3 Palanca de la muerte

Deslizó su mano un poco más arriba del cristal, y apoyando un solo dedo en éste, comenzó a trazar un círculo un tanto deforme. No era un simple círculo, al parecer estaba trazando mi rostro. Sí, eso hacía.

Llevó su dedo sobre mi mano y la trazó también en el cristal. Cuando terminó, llevó su mano lejos de la mía, meciéndola en el agua hasta acercarla a la parte superior de su pecho. Seguí observándolo con cautela y él parecía estar haciendo lo mismo conmigo, analizándome en su inquietante silencio. De alguna forma, me estaba viendo, porque sentía su mirada en mí.

Y no ver sus ojos me perturbaba. No, me perturbaba más no saber qué era él, o si realmente era él y no ella. Tenía forma de hombre, pero con todas esas escamas temía que terminara siendo una clase de animal. Una bestia, un monstruo. Debía ser peligroso y sí así era, mejor que estuviera en la incubadora y no fuera de ella.

— ¿Serás peligroso?

Fuera lo que fuera, estaba claro que llevaba mucho tiempo aquí, y sí él o ella tenía vida, quería decir que todos los demás también. Envié la mirada a las otras peceras, la que estaba a mi izquierda tenía una hoja pegada en uno de los bordes del cristal. Me acerqué enseguida para leerla.

ExRo08. Ese era el título.

Toda la demás información estaba en un idioma extraño. Desconocido. Pero tenía unos dibujitos que llamaron mucho mi atención: el dibujo de una persona estaba en los primeros siete párrafos de la hoja, y debajo de esta, en las siguientes palabras le seguía una cruz verde acompañada de un botón amarillo. Todavía más abajo, antes de llegar a lo que parecía ser un código de dígitos, se tallaba una palomita roja. Era extraño que en una palomita le pusieran el rojo cuando la palomita significaba bueno y el color rojo, por lo general en una cruz significaba malo.

Tuve esa familiaridad, ese sentimiento de que ya antes había visto esas figuritas.

Y entonces las reconocí. Eran los mismos dibujitos que estaban en algunas de las hojas quemadas de la oficina, y que a la misma vez se hallaban marcados en los botones de la maquina conectada a las peceras. Aunque los dibujitos en esos botones eran mucho más pequeños y la mayoría un poco borrosos. Para corroborar que estaba en lo cierto y no me equivocaba, me acerqué a la maquina donde estaba esa palanca. Los revisé, cada uno por igual. Sí, eran los mismos dibujos. Me pregunté qué significaban.

Toqué un botón sin presionar, y empecé a contarlos. Diez rojos, diez verdes, diez amarillos, diez blancos. Todos repartidos por igual, y una sola palanca.

Y diez incubadoras. ¿Sería posible que cada botón se conectara a esas incubadoras? Tuve curiosidad de saber qué era lo que hacían. Había mucha coincidencia pero era demasiadas preguntas, y ni una sola respuesta.

El silenció se hizo en toda la habitación, a excepción de ese, apenas, audible pitido detrás de mí. Su sonido agudo podía identificarlo como el de las maquinas cardiacas en el hospital. Marcado y lento. Llevé la mirada a las computadoras que nos rodeaban en un círculo. Aunque la gran mayoría estaba apagadas, diez de ellas se mantenía iluminadas por una numeración que retrocedía. Y nueve de ellas pitaban al unísono.

Me moví rápidamente a una de las primeras cinco computadoras junto a la escalera, la cual daba a la oficina. Llevaba la numeración 12:29:45 y palpitaba de amarillo. Me pregunté qué significaba, ya que el último digito retrocedía vorazmente, y cuando este llegaba a cero, los segundos dígitos retrocedían un número. ¿Significaban días, horas, minutos, segundos?

Horas, minutos y segundos, ¡sí, era eso! Más que obvio. Pero la única pregunta era saber lo que sucedería una vez llegado a cero.

Nada bueno, supuse.

Revisé todo el resto de computadoras, pero cada una de los nueve aparatos electrónicos tenía diferente numeración: uno con una numeración más chica. Eso empezó a alterarme, no estaba bien, no lo estaba. ¿Y sí era alguna clase de bomba? No, estaba pensando demasiado rápido. Miré hacía el resto de las máquinas, y todas permanecían apagadas.

Suspiré con fastidio.

— ¿Qué quiere decir todo esto?

Mi cuerpo lanzó un respingón y mis ojos se abrieron con mucha fuerza. La computadora onceava—que estaba junto a mí —encendió, se iluminó de verde y volvió a ser negra: apareciendo enseguida, un guion largo parpadeando lentamente en la cima de la pantalla. Me incliné, mis dedos acariciaron el teclado y se llenaron de polvo. Di a enter, sin pensar en las consecuencias, y poco después una lista larga llena de diferentes idiomas, apareció.

— ¿Qué...?— Ni siquiera pude terminar mi pregunta cuando, con el mouse di un click en mí idioma que estaba entre todos ellos. Segundos después, la pantalla volvió a ser negra y nada más ocurrió. Busqué alguna otra ventanilla, piqué a todas las teclas del computador para que apareciera algo más, e intenté encenderla otra vez. Pero nada. La pantalla seguía igual. Fui con las demás, presioné todos los botones.

Nada ocurrió.

Eso me tenía frustrada.

Me miré las manos con inquietud, tenía ganas de golpear algo, pero me abstuve, no era momento de perder la calma. Salí del círculo de computadoras y me acerqué al lavabo. Antes no lo había usado y esta sería la primera vez. Aunque no sabía si había agua en las tuberías. Presioné la llave que se colocaba encima del grifo. Un sonido hueco se escuchó en el interior de la pared en la que conectaba el chicotillo del lavabo antes de que una gran cantidad de agua oscurecida saliera del grifo.

La observé perturbada y como el agua poco a poco terminaba aclarándose hasta volverse traslucida. Mojé mi rostro, tallé mis ojos y tomé un poco de la misma agua para calmar mi sed antes de cerrarla. Solo pedía que no estuviera contaminada.

Fui a revisar los pasillos desde las ventanillas de cada puerta. Di al menos unas veinte vueltas repetitivamente, gritando en cada una, y golpeándolas con el extintor: el metal de las puertas rugía y retumbaba.

¿Cómo era qué después de tantos golpes no se abrían o las ventanillas seguían intactas?

— ¡Ábrete ya! — Pateé una de ellas y me arrepentí de inmediato cuando la fuerza pincho un dolor desde la punta del pie hasta el muslo. Me aparté sobando mi pierna y quejándome mientras el dolor minimizaba.

No iba a rendirme, no lo haría jamás. Tenía que hallar una salida costará lo que costará. Pero por ahora, debía descansar un poco y recuperar mis fuerzas para seguir.

Dejé el extintor y miré a la máquina de bebidas que estaba junto a una mochila en el suelo. Pronto me encaminé, rodeando el laboratorio para llegar a ella. Debía intentar abrirla otra vez, en esta posición, esas bebidas me ayudarían a seguir con vida mientras encontraba una salida.

(...)

No supe en qué momento sucedió, si perdí la conciencia o si me permití tomar un descanso en ese frio suelo de concreto. Me sentía muy cansada, así que era más que obvio que me quedé dormida. Bajé la mirada, mi mano sostenía una lata vacía de Sprit mientras que la otra, un paquete de galletas dulces por la mitad. Al fin había podido abrir la máquina de bebidas, no fue nada fácil. Golpeé tantas veces pude la parte posterior de la maquina con el extintor, hasta que simplemente se agujeró el delgado material.

Dejé la lata y las galletas a un lado y me levanté estirando los músculos de mi cuerpo. Vaya, eso al menos se sintió bien comparado con todo lo demás.

Anduve nuevamente alrededor del salón echando un ojo a los corredizos. Cada uno de ellos, 21 pasillos, para ser exactos. Y todos estaban en las mismas condiciones, con sus farolas parpadeando, oscureciendo el corredizo por una fracción de segundo e iluminándolo por el mismo tiempo. No había nadie del otro lado, estaba vacío y con apenas una densa neblina que juraba y antes no estaba ahí. Confundida me obligué a cerrar los ojos y volver a ver. Sí, definitivamente era neblina, pero, ¿cómo fue posible?

Dejé de estar inversa en mis pensamientos y, con indecisión, me obligué a apartar la vista y a seguir mi camino. Pero antes de llegar a la siguiente puerta y revisar el pasillo, retrocedí.

Fue un movimiento dudoso, el cual me detuvo cuando mis ojos se lanzaron a mirar de soslayo por las computadoras. Algo no estaba en su lugar. Me convencí de que solo había sido mi imaginación, pero cuando volví a lanzar la mirada, era todo lo contrario.

Sí, algo había cambiado.

Me atreví a acercarme con la mirada en cada una de las incubadoras, buscando ese trozo de rompecabezas que no encajaba. Y terminé pestañando. La segunda incubadora había cambiado. El color del agua era otra, desagradable, devastadora a los ojos. Su color oscurecido en un intenso rojo, era el mismo aspecto que en la primera pecera. Terminé de rodear las computadoras con la peor sorpresa de que, un trozo de mano con la punta del hueso saliéndole de la piel trozada, se alzaba de la profundidad del agua y chocaba contra el cristal.

¿Qué había sucedido? Varias preguntas colapsaron cuando di otra mirada alrededor y noté que una de las primeras computadoras estaba en números ceros. Tanteé a acercarme con incredulidad, pero sí, sus números, todos, estaban en cero. Giré para ver las incubadoras, sobre todas esas que estaban tornadas en sangre y con restos de los cuerpos. Era demasiado extraño y perturbador a la vez, pero comencé a pensar que cada computadora estaba conectada a cada incubadora, porque si lo pensaba mejor, eso tenía cierta lógica.

Estaban todas relacionadas.

Ocho de las computadoras, empezando desde la tercera, les apareció seis dígitos que retrocedían. La primera computadora no tenía números, y el cuerpo de la primera incubadora ya estaba hecho pedazos. Había sido triturado al igual que la segunda incubadora. Sentí el pequeño escalofríos, recorrerme el cuerpo al revisar los números de las otras pantallas.

La tercera, solo le restaban minutos para terminar en ceros, y el resto, estaban en menos de 8 horas.

Si llegaban a cero, algo en la incubadora los mataba.

Me pregunté por qué, por qué estaba sucediendo eso. Volví la mirada, sobre todo a la incubadora 09 rojo. Su rostro subió al mismo tiempo en que el mío lo hizo. A él le faltaban 9 horas para morir. Pero, ¿qué los mataba? Mis piernas se movieron contra mi voluntad, encaminándose en su dirección.

De todos los cuerpos, ese era el único activo, despierto, vivo. Me tenía en la mira conformé terminaban los centímetros para llegar a su incubadora. Había otra cosa que no encajaba, y esta vez, era su cuerpo. Más de la mitad de su brazo estaba ileso de escamas, mostrando una piel blanca, casi como la mía. Evalué sus dedos, sus nudillos, esa muñeca y el hueso que se marcaba en ella. Perturbada. Recorrí su antebrazo hasta llegar al codo y darme cuenta de que...

Se trataba de un brazo humano.

Su pecho igual mostraba un poco de esa piel, y en cierta parte de sus piernas y cuello también. ¿Debajo de todas esas escamas, estaba un cuerpo humano? ¿Una persona?

— ¿Eres una persona? —apenas sentí la pregunta salir de mis labios.

No sabía que creer.

¿Era verdaderamente humano? Entonces, ¿por qué las escama? Me sentí enloquecer conforme pensaba cada vez más en el tema. Sostuve mi cabeza y dejé caer la mirada a la parte inferior de su cuerpo. Algo ahí llamó profundamente mi atención y no tardé en colocar las palmas de mis manos en el cristal para ser imitada por él. Un gran abanico de siete aletas puntiagudas con la forma de las aspas de una licuadora, cubrían la parte inferior de la pecera.

Eran aspas, sí, lo eran.

—Tú también morirás—comenté. Entonces las burbujas brotaron de su máscara, y vi como su rostro bajaba como si mirara las mimas aspas que yo. Sentí una clase de ironía ya que sus reacciones parecían responderme—. Ya lo sabes.

Empecé a retroceder para seguir revisando, cuando su asentimiento me dejó con las piernas congeladas, evitando que siguiera mi camino.

— ¿P- puedes entenderme? —pregunté volviendo a colocar mis manos en el cristal. Otro asentimiento, y la sorpresa brotó en mí con demasiado escándalo. Seguí observándolo con asombro. Estiró su brazo repentinamente y señaló hacia su derecha: hacía la máquina de botones de colores—. ¿La máquina?

Asintió dos veces. Me sentí más confundida, pero lo supe. Él quería decirme algo. Me tomé un segundo para evaluar la máquina y luego, volverlo a ver.

— ¿Qué quieres que haga?

Mi corazón se alborotó. Un tintineo y un sonido agudo cada vez más fuerte, me apartaron. Dejé de ponerle atención y busqué de dónde provenía, y al acercarme a cada incubadora, lo encontré. Mis ojos se encimaron en el cristal de la tercera. El abanico de aspas estaba agitándose con rotunda fuerza, logrando que cada vez más el agua se batiera, y con esa misma presión, jalara el cuerpo de pequeño tamaño.

El sonido aumentó, el cuerpo descendió y cuando estuvo lo suficientemente abajo, un crujir estalló hileras de sangre. Y el cuerpo, ese cuerpo se sacudió y de su máscara emanaron burbujas. Esas manos que habían estado tiesas todo ese tiempo, se abrieron, se movieron. Eso hizo que un chillido se ahogara en la parte superior de mi garganta, y me cubriera la boca, horrorizada.

Estaba vivo.

Apreté los dientes cuando las aspas halaron más el cuerpo y la sangré brotó coloreando el agua con intensidad. Congelada, miré como un bulto de piel y huesos despedazados se elevaron poco después. No pude seguir viendo y me sostuve el estómago. El sonido dejó de fluir, pero no lo hicieron los escalofríos estremeciéndome de horror.

Tenía los pensamientos nublados, no sabía que pensar, pero revisé nuevamente las computadoras. Una tercera, estaba en ceros. Poco faltaba para que la cuarta también lo hiciera.

Ellos estaban vivos, y eran triturados vivos. Eran personas, humanos. Humanos como yo. Tenían conciencia.

Tuve ese inquietante deseo de sacarlos a todos. No sabía cómo lo haría, pero ahí estaba, tocando la cuarta incubadora con mi puño. Esperaba que el cuerpo con el aspecto de un niño reaccionara a mi sonido, así que golpeé el cristal por al menos un minuto, reparando en su rostro pequeño y arrugado.

— ¡Ey! —grité, sabiendo que al igual que el Noveno, podía escucharme—. ¡Muévete!

Estaba vivo también, ¿no? Solo esperaba que sí. Tenía la esperanza, y si estaba vivo, lo sacaría de ahí. No podía dejarlo morir. No así. No sabiendo que no era la única persona atrapada en el laboratorio.

Unos golpes a parte de los míos, se oyeron en las últimas peceras, pero los ignoré. No iba a perder el tiempo gritando, así que me lancé por el extintor. Esa clase de adrenalina combinado con el miedo de perder algo, llenó mi cuerpo de desesperación. Golpeé el cristal y tan solo lo hice, el sonido botó, vibró. Pro el cristal no fue afectado.

Volví a golpear, una tras otra vez. Era el mismo material que las ventanillas de las puertas. Imposible de romperlas. Corrí de inmediato a la incubadora número nueve. Aquel rostro escamoso me siguió desde su lugar hasta que me acerqué lo suficiente.

— ¿Sabes cómo pararlo? —quise saber, exhalando la pregunta. Una parte de mi razón me dijo que sería imposible, cuando estuvo por un largo silencio observándome. Pero entonces, volvió a señalar la máquina—. ¿Con la maquina impido que mueran?

Tardó en asentir esta vez, pero lo hizo. Fui a la máquina, rodeando un par de incubadoras, y analicé los botones.

¿Sería la palanca la que pararía las cuentas regresivas? Tal vez.

Los demás botones eran repetitivos y los dibujos en ellos me daban una muy mala espina. O lo pensé más y tomé la palanca con desesperación. Halé de ella hacía abajo, sintiendo un tirón en mi brazo izquierdo...

—Sistema de eliminación ExRo activado.

Mi rostro, envuelto en perturbación salió disparado al techo de donde aquella voz computarizada se había escuchado. Dos grandes bocinas redondeadas se colocaban en los extremos del techo. Quedé en trance, tanto por la voz como por el nuevo sonido integrándose en las incubadoras. Esa inquietante actividad me envió a revisar la incubadora más cercana a mí.

Y dejé de respirar.

El abanico de aspas estaba encendiéndose. Era igual en todas, hasta la aspas en la incubadora nueve rojo. Cuando vi las computadoras, los dígitos, con una velocidad más voraz, retrocedían. Las horas se volvieron minutos y los minutos segundos. Y cada vez eran más los ceros.

Y lo supe.

Aceleré sus muertes.

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