza querer hacer paracaidismo, ni tampoco "puenting", mucho menos tirarme por un precipicio que parecía no tener fin. ¿De verdad creían que iba a lanzarme al vacío?

- Estáis locos. – sentencié, asomándome un poco, pero sin acercarme demasiado.

Cuando volví a girarme para mirar a los presentes, en mis ojos se había internado el pánico y ya no había nada que pudiera hacer para evitar que vieran que estaba aterrorizada.

"Relájate" – escuché que me decía una voz en mi cabeza y respiré profundamente al reconocer que se trataba de Eros – "Saldrás de esta y cumplirás tu destino." – prosiguió diciendo e intenté creer que de verdad se trataba del Dios que juraba ser mi amigo.

- Cumpliré mi destino. – repetí en voz alta, mirando el precipicio sin fin a pocos metros de mí y olvidando que no me encontraba sola.

"Algunos Dioses creen que tienen el poder de desafiar al destino, pero este es más fuerte." – murmuró una voz femenina en mi cabeza – "Existen seres mucho más poderosos que nosotros, pero solo los arrogantes son incapaces de verlo."

No reconocí aquella voz, pero la forma en que hablaba me recordó a la primera Diosa que se había puesto en contacto conmigo: Minerva, o Atenea para los griegos.

"No podemos ir contigo a este lugar, pero es lo que tienes que hacer." – susurró Eros en mi mente.

"Esto sanará tu alma" – añadió la Diosa, haciéndome recordar lo que ya me había dicho con anterioridad y seguía sin comprender.

Tras aquellas palabras, no volvieron a decir nada y sentí como su divina presencia se evaporaba. Desconocía las razones por las que no podían venir conmigo y protegerme, pero no tardaría en descubrirlo y me habían dado el valor que necesitaba en aquel momento. Ahora sabía que no había otro camino que ese, por mucho que odiara admitirlo, tendría que saltar.

- ¿Vais a saltar conmigo? – pregunté a los fríos, mirándolos seriamente.

Kilian esbozó una sonrisa que mostró sus puntiagudos dientes y asintió, instándome seguidamente con la mano a que avanzara y me tirara.

- Nuestro padre espera. – espetó.

Desde que tenía uso de la razón, siempre había sido una cobarde, pero estaba decidida a acabar con esa antigua yo. La Alice débil, tímida, insegura y cobarde iba a morir. Yo la iba a matar.

Empecé a caminar hacia el precipicio, sintiendo todas las miradas puestas en mí. Me detuve justo en el filo y miré hacia abajo. Un escalofrío me recorrió todo el cuerpo, pero lo ignoré, igual que intenté omitir la imagen del Dios de ojos tan negros y profundos como pozos sin fin. A continuación, respiré profundamente, cerré los ojos e imaginé que ahí abajo había una piscina y me encontraba en el saltador. Solo tenía que dar un paso más y eso fue lo que hice.

Me lancé al vacío y empecé a gritar como una posesa cuando me hube internado en la oscuridad más profunda y el silencio más absoluto. Solo cuando me quedé afónica y sin respiración, me callé. Sentí que me faltaba el aire y que jamás llegaría al fondo de aquel precipicio y lo cierto es que no llegué.

Tras unos diez minutos de caída libre, aparecí en un gran salón, tirada boca arriba en un suelo hecho de hielo y con la mirada clavada en las numerosas lámparas de araña del techo. Respiré profundamente como si me hubiera estado ahogando durante un largo rato y mi corazón acelerado empezó a calmarse.

- Por fin. – escuché que decía una voz grave y poderosa a unos cuantos metros de mí, que hizo que me levantara del suelo al instante, pero no sin tambalearme.

Una vez logré ponerme en pie, mi mirada se dirigió en la dirección de aquella voz, pero no conseguí ver a su dueño, ya que me encontraba rodeada de tantos fríos que ni siquiera era capaz de contar. Solo cuando una fuerte ráfaga de aire frío tiró a algunos al suelo y apartó a otros, fui capaz de verle.

Sentado en un sofisticado trono de hielo que llegaba hasta la parte más alta del techo de aquel palacio, se encontraba un hombre frío, el único vestido en todo el salón, con una armadura plateada y una capa negra. De él manaba un poder inimaginable y al instante supe que él era Ageon... mi padre.

- Por fin. – repitió al verme, se levantó rápidamente de su trono y con una velocidad parecida a la que había visto en las series de televisión sobre vampiros, se colocó justo delante de mí, en tan solo un segundo. Solo cuando lo tuve a menos de un metro, pude comprobar que era incluso más alto que un jugador de básquet y más corpulento que un nadador.

Fui incapaz de decir nada, ya que me encontraba completamente petrificada por el poder que emanaba y lo único que pude hacer fue elevar la cabeza tanto como pude para verle el rostro. Su cabello era completamente blanco y largo y le caía sin cuidado sobre la frente y las mejillas cadavéricas. Sus ojos azules y vacíos se posaron sobre mí y su sonrisa mostró unos dientes todavía más largos y afilados que los de cualquier frío que había conocido antes.

- ¡Finalmente! – rugió, levantando las manos, lo que provocó que el ejército de fríos que había allí aullara sin control e intentara reventarme los tímpanos. – Mi hija más poderosa... está por fin en casa. – prosiguió diciendo una vez los gritos cesaron – Yo te convertiré en la criatura más letal.

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