34 Capítulo 33

Alice

Me quedé muda, incapaz de decir nada cuando un niño de diez años apareció delante de mí, revelándome al hablar que esa voz había sido la que había estado escuchando todo ese rato en mi cabeza.

Necesité parpadear varias veces para comprender que lo que acababa de pasar había sido real. Un niño de unos diez años había aparecido de la nada delante de mí y me sonreía con una radiante sonrisa de oreja a oreja.

Por si eso fuera poco, sus ojillos brillantes no habían parado de recorrerme entera, haciéndome sentir muy incómoda.

- Tampoco has cambiado tanto. – sentenció una vez me hubo repasado de arriba abajo y volvió a sonreír.

"¿Por qué sonreía tanto y por qué hacía como si me conociera de toda la vida?", me pregunté, todavía demasiado impactada como para preguntar aquello en voz alta. Una parte de mí acababa de aceptar que había perdido la cabeza completamente, aquella ya era la gota que colmaba el vaso.

- ¿Eres real? ¿Eres producto de mi imaginación? – pregunté de forma insegura, acercándome poco a poco y guiando mi mano hacia el niño para tocarlo y comprobar que existía realmente y que no estaba tan loca como pensaba todavía.

El niño, al ver mis intenciones, se apartó con una velocidad sobrehumana, completamente asqueado.

- ¡Mortal! Sé que eres impertinente, pero no te recordaba tan maleducada. – espetó el chiquillo, visiblemente molesto por lo que acababa de hacer.

Si había estado confundida, en ese momento, mis dudas habían aumentado todavía más si cabía. No entendía la manera en cómo me hablaba aquel niño aparecido de la nada, ni tampoco la mirada de superioridad que reflejaba, como si conociera la verdad absoluta y yo no supiera nada.

- No eres real... no existes. – empecé a negar con la cabeza, cerrando los ojos con fuerza y tirándome al suelo de rodillas de forma dramática, mientras me llevaba las manos a los oídos para evitar escuchar la voz del niño.

A continuación, escuché un rápido movimiento a mi derecha y la voz volvió a mi cabeza:

- No puedes fingir que no existo, que no me ves o que no me oyes. Puedo hablarte en tu cabeza y a pesar de que intentes huir de mí tapándote los oídos, puedo hacer que sigas escuchándome si quiero.

Lancé un grito de desesperación al abrir los ojos de nuevo y encontrarme con su rostro a poco centímetros del mío, observándome con detenimiento. ¿Por qué me estaba pasando todo esto justo a mí? ¿Qué había hecho para empezar a ver y oír cosas que no existían en realidad?

- Mira que llegas a ser melodramática. – inquirió el niño, frunciendo el ceño y suspirando al final de la frase.

El chiquillo se encontraba arrodillado en el suelo, sin desviar su atención de mí por un momento y con una cara que reflejaba una desesperación incluso mayor que la mía. Vestía una túnica de color blanco, que le dejaba el torso juvenil al descubierto y se semejaba a las muchas que había visto pintadas o esculpidas en museos de arte, aquellas que solían llevar los romanos y los griegos en épocas pasadas. También, logré vislumbrar que cargaba un arco y unas flechas en la espalda y pensé que tener un arma en aquellos momentos, me ayudaría muchísimo si quería alimentarme durante lo que durara el viaje.

Por tanto, no tuve más remedio que intentar agarrar aquel abismo de esperanza que suponía el chiquillo, aunque no sabía qué pensar acerca de su verdadera existencia. No estaba segura de que no fuera producto de mi imaginación.

Tras observarlo por varios minutos, algo más relajada, conseguí articular:

- ¿Quién eres?

El rostro desesperado del niño se convirtió de nuevo en uno alegre y una sonrisa se formó en la comisura de su boca.

- Tengo muchos nombres, a lo largo de la historia de los mundos que he visitado o creado, me han llamado de varias formas, aunque supongo que para que me entiendas, teniendo en cuenta que has pasado casi toda tu vida en la Tierra, la cual se encuentra bastante conectada a Origin... se podría decir que soy Eros o Cupido, el Dios del amor. - respondió solemnemente y con total naturalidad, sin dejar de sonreír.

Incapaz de decir nada, me quedé observando al chiquillo, algo perpleja y sin saber cómo debía reaccionar.

- ¿Cupido, dices? – pregunté entonces, frunciendo el ceño y haciendo una mueca.

El muchacho pareció ofenderse ante mi reacción, pero asintió.

- ¿Y dónde has estado todos estos años? – pregunté y acto seguido empecé a reírme como una histérica, hasta el punto que empezaron a saltarse lágrimas de mis ojos.

Si realmente había tenido al Dios del amor apoyándome siempre, tal y como parecía que debería haber sido al tratarme de la hija de la reina Opal, no entendía cómo todos los hombres con los que me había cruzado parecía que les repulsara la idea de tener una aventura conmigo.

- No te conviene enfadarme, querida. A pesar de que mi forma humana sea la de un niño, sigo siendo un Dios, hijo de Afrodita y Ares, los cuales siguen enfadados contigo. – inquirió Eros, elevando una ceja y hablándome poco a poco para que asimilara lo que acababa de decir.

Mi risa desapareció al escuchar sus palabras, todavía confundida por si tenía que creerme la existencia de aquel niño. ¿Y si realmente era un Dios y se estaba comunicando conmigo? ¿Acaso no me había pasado por la cabeza también que podía haberme comunicado con la Diosa Minerva?

- Bueno, suponiendo que esté hablando realmente con un Dios... - empecé a decir.

- Te aseguro que estás hablando con un Dios. – espetó molesto el niño, el cual juraba ser Eros, Dios del amor.

- Entonces... ¿Por qué no te has mostrado hasta ahora? He sido bastante miserable estos últimos quince años de mi vida, es probable que lo siga siendo. Siempre me ha faltado amor. – inquirí, bajando la mirada a causa de la tristeza que aquello me suponía.

- ¿Por qué iría a malgastar tiempo y esfuerzo en que te amara cualquiera de esos insectos que se hacen llamar humanos? – respondió con odio en la voz el Dios, cruzándose de brazos. Su respuesta hizo que elevara de nuevo la cabeza y me quedara mirándolo con el ceño fruncido.

- ¿Insectos? ¿Por qué los llamas así? – pregunté, molesta por la manera en que se había referido a millones de personas.

- Los humanos de la Tierra son seres muy inferiores a ti, querida mía. No podía dejar que te mezclaras con ninguno de ellos, porque son como una plaga de insectos. No tienen control, destrozan el mundo que les creamos y la mayoría nos han olvidado o nos han sustituido. ¡Los Dioses hemos pasado a ser mitos, una leyenda! – explicó Eros y noté cómo la ira se iba apoderando de él al hablar.

- Pero hubo un tiempo en el que os adoraban. – repuse, intentando calmarlo un poco.

- Cierto, pero desde la caída del imperio romano no han vuelto a ser los mismos. Cuando nos adoraban, la Tierra tenía mucha más luz. Los numerosos templos y pirámides que construían en nuestro honor eran de una belleza inmensa. ¿Y en qué se convirtieron muchos? ¡En cenizas, Iglesias o simples monumentos turísticos! - gritó Eros con furia y el cielo se tapó, haciéndome estremecer. - La edad media fue una época oscura, pero lo que vino después fue mucho peor. Como bien ya debes saber, la Tierra está siendo autodestruida, algo que nunca había ocurrido en ninguno de los miles de mundos que hemos creado en el universo. - dijo haciendo una pequeña pausa para coger aire y soltarlo en forma de suspiro, resignado. - Los humanos son la vergüenza de los Dioses, por lo que decidimos crear este mundo, a semejanza de la Tierra, pero mucho más perfeccionado, con seres superiores que pudieran dialogar con nosotros para que el desastre de la Tierra no volviera a repetirse. Por eso no te puedes comparar a esos insectos, querida, ni siquiera deberías compararte con los demás cálidos o fríos, porque dispones de una fuerza ancestral y peligrosa que te han cedido los mismísimos Dioses.

Cuando acabó de hablar, creí que mi cabeza iría a estallar por intentar retener tanta información nueva. Si todo esto me lo hubiera contado hacía unos días, no le habría creído en absoluto, pero muchas cosas habían pasado desde entonces y ya no era la misma, por lo que decidí abrir los ojos y empezar a creer lo que estaba delante de mí: la verdad absoluta.

Siempre había mirado al cielo y me había preguntado qué habría más allá de la Tierra, si realmente existirían otros seres y otros mundos. En poco tiempo, había comprobado que la magia existía. ¿Por qué no podía creer también lo que me explicaba Eros? ¿Por qué no creer también en los Dioses, cuando yo misma era capaz de hacer cosas que no creía posibles?

Y, por un instante, una imagen o tal vez un recuerdo apareció en mi cabeza fugazmente. En ella aparecía Eros mirándome con semblante apenado, sus ojos azules habían perdido su brillo característico y sus mejillas sonrojadas se encontraban apagadas. Pero aquello no era el presente, sino una historia que había olvidado en una época y un mundo muy diferentes a hoy en día. Tal vez, incluso, yo también fuera otra persona.

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