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Piloto

El día había nacido en un gris melancólico, como si el mismo cielo estuviera de luto. Las nubes densas y plomizas se extendían sin fin en todas direcciones, cubriendo el sol con su abrazo frío y sombrío. La humedad colgaba en el aire, pesada y opresiva, envolviendo la ciudad en una neblina fría que calaba los huesos. Los rayos del sol, que apenas se atrevían a asomarse entre las nubes, parecían tímidos recuerdos de un tiempo más cálido y alegre.

Las calles estaban desiertas, como si el mundo entero se hubiera retirado a la oscuridad de sus refugios, dejando atrás un paisaje desolado y silente. Las hojas marchitas de los árboles se mecían con lentitud, y el viento susurraba historias inquietantes entre los edificios abandonados. En ese día de soledad y desolación, cualquier sonido parecía amplificarse, desde el crujir de las ramas bajo el paso de algún animal invisible hasta el eco distante de un grito lejano.

La ciudad, que una vez bullía de vida y actividad, ahora yacía en silencio, como un testigo mudo de una tragedia que aún no había revelado sus secretos. Las sombras se extendían y se adueñaban de cada rincón, dando vida a oscuros recovecos que habían permanecido ocultos bajo la luz del sol. Era un día en el que la tristeza y el misterio se entrelazaban, y el aire mismo parecía estar cargado de un malestar inquietante.

El silencio que envolvía la ciudad era tan denso que parecía poder tocarse, una capa opresiva que sofocaba cualquier sonido y ahogaba incluso el más mínimo suspiro de vida. Las calles, normalmente llenas de movimiento y bullicio, yacían desiertas como un monumento a la quietud, interrumpida únicamente por el susurro del viento que parecía compartir sus secretos con las sombras.

Pero lo que llevó la atmósfera al borde del abismo fueron los coches, abandonados y chocados en una escena que sugería la interrupción abrupta de la realidad. Como si los conductores hubieran desaparecido en medio de una curva, dejando atrás el caos de un choque sin testigos. Los vehículos yacían retorcidos, sus parabrisas estallados y las ruedas congeladas en una danza macabra de metal y vidrio.

Las puertas de los coches permanecían abiertas, revelando asientos vacíos y cinturones de seguridad que se aferraban a la nada. Un sentimiento de desesperación colgaba en el aire, como si un fantasma colectivo hubiera asolado las calles, borrando a los conductores y dejando un rastro de destrucción en su estela.

Lejos del caos se encontraba una casa, donde la penumbra se filtraba a través de las ventanas apenas entreabiertas, arrojando sombras fantasmales en cada rincón. El suelo de la sala de estar estaba cubierto de juguetes infantiles abandonados, como si el tiempo se hubiera detenido en medio de una frenética partida. Los rincones oscuros parecían esconder secretos del pasado, mientras las ventanas y puertas abiertas susurraban la partida apresurada de quienes alguna vez llamaron este lugar su hogar.

Un reguero de destrucción se extendía por la cocina, donde una sartén, olvidada y dejada en el fuego, ardía en llamas voraces, convirtiendo el aceite en una danza infernal de llamas. Una olla quemada permanecía en el fogón, el humo oscuro ascendía desde su interior como una advertencia silenciosa de un peligro olvidado.

El cuarto era un refugio personal en medio del caos exterior. Una luz tenue se filtraba por las cortinas apenas entreabiertas, proyectando sombras suaves en las paredes y el suelo. Los pósteres de bandas y cantantes favoritos decoraban las paredes, una explosión de colores y pasión musical. Twenty One Pilots, SuicideBoy, 50 Cent: ídolos inmutables en el santuario de un alma joven.

Junto a los pósteres de bandas, las imágenes de videojuegos se alzaban como trofeos de otro mundo. Assassin's Creed, Halo, Need For Speed Most Wanted y Grand Theft Auto V: mundos virtuales que habían sido explorados y conquistados una y otra vez.

Una mesa al costado de la cama sostenía una lámpara de lava, sus burbujas ondulantes creaban patrones hipnóticos en la habitación. Al lado, un reloj digital en la mesita marcaba inexorablemente las 7:57 A.M., como si el tiempo se hubiera detenido en ese momento, en esa fracción del día.

En la cama, Ymereg yacía en un profundo y apacible sueño, completamente ajeno al caos que lo rodeaba. Su figura era la de un joven de estatura imponente, con 1.92 metros de altura, que parecía dominar la habitación. Su cabello ondulado, del color del chocolate, caía desordenadamente sobre su frente, dando un toque de rebeldía a su apariencia. Sus cejas se unían en una monobra un poco prominente, y sus pestañas, largas y curvas, enmarcaban unos ojos de café oscuro que parecían esconder secretos profundos.

A medida que el sol comenzaba a filtrarse a través de una pequeña brecha en la cortina, sus rayos impactaron directamente en la cara de Ymereg, rompiendo la oscuridad del cuarto con una luminosidad repentina. Instintivamente, en su sueño, Ymereg se revolvió inconscientemente, buscando escapar de los rayos del sol que le acariciaban el rostro.

La alarma sonó con un zumbido incesante y molesto, un sonido elegido por Ymereg mismo en un intento de romper el pesado sueño que lo envolvía. En su mundo onírico, la alarma se convirtió en un sonido discordante que retumbaba en sus oídos como un recordatorio urgente.

Ymereg comenzó a moverse lentamente, luchando por deshacerse de las cadenas del sueño que lo aferraban. Su vista estaba desenfocada, como si las sombras del mundo de los sueños aún se aferraran a sus ojos. Un dolor incómodo en el cuello lo hizo gruñir levemente mientras recordaba la posición incómoda en la que había dormido.

Con esfuerzo, se incorporó, estirando su espalda y pasando una mano por su cabello desordenado. La realidad estaba empezando a filtrarse en su conciencia, y la inquietante quietud de su hogar le recordó que algo no estaba bien.

Era prácticamente imposible que su casa estuviera en absoluto silencio, y la razón detrás de ello se encontraba en su hermano pequeño, Josue. Desde una edad temprana, Josue se había destacado por su actitud hiperactiva y bulliciosa. Cada día era una nueva aventura para el joven, y no dejaba piedra sin mover para explorar el mundo que lo rodeaba.

Josue era un niño interactivo y enérgico que no conocía el significado de la palabra "quietud". Siempre estaba en movimiento, ya fuera corriendo por los pasillos, jugando con sus juguetes o haciendo preguntas incesantes sobre el mundo. Su risa resonaba por toda la casa como un himno a la alegría y la curiosidad.

La vida de Ymereg estaba impregnada de la energía inagotable de su hermano pequeño. Los juegos, las risas y las travesuras eran parte integral de su rutina diaria. Josue podía convertir cualquier día monótono en una aventura emocionante, aunque también desafiante, para su hermano mayor.

La inusual falta del bullicio característico de su hogar, junto con la ausencia de su madre detrás de Josue o llamándolo a él para que se levantara, lo alertó aún más. Ymereg, ahora más despierto, se dio cuenta de que algo no cuadraba en su mundo cotidiano.

El silencio que había dominado su casa, que normalmente era un campo de juegos para su hermano, lo llenó de una sensación de inquietud. Aún en medio de la confusión, pudo escuchar el sonido distante de varias alarmas de autos activadas en la zona, como si la tranquilidad de la mañana se hubiera roto por completo.

El olor fuerte a quemado llenó sus fosas nasales, y Ymereg salió de su cuarto con apresuramiento. Mientras descendía las escaleras, una visión surrealista lo asaltó: su casa estaba envuelta en una extraña penumbra grisácea. Los muebles y las paredes parecían difuminarse en sombras, como si estuvieran velados por un velo de misterio.

Bajo las escaleras, Ymereg llamó a su madre, la figura que normalmente controlaba y mantenía todo en orden. Pero la casa permaneció en un silencio inquietante. No hubo respuesta, y el humo se hizo más espeso a medida que avanzaba hacia la fuente del desastre.

Casi se resbaló al pisar uno de los juguetes de Josue, un carro de juguete que yacía en el suelo. Ymereg, frustrado y tosiendo por el humo que llenaba el ambiente, gritó,

—¡Madre, ¿dónde estás?—, con la esperanza de que alguien le respondiera y le proporcionara alguna pista de lo que estaba ocurriendo.

Avanzando hacia la cocina, su corazón latía con ansiedad. Lo que encontró lo dejó sin aliento. Un reguero de destrucción se extendía por la estancia, donde una sartén ardía en llamas con una ferocidad infernal. Junto a ella, una olla quemada permanecía en llamas, completamente negra y ennegrecida, el humo oscuro se alzaba desde su interior como una advertencia de peligro inminente.

El instinto de supervivencia de Ymereg se activó en ese momento, y en medio del caos ardiente que llenaba la cocina, buscó desesperadamente una manera de apagar el fuego. Sin pensarlo dos veces, agarró un trapo cercano y lo sumergió en el fregadero, donde el agua seguía fluyendo, ajena al drama que se desarrollaba.

Con rapidez, envolvió el trapo empapado alrededor de su mano, tratando de protegerse del calor abrasador, y luego lo arrojó sobre la sartén en llamas. El vapor se alzó y el sonido del chisporroteo llenó la cocina. El fuego, al entrar en contacto con el trapo empapado, comenzó a ceder, y la amenaza inminente parecía disiparse.

El humo, sin embargo, persistió en el aire, recordándole a Ymereg que la situación aún estaba lejos de ser resuelta. Este volvió hacia la olla quemada, la agarró con cuidado y la llevó al fregadero, donde el agua terminó con las últimas llamas que se aferraban a ella.

El vapor y el humo se intensificaron a medida que Ymereg luchaba por controlar el fuego en la cocina. Desesperado por aire fresco y consciente de la creciente amenaza del humo en sus pulmones, abrió la puerta de la cocina y salió tosiendo con fuerza.

El aire exterior, aunque frío y sombrío, era un respiro bienvenido en comparación con el interior de la casa. Ymereg tomó bocanadas de aire, tratando de limpiar sus pulmones del humo asfixiante que había inhalado. Miró a su alrededor, pero la quietud en el exterior parecía igual de inquietante que la que había experimentado dentro de su hogar.

La calle, una vez ordenada y tranquila, estaba ahora plagada de carros descarriados que contaban historias de un tumulto insondable. Automóviles de diversas marcas y modelos yacían deshechos, como juguetes rotos abandonados por un gigante caprichoso. Algunos de ellos ardían en llamas, proyectando sombras fantasmales que oscilaban con la danza del fuego.

Un paisaje desconcertante y surrealista. Los carros que yacían en la calle eran testigos de un caos insondable. Algunos ardían en llamas, su metal retorcido y consumido por el fuego creaba un espectáculo aterrador de destrucción. Las llamas danzaban con una ferocidad incontrolable, pintando el aire con tonos anaranjados y rojos que parpadeaban como gemas encendidas en medio de un oscuro lienzo.

Otros vehículos, en cambio, se presentaban como reliquias inalteradas del pasado, como islas de normalidad en un mar de desastre. Permanecían en completo estado, como si la violencia que había asolado a algunos hubiera pasado de largo a otros.

El humo ascendía en espirales retorcidas, nublando el cielo con su presencia ominosa. La calle, antes llena de vida y movimiento, ahora se había transformado en un campo de batalla caótico. El eco lejano de las alarmas de autos contribuía a la cacofonía desgarradora que envolvía todo.

Entre los escombros automovilísticos, Ymereg notó carros fuera de la vía, con sus chasis torcidos y llantas desinfladas. Marcas famosas como Toyota, Ford y Chevrolet compartían el mismo destino desafortunado, sus carrocerías deformadas como si hubieran sido sometidas a una fuerza sobrenatural.

Algunos vehículos, en su trágico descarrilamiento, se estrellaron contra las fachadas de las casas circundantes, dejando marcas indelebles de su paso destructivo. Los cristales rotos brillaban como lágrimas en los ojos de las construcciones, mientras que las paredes mostraban cicatrices de pintura y metal en una coreografía caótica.

La variedad de autos en este escenario de caos era desconcertante: desde elegantes sedanes hasta robustas camionetas, todos compartían el destino común.

En el paisaje desolador, algunas casas se alzaban como antorchas en medio de la pesadilla. El fuego devoraba vorazmente las estructuras, creando lenguas de fuego que lamían las paredes y desafiaban al cielo con su danza infernal. El humo negro ascendía en espirales, teñiendo el aire con su presencia ominosa y oscureciendo aún más el cuadro apocalíptico.

En el paisaje desolador, algunas casas se alzaban como antorchas en medio de la pesadilla. El fuego devoraba vorazmente las estructuras, creando lenguas de fuego que lamían las paredes y desafiaban al cielo con su danza infernal. El humo negro ascendía en espirales, teñiendo el aire con su presencia ominosa y oscureciendo aún más el cuadro apocalíptico.

Las llamas se aferraban a las casas como una presencia vengativa, transformando hogares en brasas ardientes y consumiendo recuerdos en un frenesí destructivo. Las ventanas estallaban con el calor, proyectando destellos de luz naranja en medio del caos. El crujir de la madera en combustión y el chisporroteo de las llamas creaban una sinfonía de destrucción que llenaba el ambiente. Entre las ruinas, la silueta de las casas en llamas se recortaba contra el oscuro telón de fondo, como monumentos efímeros a la fragilidad de la vida cotidiana.

En medio de la escena caótica, un carro cercano estalló en una explosión repentina, sacudiendo el aire y dejando a Ymereg envuelto en una onda expansiva de calor y fuerza destructora. El estruendo retumbó en sus oídos como un rugido infernal, y las llamas danzaron con una intensidad aún mayor, arrojando destellos de luz y sombra en todas direcciones.

La reacción de Ymereg fue instantánea e instintiva. Como si el tiempo se hubiera ralentizado por un breve momento, se agachó de manera explosiva, buscando refugio ante la amenaza latente. Su corazón latía con fuerza mientras se encontraba en la posición defensiva, protegiéndose de los escombros y la energía liberada por la detonación.

La explosión retumbó en el caos a su alrededor, y mientras las llamas danzaban, algo cambió en la expresión de Ymereg. En medio del tumulto, su rostro se transformó, y una sonrisa siniestra, de esquina a esquina, se extendió en sus labios. Era una sonrisa que reflejaba una verdad oscura: la soledad que ahora lo envolvía era, de alguna manera, lo que siempre había anhelado.

Sus ojos, iluminados por la luz titilante de las llamas y destellando una chispa inquietante, reflejaban una mezcla de éxtasis y locura. Ymereg, liberando una risa desgarradora y llena de un gozo retorcido, se sumió en un estado de éxtasis. La risa resonaba en el caos circundante, como un eco distorsionado de su transformación.

Caído en el suelo, Ymereg continuó riéndose a carcajadas, sus risas retumbaban en la quietud perturbadora de la escena. Era una risa que no conocía límites, una expresión de su liberación hacia la soledad que ahora lo abrazaba. La locura que se apoderaba de él era palpable, como si la realidad se hubiera disuelto en el caos y lo hubiera dejado con el eco de su propia risa insana como única compañía.

El éxtasis desquiciado de Ymereg fue abruptamente interrumpido por un grito desgarrador proveniente de la casa de al lado, donde residía su amiga de la infancia, Airam. En un instante, la expresión de Ymereg, que anteriormente había reflejado una locura total, experimentó un cambio radical.

La sonrisa siniestra que se había extendido en su rostro desapareció como si nunca hubiera estado allí. En su lugar, su expresión pasó de la exaltación extrema a una normalidad aparente. Los destellos de locura en sus ojos se disiparon, dejando atrás una mirada fría y consciente.

El cambio fue tan repentino que podría haberse pensado que Ymereg había vuelto a su estado anterior, a la cordura en medio de la insania. Su rostro, ahora serio y enfocado, reflejaba una conciencia repentina de la realidad y una comprensión de que algo terrible estaba sucediendo.

El grito desgarrador de Airam actuó como un ancla, devolviéndolo a la cruda verdad de la situación. En un instante, pasó de la risa desenfrenada a la sobriedad, mientras la amenaza real y tangible se manifestaba en el sufrimiento de su amiga de la infancia. La dualidad de su expresión creó un contraste impactante, revelando las capas complejas de la psique de Ymereg, ahora confrontado con la urgencia de la situación en la que se encontraba.

¿Cuál es su idea sobre mi cuento? Deje sus comentarios y los leeré detenidamente

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