34 Y a verde 16

Después de deleitarnos uno del otro, terminé entre sus grandes brazos, desnuda contra su piel caliente, oculta entre las sabanas y por el calor de su abrazo protector. Me apretaba a él sin ser brusco, se aferraba a mí con ese mismo temor de perderme, y con esa misma necesidad de tenerme. Sentía sus dedos acariciar levemente la piel que pudieran de mi espalda, sin romper el abrazo: eran caricias tan cuidadosas y dulces que lograban que el peso del cansancio meciera mi cuerpo, y cerraran mis párpados, amenazándolos con cerrarlos por largas horas.

Cerrarlos era algo que no quería, porque temía que si me dormía, sucedería lo de la oficina, que llegaría a despertar sola en un sofá, con esa advertencia de sangre en la puerta, con esa necesidad de revisar la ventana y encontrarme a Rojo infectado, devorándose a un experimento.

Es fue una razón por la que me esforcé por no desvanecerme en sus brazos, y la segunda era que podía permitirme descansar. Me tocaba la guardia, y sabía que pronto ellos tocarían la puerta para venir por mí, así que solo tenía unas pocas horas—o tal vez, ni una sola más— para deleitarme junto a Rojo, para estar junto a él y escuchar el sonido musical de los latidos de su corazón, suaves y acelerados.

Me removí un poco sobre su cuerpo, alzando la cabeza para saber si él estaba dormido, pero tan solo subí el rostro, mi mirada se toparon con ese color de orbes tan profundos y escandalosos, un color precioso que se fijaba solamente en mí, tal como se fijaron cuando terminados recostados después de hacer el amor. ¿Llevaba contemplándome todo este tiempo? Estaba segura de que por lo menos, habían pasado un par de horas.

— ¿No descansaras? —quise saber, mi mano se deslizó sobre su pecho para acariciarlo, para que mis yemas se grabaran su suave textura, esa piel sin fiebre que se sentía tan esquicito a una temperatura normal.

—Prefiero que tú lo hagas—respondió, en un tono bajo sin dejar de contemplarme—, ¿por qué no duermes? Yo te protegeré.

Yo te protegeré. Esas palabras que se repitieron en mi cabeza, provocando que por mis labios cruzara una sonrisa pequeña, pero marcada de esa felicidad que cosquillaba mi estómago.

Él me había estado protegiendo todo este tiempo, y aun cuando estábamos dentro de un bunker, seguía haciéndolo. Él era maravilloso.

—Aquí no hay peligro— aclaré, sin desvanecer la sonrisa.

—Estar atrapados es aún más peligroso, prefiero que tú recuperes tus fuerzas primero.

Tenía razón, no lo recordaba. Y era que, perderme en Rojo, y estar así, entre sus brazos dominada por su dulzura y calor, me hacían olvidarme del infiero de nuestra realidad. El que no estemos en peligro no significaba que estuviéramos a salvo, estábamos acorralados por monstruos, y quién sabía si ahora eran más o menos. Mordí mi labio un instante antes de suspirar, en verdad deseaba que fueran menos, aunque si hubiera un cambio en los monstruos que se encontraban extrañamente en cada entrada de los bunkers, estaba segura de que Rossi o Adam estarían informándonos.

Tal vez, la situación seguía igual.

Aferré mis dedos al torso desnudo de mi hombre, dejando que mi pulgar fuera el único que le acariciara, ahora que estábamos aquí, solos, era mejor apreciar cada segundo de nosotros que pensar por un momento en el peligro de afuera.

Era el momento, por minutos que nos quedaran antes de que los otros llegaran, para aclarar mis dudas, para preguntarle sobre nosotros, había tantas cosas que no sabía y quería conocer.

—Rojo— suspiré su nombre, mirando en dirección a la ligera luz que se adentraba por la rejilla de la puerta—. Quiero saber cómo nos conocimos, he tenido mucha curiosidad.

Lo único que sabía de nosotros, que yo tomé el lugar de su examinadora por un tiempo, pero, ¿cómo llegué a tomar ese lugar? ¿Lo conocí antes de ser su examinadora o cuando lo fui? ¿Qué tanto estuve con él? ¿Que hice a su lado? ¿Llegué a tocarlo...a bajar su tensión?

—Mi examinadora no se presentó ese día, así que no me sacaron de la habitación hasta que tú abriste la cortina— empezó a contar, sin titubeos y con un tilde de voz, como si estuviera recordándolo todo en ese momento—. Llevabas esa bata blanca larga y holgada que llevan todos los examinadores y que les cubre todo el cuerpo, y tenías en tus brazos una libreta de dibujos y unas crayolas, entre otras cosas. Yo no pintaba, los experimentos de mi sala no pintábamos, pero me enseñaste a hacerlo, y te quedaste toda la noche a mi lado.

¿Libro de colorear? ¿Crayones? ¿Por qué llevaría eso para alguien del tamaño de Rojo? ¿O era eso parte del trabajo?

—Ese fue el mejor día de mi existencia, pero no fue la primera vez que te vi.

— ¿Cómo? — Sus palabras lograron sacarme de mis pensamientos, con una extrañes inmediata—. ¿Si no fue con tu examinadora, cómo nos conocimos?

—En las duchas— replicó, dejándome aún más confundida—. Las duchas de nuestra sala no funcionaban, nos llevaron a otras, tú estabas dentro de las de los machos, tallando los pies manchados de purpuras de un experimento verde pre-adolescente.

Tragué, porque era lo único que podía hacer además de escuchar cada una de sus palabras.

—No dejé de verte, ni cuando tu rostro se enrojeció al vernos entrar a las duchas de los infantes— Una de sus manos se movió sobre mi espalda para tomar con delicadeza mi hombro y acariciarlo con sus nudillos—. Creo que él estaba bajo tu cuidado, y lo tratabas tan bien... Siempre sonriendo, haciendo bromas que lo hacían reír en la ducha.

Infantes, pre-adolescente. Rossi dijo que a todos los enfermeros se les acumulaba la tensión, a los experimentos rojos más que a los otros: blancos y verdes. Pero también mencionó que la tensión empezaba a acumularse desde la antepenúltima fase de evolución adulta. Escuchar decir a Rojo que le lavaba los pies a un niño, había hecho que un gran peso se bajara de mis músculos, y un suspiro brotara de mi boca, relajando aún más mi cuerpo. Eso quería decir que no era una maldita baja tensiones.

Eso era un gran alivio.

—Te veías preciosa—ronroneó contra mi cabello, meciendo mi cuerpo con su abrazo, haciendo que mi corazón se estremeciera y alborotara—. Pensé en la suerte de ese experimento infantil, aunque tenerte era mejor que la suerte—Besó la coronilla de mi cabeza—. Recuerdo que te miré tanto mientras mi examinadora me bañaba, que cuando te diste cuenta de mí, tardaste mucho en reaccionar y darme la espalda.

—Debí sentirme intimidada— agregué, amoldando una sonrisa en mis labios contra la piel de si pecho—. Tus ojos siempre me dejan así, intimidada, inmóvil e hipnotizada. Pero me gustan, me gusta tu mirada.

—Me lo has dicho varias veces—soltó monótonamente —: mi color favorito es el rojo, dijiste. El rojo y el naranja.

Pestañee con inquietud. Hasta ahora no me había puesto a pensar en lo que me gustaba o disgustaba, siempre había estado preocupándome por sobrevivir o salvar a Rojo, y salir de este lugar.

Pero eso era algo irónico, dejándome entender porque razón — a pesar de que no quería tener su penetrante y endemoniada mirada encima por la forma en que me estremecía, pero que a pesar de eso—, quería seguir viendo sus ojos, ver el color de su mirada. Ese intenso color que me atraía.

Me gustaba...

— ¿Cuál es el color que más te gusta?— pregunte, pero no hubo respuesta y eso hizo que volviera a subir el rostro en busca de esos orbes que encontré instantáneamente, clavados aún en mí.

Seguía contemplándome, moviendo sus orbes de un centímetro a otro de mi rostro, con una clase de admiración en el brillo de sus pupilas rasgadas.

—El azul de tus ojos—pronunció paulatinamente de tal forma que terminara enredada en su hermosa confesión, y sin poder evitarlo, que estirara mi cuello para alcanzar sus labios y unirlos en un beso que continuo. Me tuve que mover, deslizar de mi lugar para tener más acceso a su boca, levantando mi cuerpo con el empuje de mis brazos sobre el colchón y montándome sobre su cuerpo para luego inclinarme contra su pecho y hundirme en sus labios, en el sabor de su boca, de su lengua, de su interior.

Su mano no tardó en presionar mi nuca, sus dedos en enredarse en mi cabello y anclarse a ellos con deseo. Las acometidas que de inmediato dio su larga lengua, reclamando mi boca como suya, me hicieron gemir.

Oh Dios. Amaba como besaba, amaba el sabor original de sus carnosos labios, así como también amaba como cada pulgada de su cuerpo reaccionaba cuando nos besábamos apasionadamente.

— ¿No tienes otro color? —pregunté entre besos lentos, y antes de escuchar su respuesta me aparté un poco para contemplar su delirio, ese oscurecimiento peligroso que se dejaba ver en sus ojos —. Debió gustarte otro color antes que el azul.

—No me interesaba ni uno en particular—contestó ronco, apreciado mis labios con el deseo de volver a besarme, con sus dedos enredados en mi cabello, inquietos con la intensión de empujarme hacía su boca—, todos eran iguales para mí, hasta que vi tus ojos.

En cuanto terminó de hablar y yo estaba lista para inclinarme y besarlo, tres toques a la puerta rompen nuestra conexión, un fuerte y hueco sonido que me hizo sentarme como resortera contra su vientre, sin percatarme del bulto en mi entrepierna que apenas empezaba a palparme. Sobresaltada por el golpe, clavé la mirada de vuelta en esa madera que había temblado, sobre todo en el picaporte, al que le había puesto seguro.

— ¿Pym estás ahí?

Era la voz de Rossi, rápidamente mientras recuperaba la conmoción de mi corazón que se asustó por su llegada, me deslice fuera de la cama y alcance mis jeans y ropa interior pata empezar a ponérmela.

—S-sí—quise morderme la lengua al tartamudear de los nervios.

—Sal, es tu tueno para la guardia—informo, y por la forma en que se escuchó su voz, supe que estaba muy pegada a la puerta.

—En un momento— avise, ocultando mis caderas en los jeans. Rossi no dijo nada más pero sabía que seguía ahí en mi espera. Por otro lado, aumenté la velocidad de mis movimientos para colocarme el sujetador y tratar de poner el seguro, cosa que no logré ni con el tercer intento. Gruñí en mis entrañas, tenía brazos largos no cortos como para que se me complicara ponerme el brassier. Tal vez era porque estaba nerviosa y desesperada por terminar y salir, no quería que ellos pensaran que me acosté con Rojo, de otra forma no quería imaginar lo que sucedería.

Aunque Adam, apostaba a que él ya se imaginaba lo que haría hoy con Rojo, y si estaba en lo cierto, intentaría lastimarlo.

Unas manos apartando las mías de las agarraderas del sostén, me sacan de mi cabeza. No necesito voltear para saber que es Rojo quien me estaba colocando el seguro después de apartar mi cabello. Cuando termina de hacerlo, me giro, sorprendida al saber que él... ya estaba vestido, usando la camiseta blanca que había tomado de una de las cajoneras de los oficiales.

Le quedaba de maravilla el color blanco, no porque se pegara a su torso y marcara si pecho y abdomen, sino porque contorneaba su pálida piel y esa endemoniadamente atractiva mirada reptil, junto a su cabello enmarañado, muy desordenado por mi causa.

—Deberías descansar —sugerí, mi brazo se estiro para acariciar suavemente si mejilla y recogerle algunas mechones que le sombreaban más la mirada, más esos párpados enrojecidos y esas leves ojeras que aparecieron durante su fiebre.

—Iré contigo— no fue una petición, hubo firmeza en su voz, y esa mirada decidida clavada en mí—. Quiero hacer guardia también, necesito saber si ellos siguen ahí, de otra manera tendré que buscar cómo sacarte de aquí.

Asentí, no podía negarme, porque al final sabía que Rojo iría a revisar. Se apartó de mí, caminó en dirección a la mesilla de noche donde se acomodaban los condones con dos bolsitas vacías.

Me olvidé por completo de su existencia, pérdida en la recuperación de Rojo, y todavía en sus caricias y besos que no pude pensar en nada más que en él. Pero el sentirlo correrse dentro de mi otra vez, me devolvió un poco se mi razón. Agradecí que recordará los condones antes de que Rojo recuperara sus fuerzas del éxtasis y me abriera las piernas para acomodarse sobre mí, otra vez.

Él era insaciable, que si no fuera porque supo que ya no podía continuar del agotamiento, estaría utilizando todos los condones, y quizás, hasta necesitaría de más.

Lo que no espere nunca de él fue que cuando le dije que debía ponerse uno, lo tomara y lo hiciera sin chistar, pero sobre todo, lo que más me perturbo y me dejó inquietante fue ver que él supo cómo ponérselo.

Me di cuenta de que ya había utilizado condones, y seguramente había sido con su examinadora. Sol pensar en eso, hizo que se me revolviera el estómago.

Celos e incomodidad. Pero debía restarle importante ya que fue parte de su pasado antes que yo..., yo también sabía cómo utilizarlos, y para lo que servían. Incluso, apostaba con quién había utilizado condones.

Oh rayos. No, no quería pensar en eso, ni menos imaginármelo.

Puse atención en los movimientos de Rojo, viendo que no fue los condones los que terminó tomando con su mano, sino mi sudadera que se encontraba en el suelo junto a la mesilla de la noche. Al hacerlo se giró, con su figura masculina alta e imponente para encaminarse en mi dirección.

—Quiero ponértela— su petición me sorprendió, ¿ponérmela? ¿Por qué quería hacer eso? Sus ojos bajaron para explorar el bulto de mi pecho que resaltaba de la prenda del sostén—. Me encantaría vestirte.

—Como las muñecas de trapo—comenté. No esperé que se inclinará y dejara su rostro a pocos centímetros del mío, dándome una vista estupenda en la que pude atisbar cada diminuto rastro de su perfección.

Rojo seguía impresionándome, parecía un sueño.

Su existencia parecía un sueño.

Esto parecía un sueño o una pesadilla en su mayoría, con la única diferencia de que estaba él.

—Solo que esta vez tú eres mi muñeca— dijo con ese tono de voz aterciopelado que floreció en mi cuerpo una clase de calor estremecedor.

Me pregunté cómo se sentiría ser vestida por él, porque ser desnudada por sus manos debajo de esa mirada se sentía de...

Oh no, Rossi estaba a fuera y no era momento para pensar en montarme sobre él otra vez. Me di un golpe mental para reaccionar y recuperar la cordura.

—Sera en otra ocasión— aseguré, arrebatándole la sudadera, no sin antes depositar un beso en sus labios, uno que él deseó continuar por la forma en que movió sus labios contra los míos—. Alguien nos está esperando.

Me deslice la sudadera y acercarme a toma los condones. Los guardé en el bolsillo, esta vez más profundo que antes para que no se me cayeran o no estuvieran a la vista de los demás, y tan solo lo hice otros golpes a la puerta, me pusieron la piel de gallina

—Se están tomando el tiempo muy en serio, tendré que forzar la cerradura, ¿me oyeron?

Aunque parecía una broma por su dulce voz, sabía que era capaz de hacerlo. Pero no fui yo quien terminó abriendo la puerta, sino Rojo, acercándose, quitándole el seguro y girando la perilla, dejando a la vista el cuerpo curvilíneo de Rossi y esas manos acomodadas a cada lado de su cadera.

—Ya era hora—quejó, echándole los ojos al cuerpo de Rojo, de pies a cabeza hasta arquear una ceja con extrañeza—Veo que estas mejor enfermero, Pym te atendió muy bien, ¿no?

Él no respondió solo se apartó en tanto me acercaba y ella entraba, estudiando nuestros rostros y la habitación, con una mueca seria en los labios, y esas cejas seriamente acomodadas.

—Tuvieron sexo.

— ¿Qué? —escupí sintiendo mis pulmones vaciarse de oxígeno y mi corazón dar un terrible hueco. Claro, obviamente iba a pensar en eso, después de saber que nos gustábamos y tardamos tanto en abrirle.

Pero daba preocupación la seriedad con la que espetó esa afirmación.

—Ay Pym— Se cruzó de brazos y caminó hasta estar a medio metro de mí—. No engañan a nadie, ustedes dos tuvieron sexo, incluso se puede percibir con solo mirarlos.

— ¿Y si así fue, a ti qué? —escupí otra vez, pero sintiéndome molesta.

— ¿A mí qué? —repitió, estaba perpleja por mi respuesta que comenzó a negar con la cabeza, llevando una mano a restregarse en su frente—. No se trata de mí, se trata de ti, Pym.

Como si le preocupara mi vida, cuando solo le preocupaba la de los experimentos. Apreté la mandíbula y respiré hondo para hablar cuando la vi abrir la boca con intención de agregar algo más.

—Eso mismo, lo que pase entre nosotros no le incumbe a nadie—interrumpí antes de que añadiera otra cosa, intentando tranquilizar la atmosfera que su presencia había creado. Entornó la mirada a mí, y contrajo un poco sus parpados.

— ¿No me incumbe? No, claro que no me incumbe su vida amorosa, pero si me incumbe que haya menos contaminados—bufo de mala gana—. Ni siquiera sabemos si él sigue infectado. Está claro que el parasito no se contagia por medio de fluidos o desde cuando nuestras examinadoras estarían contaminadas en la base, pero no sabemos si se contagia por medio de la unión de dos órganos sexuales.

—Ya no tengo el parasito—alzó la voz, Rojo, dando unos pasos por detrás de Rossi, acercándose más a ella sin quitarle la mirada de encima.

—Tú no estás seguro completamente de eso—le rectificó ella sin darle una mirada—, el parasito se oculta en los órganos, y no sabemos si utiliza el órgano sexual para ocultarse también.

Casi quedaba en shock, si no fuera porque anteriormente había tenido relaciones sexuales con Rojo.

Sí eso fuera como dijo Rossi, desde cuanto que estaría contaminada, deformada, devorando carne humana. Pero eso era algo que no quería llegar a decirle, por la seguridad de Rojo y mía. Sí le decía solo para responderle esa duda de los fluidos, la alborotaría y no dejaría de revisarme para saber si había algo o no dentro de mi estómago... mucho menos se lo diría después de vomitar.

No estaba segura a que se debió los vómitos, pero solo esperaba que fuera un malestar por el estrés y la preocupación. Como también esperaba que ella estuviera equivocada.

—El parasito cambia la temperatura de los huéspedes, mi temperatura es normal—clarificó espesamente—. Y la de mi hembra, también...

Rossi abrió más sus ojos de asombro, y esta vez, volteó a verlo, para decirle:

—Con más motivo cuida de ella enfermero 09, si es tu hembra debes cuidarla hasta de ti mismo—Le señaló, sin moverse de su lugar—, no sacies tus necesidades carnales con ella sabiendo que puede haber una pequeña posibilidad de infectarla. Porque repito, no estamos seguros de nada, y si quieres que ella siga junto a ti cuídala.

(...)

La pequeña habitación en la que debía estar vigilando, estaba repleta de televisores de pequeño tamaño, acomodado uno sobre otro, mostrando en sus pantallas imágenes de todo tipo del interior del bunker, y solo dos de ellas, mostrando el exterior de las entradas hacía el mismo: una de esas entradas externas, enumerada como la primera entrada, estaba oculta entre una montaña de escombros, como si del otro lado del bunker hubiera un derrumbe. Y si me inclinaba y ponía más atención, parecía que parte del techo del túnel, había colapsado, ¿por qué razón?

Solo ver esas la pantalla que mostraba la segunda entrada del bunker— que eran las principales pantallas antes que el resto de los televisores—, un gran temor se adueñaba de mí. Esos experimentos deformes de diferente tamaño, algunos un poco más deformes que otros, seguían estorbando la entrada. Estaban unos contra otros sin atacarse, sin moverse, como si estuvieran vigilando, eso era en la primera pantalla, esperando a que la puerta se abriera.

Más que temor, tenía esa cruda preocupación por saber por qué no se estaban moviendo, ¿por qué permanecían junto a las entradas del bunker? Era claro que por ningún motivo saldríamos de este lugar sabiendo que estaríamos a salvo, así que debían irse. Tenían que irse.

—Después de revisar todas las cámaras cada hora, iras a revisar las entradas 1 y 2—le escuché decir a Rossi, con esa misma tonada que le quedó desde que salimos de la habitación.

—Yo revisaré las entradas—manifestó Rojo, desde el umbral, manteniendo esa posición dura como piedra. Él también estaba mirando los televisores, y de vez en cuanto, se echaba a revisar el pasadizo con sus parpados cerrados.

Era extraño. Había estado haciendo lo mismo desde que salimos de la habitación, después de que terminara la irritante charla con Rossi sobre nosotros. Esa discusión no terminó nada bien, decidí dar el tema por terminado porque era algo que solo nos comprendía a Rojo y a mí, no a nadie más. Rossi nos aconsejó que lo mantuviéramos en secreto y que ella no diría nada. Pero para ser franca, eso fue lo que me desconcertó más. ¿Por qué ocultaría el hecho de que nos acostamos después de decir que probablemente Rojo seguía contaminado y me infectó?

No lo sabía, pero ahora desconfiaba más de ella. Nadie pondría su vida en riesgo, mucho menos en un infierno como este, para encubrir nuestra relación íntima o la posibilidad de que estuviera infectada.

Estaba muy segura de que no, no estaba infectada.

—Como quieras—espetó ella, sacándome de la profundidad de mis pensamientos. No le puso mucha atención a la postura cerrada de Rojo, manteniéndose inclinada en el escritorio grande donde se mantenían todos los televisores, y donde me mantenía yo, sentada sobre una silla de rueditas vieja—. Entonces te quedas aquí y cualquier movimiento extraño que veas, Pym, no dudes en informarnos.

Sacudí un poco mi cabeza para que los últimos pensamientos que me atormentaban desaparecieran, luego me pondría a pensar seriamente en eso.

—Son los mismos, ¿no? —me animé a preguntar, fingiendo curiosidad e intriga. Ella vio a los dos primeros televisores pequeños y asintió.

—La única conclusión a la que llegamos es que todos ellos vieron nuestra temperatura, y no siguieron hasta esta zona. Sera cuestión de días para que se cansen de esperar a que aparezcamos, y se vayan.

Le di una segunda revisada a esas pantallas que se hallaban en el exterior y apuntaban hacía la entrada del bunker, y procesé lo que dijo.

— ¿Y si no se van qué sucederá...?—señalé, esta vez intrigada, a los del otro lado de la segunda entrada, que era la salida oculta por un derrumbe—. Nuestra única salía es la segunda entrada.

Ella se apartó, incorporó su espalda y se cruzó de brazos sin dejar de ver la cámara que mi dedo señalaba.

—No lo sabemos, solo nos queda esperar a que se vayan. Igual no habría problema, tenemos agua y comida, y las puertas están bloqueadas, nadie entra ni sale a menos que tengan el código— informó ella, esta vez, encaminándose a la puerta donde fue detenida por el brazo de Rojo.

— ¿Cuánto combustible queda?—preguntó Rojo, apretando su quijada mientras miraba fijamente a Rossi—. ¿Cuánto?

La voz de Rojo, o mejor dicho, su orden no le gustó en nada a Rossi, su ceja arqueada y esa leve torcedura en sus labios lo decían, era un gesto notorio que desapareció después de que empezará a negar con movimientos de su cabeza.

—No es combustible, son baterías, y quedan las suficientes como para tres o más meses... —Rojo dirigió su mirada a mí, compartimos una mirada en la que su seriedad me daba entender que no le creía del todo—. No se preocupen, no estaremos aquí jugando a la casita, una vez que Adam termine de revisar las habitaciones, nos dispondremos a pensar en un plan. Así que les dejo el trabajo— Y antes de que desapareciera por el pasillo, añadió—. No quiero que enloquezcan. Esto es serio, nos mantendrá con vida a todos.

Arqueé una ceja, no éramos tontos como para perder la cabeza en vez de pensar en salvar nuestros pellejos. Su figura dejó de verse, y no tardé en darle una rápida mirada a los orbes de Rojo clavados aún en las pantallas. Giré para revisar las entradas tanto internas como externas, todavía no podía entender como los de la puerta B habían llegado al bunker con nosotros, si esa salida estaba a más de treinta metros, incluso a Rojo encontrar una temperatura a más de esa distancia, le sería muy complicado.

—Es raro, ¿no lo crees?— entorné la mirada de vuelta Rojo quien desvaneció su postura endurecida para apartarse del umbral, acercarse al escritorio y sorprenderme con su acción, inclinando su cuerpo sobre mí, colocando cada brazo al lado del respaldo de la silla donde estaban mis manos, dejándome acorralada contra su pecho y los televisores, pero no era para besarme o abrazarme.

No dio inicios de eso cuando sus ojos se concentraron únicamente en las pantallas, y no en mí.

—Hay algo que no me gusta— murmuró, su aliento apenas rozó mi oreja. Pensaba igual que yo, pero quería saber su opinión acerca de todo esto.

— ¿En qué piensas?— curioseé, sintiéndome abrumada por el hundir de sus cejas pobladas.

Dejó un largo e inquietante silencio como suspenso, sin dejar de analizar las pantallas, una tras otra, poniéndole más importancia a esos televisores que a los televisores de las entradas al bunker.

—En que creo que caímos en otra trampa—compartió, había un poco de duda en su mirada que seguía observando las pantallas, y aún cuanto dudaba, me perturbó, porque esa podía explicar porque los experimentos seguían en la entrada. Apenas sobrevivimos al monstruo del comedor que también tendió una trampa, en esta, estaba segura de que sería difícil hacerlo, con tantos experimentos, era imposible salir.

— ¿Tú crees que se irán?

Negó lentamente con la cabeza, y sentí, en ese instante, su enorme mano cubrir la mía para entrelazarse con ella, enviando con su calor, un escalofrío que me estremeció el cuerpo.

—Hay algo en lo que he estado pensando...—avisó, su voz se tornó baja, y suave—. El parasito no afecta nuestro cerebro, solo el hambre y nuestro cuerpo. Ahora que sus creadores les temen y ellos tienen el control, no dudaran en vengarse.

Había pensado en eso también, a pesar de que su respuesta consiguió sorprenderme. Creo que los demás ya se lo imaginaban y si no era así, eran demasiado tontos para no darse cuenta de lo inteligentes que seguían siendo estos experimentos a pesar de estar infectados. También, pensaba en que seguramente los experimentos pensaban que había sido nuestro objetivo infectarlos, otra razón para odiarnos.

Era el karma por todo lo que les habíamos hecho sufrir.

— No voy a detenerme, Pym—su boca se acercó a mi mejilla para dejar un beso—. Buscaré una salida cuanto antes para sacarnos de aquí, solo a ti, a mí y a verde 16.

Y a verde 16.  

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