El bosque era un laberinto de sombras y secretos, donde la luna llena reinaba como una diosa indiferente. Eliza avanzaba con pasos inseguros, su vestido blanco desgarrado por las ramas que parecían querer atraparla. El aire estaba cargado de humedad y peligro, y el sonido de su respiración entrecortada era el único eco en medio de la penumbra. Pero no estaba sola. Lo sabía. Lucian la seguía, sus pasos silenciosos como los de un depredador acechando a su presa. Su presencia era un peso invisible que se cernía sobre ella, un lazo que no podía romper por más que lo intentara. Cuando finalmente se detuvo junto a un claro iluminado por la luz plateada de la luna, él apareció entre las sombras, su figura alta y oscura proyectando una amenaza imposible de ignorar. —Siempre huyes —murmuró Lucian, su voz baja y peligrosa, como el ronroneo de una bestia contenida—. Pero siempre te encuentro. Eliza giró bruscamente para enfrentarlo, sus ojos azules brillando con una mezcla de desafío y miedo. Su corazón latía con fuerza descontrolada, pero no era solo por el peligro que él representaba; era por la atracción innegable que ardía entre ellos, como un fuego que no podía extinguirse. —No puedes seguir haciéndome esto —espetó ella, aunque su voz temblaba—. No puedes controlarme. Lucian sonrió, esa sonrisa ladeada que parecía prometer caos y placer en igual medida. Dio un paso hacia ella, cerrando la distancia entre ambos con una facilidad que le robó el aliento. —¿Controlarte? —preguntó con suavidad, inclinándose hacia ella hasta que su aliento cálido rozó su piel—. No necesito controlarte, Eliza. Ya me perteneces. Eliza quiso protestar, pero las palabras murieron en su garganta cuando él levantó una mano y rozó su mejilla con el dorso de los dedos. Su toque era suave, casi reverente, pero había algo oscuro detrás de ese gesto, algo que hacía que cada fibra de su ser se tensara. —Eres mía —susurró Lucian—. Aunque luches contra ello, aunque niegues lo que sientes, no puedes escapar de mí. Eliza cerró los ojos, intentando bloquearlo, pero su cuerpo traicionaba su mente. La conexión entre ellos era un lazo invisible que tiraba de ella hacia él, un vínculo tan profundo que parecía imposible de resistir. Cuando abrió los ojos nuevamente, lo encontró mirándola con una intensidad que la desarmó por completo. —Esto está mal —murmuró ella, aunque su voz carecía de fuerza. Lucian inclinó la cabeza hacia ella, sus labios rozando los suyos en un gesto tan tentador como peligroso. —Lo prohibido siempre es lo más dulce —susurró antes de capturar sus labios en un beso feroz y reclamador. Eliza sintió cómo el mundo desaparecía a su alrededor. Solo existían ellos dos bajo la luna carmesí, atrapados en un juego oscuro y seductor del que ninguno podía escapar.
En el corazón de Castle Rock, la luna llena bañaba con su luz fría las torres del castillo de los Hermanos de la Sombra. En la sala principal, el fuego crepitaba en la chimenea, pero el aire estaba cargado de tensión, como si cada sombra en las paredes susurrara secretos oscuros. Lucian Nightshade, el Alfa, permanecía de pie junto a una mesa de roble macizo, sus ojos dorados brillando como brasas encendidas mientras se fijaban en Jaxon, su beta y mejor amigo.
Lucian era un hombre de más de 150 años, en el mundo de los humanos no aparentaba más de 40 años; 190 de estatura, su cuerpo era el de alguien que conocía el peso del esfuerzo y la disciplina. Fornido, cada músculo de su anatomía parecía esculpido con la precisión de un artista obsesionado con la perfección. Su piel, blanca como la nieve, contrastaba con el negro profundo de su cabello, siempre ligeramente desordenado, creando unos ojos dorado profundo terriblemente fríos. Sus súbditos decían que era despiadado.
—Han cruzado nuestra frontera otra vez —dijo Jaxon, su voz grave y contenida. Cada palabra parecía pesar como una piedra en el ambiente—. La manada Sangre de Hierro no teme provocar una guerra.
Lucian apretó los puños, sus garras amenazando con emerger. Su semblante era una máscara de calma férrea, pero el brillo en sus ojos delataba la tormenta que rugía en su interior. La rivalidad entre ambas manadas había escalado peligrosamente desde la muerte de su padre, y los Sangre de Hierro parecían ansiosos por poner a prueba al joven Alfa.
—¿Cuántos? —preguntó finalmente, su voz baja pero cargada de un filo cortante.
—Cinco. Cazadores. Dejaron marcas en los árboles como advertencia —respondió Jaxon, cruzándose de brazos.
Lucian soltó un gruñido bajo, un sonido gutural que reverberó en la sala como un trueno contenido. Su mente trabajaba rápidamente, evaluando posibilidades, trazando estrategias. Sabía que cualquier movimiento en falso podría desencadenar un conflicto que arrasaría con todo lo que había jurado proteger.
—No responderemos todavía —dictaminó Lucian tras un prolongado y tenso silencio, su voz cargada de una autoridad que no admitía réplica—. Pero quiero que refuercen las patrullas. Si vuelven a cruzar, no habrá piedad.
Jaxon inclinó ligeramente la cabeza en señal de asentimiento, pero su postura rígida revelaba que algo más lo inquietaba. Permaneció inmóvil, con los labios apretados, como si luchara contra las palabras que pugnaban por salir. Finalmente, tras un instante de vacilación que pareció eterno, habló:
—Se ha detectado un aumento de avistamientos de rastreadores cerca de la universidad de Stanford.
Lucian alzó la mirada de inmediato, sus ojos encendidos fijándose en los de Jaxon como cuchillas al rojo vivo. La sola mención del lugar encendió una alarma en su interior. Stanford no era un sitio cualquiera; muchos de los lobos más jóvenes estudiaban allí, inocentes y vulnerables. Y él mismo, aunque ya no impartía clases, mantenía una conexión con la facultad de Derecho. Su presencia en el campus era ocasional, pero significativa. Aunque era un lugar neutral, eso no le daba buena espina.
—¿Rastreadores? —murmuró, su voz baja y cortante como el filo de una hoja mortal.
—Si, como si estuvieran buscando a alguien —confirmó Jaxon, con un estremecimiento apenas perceptible.
El silencio que siguió fue espeso, casi tangible. Lucian apartó la mirada y caminó hacia la ventana, observando la luna llena que colgaba en el cielo como un ojo vigilante.
—Lucian… —comenzó Jaxon con cautela — Los miembros del ministerio requieren que encuentres a tu compañera o escojas a una joven para emparejarte.
— No quiero hablar de eso en este momento —gruñó Lucian, girándose con los ojos encendidos de furia. El eco de su voz llenó la sala antes de desvanecerse en el crepitar del fuego — ¡Vete!
Jaxon retrocedió un paso, sorprendido por la intensidad del estallido. Pero no insistió. Con una inclinación respetuosa de la cabeza, salió de la sala, dejando a Lucian solo con sus pensamientos.
Cuando el sonido de los pasos de Jaxon se desvaneció en el corredor, Lucian dejó escapar un suspiro tembloroso y apoyó las manos sobre la mesa. Había algo roto dentro de él, algo que ni siquiera el poder del Alfa podía reparar. Desde hacía años, una sombra lo seguía dondequiera que fuera; la ausencia de su compañera. Cada Alfa tenía una compañera destinada por el vínculo ancestral, un ser que completaba su alma y le daba fuerza para liderar.
Había quienes susurraban que estaba maldito, que el linaje de los Hermanos de la Sombra había sido condenado desde la muerte violenta de su padre. Otros decían que simplemente no había buscado lo suficiente. Pero Lucian sabía la verdad; sin ella, estaba incompleto, vulnerable… y lo odiaba.
La idea de necesitar a alguien lo consumía por dentro. Había aprendido a ser fuerte por sí mismo, a cargar con el peso del liderazgo sin ayuda. ¿Por qué entonces esa necesidad latente lo devoraba cada noche? ¿Por qué sentía ese vacío constante, como si una parte de él estuviera perdida en algún lugar lejano?
Cerró los ojos y apretó los puños hasta que sus uñas se clavaron en sus palmas. No tenía tiempo para esas debilidades. La manada dependía de él. Pero aun así… las palabras de Jaxon resonaban en su mente como un eco persistente: "Como si buscaran a alguien".
Horas más tarde, cuando las sombras se alargaban y el castillo dormía en un inquieto silencio, Lucian salió al bosque solo. La luna iluminaba su camino mientras avanzaba entre los árboles altos y oscuros. Sus pasos eran firmes, pero su mente estaba llena de dudas y recuerdos.
Se transformo al momento al momento y recorrió el vasto bosque que formaba parte de tu territorio.
No comprendía porque la manada Sangre de Hierro había estado probando sus límites, si se avecinaba una guerra, el estaría listo.
Luca, su lobo. Corría por el bosque sintiendo el delicioso viento en su cara. Soltó un aullido de dolor, por la falta de su compañera.
Pero protegería a su manda cueste lo que cueste. Con su compañera o sin ella.