5 Una declaración de guerra

La calidez de un mediodía espléndidamente soleado filtraba sus dedos más allá de los ventanales, acariciando las paredes tapizadas en tela azul y proyectando sombras tras los muebles blancos, escogidos meticulosamente para que hicieran juego con la alfombra persa que se desplegaba por toda la habitación.

El sonido sordo y húmedo que producía el rítmico choque de sus caderas también caldeaba el ambiente, y se mezclaba con el jadeo que les secaba los labios para formar aquel cóctel erótico del que ninguno tenía nunca suficiente.

Desde aquella privilegiada posición, a Adam Eliot le era prácticamente imposible desviar la mirada de la tinta negra que destacaba en el lienzo pálido de la espalda de Alina, formando un entramado de rosas y claveles que la trepaban desde el sacro hasta el nacimiento del cuello.

Una flor por cada vez que ella lo había desobedecido y él la había doblegado. Veintidós en total.

Él mismo había escogido al tatuador y decidido la distribución de los aderezos, a sabiendas de que sería el único espectador capaz de recrearse con cada milímetro de aquella afrenta que Alina debería cagar en su orgullo, muy probablemente, el resto de su vida. Y como todo autor que se precia, Adam no podía esperar a mejorar su obra.

Añadir más flores a la colección.

Salió de su interior y se dejó caer en el colchón después de que el orgasmo y él se cebaran con ella, extasiado por aquella sensación hormigueante que le bullía el cuerpo y le embotaba la mente, haciéndolo olvidar durante un instante el motivo de su visita. Alina, que ya no tenía motivos para seguir con la cabeza hundida en la almohada, se reincorporó despacio, escuchando las protestas de sus músculos quejumbrosos y espasmódicos.

Como era la costumbre, procuró no moverse más de lo necesario y se quedó tumbada de espaldas a él mientras los dos recuperaban el aliento: Adam no compartía cama con algo que no fuera su inquebrantable ego, ni Alina perdonaba la humillación que llevaba tatuada en la espalda, de modo que era más fácil para ambos de esa forma.

— El baño está listo, señor— anunció la tímida voz de una doncella que había permanecido escondida silenciosamente en el cuarto de aseo, demasiado avergonzada como para abandonar la habitación.

Adam abrió la boca para responder, con los ojos grises perdidos en alguna parte del techo, pero Alina se adelantó.

— Ya puedes irte, Marga.

La mujer apretó los labios y atravesó la habitación con la cabeza levemente inclinada y las manos entrelazadas a la altura del regazo, un gesto de obediencia y exquisita sumisión que no pasó desapercibido bajo la escrupulosa mirada de Adam.

Normalmente, aquel comportamiento le hubiera parecido repulsivo y patético: nadie que se preciase cumpliría y bajaría la cabeza a la orden de un esclavo. Sin embargo, debía reconocer que la facilidad que tenía Alina para someter a su escolta era admirable. Desde que se había instalado en la finca, la mujer se había ganado el respeto y el favor de todos a los que Adam había hecho responsables de ella, ya fueran hombres o mujeres, y no había sido capaz de hacer hablar a ninguno de ellos.

Solo se le ocurrían dos personas capaces de traicionarla; las dos lo suficientemente lejos de su alcance como para dejarse intimidar por su astucia. Y para su mala suerte, él no se consideraba una de ellas.

Alina se puso en pie arrastrando las sábanas blancas bajo su cuerpo, como si lucharan por mantenerse pegadas a la suavidad de su piel, y se encaminó hacia el cuarto de baño en silencio mientras disfrutaba del cosquilleo al pisar la moqueta. Adam estudió el movimiento de sus caderas con el ceño ligeramente fruncido, como si leyera una frase escrita en un idioma que no terminase de entender.

Se vistió a su ritmo, satisfecho con su elección de haber pospuesto las reuniones para el jueves y de haber dejado el teléfono en manos de Felix para descansar un poco del papeleo. Se ciñó el reloj a la muñeca izquierda y se remangó la camisa blanca por debajo de los codos antes de colocarse los zapatos y dirigirse al cuarto de baño.

Alina estaba de espaldas a él, rodeada de espuma y con la cabeza apoyada en el borde de la bañera exenta que tenía una capacidad para dos personas más. Azul, como una de las paredes y los estantes de madera donde guardaba las toallas. El resto, mármol beige.

— Sabía que no habías venido solo por un polvo mañanero— suspiró tras abrir los ojos, consciente de su presencia—. ¿Qué puedo hacer por ti?

Una sonrisa altanera y divertida iluminó el rostro del hombre, acabando con su semblante pensativo. Tomó un taburete bajo que había junto a la puerta y se sentó junto a la bañera, tras la chica: a Alina le gustaba tener espacio para ella después de haberse dejado mancillar por él, y a Adam le gustaba darle el privilegio de sentirse respetada en la medida de lo posible.

— ¿Qué sabes de los Soldyck?

Ella giró un poco la cabeza para ofrecerle aquella mirada zafiro que escondía tantos secretos. Adam la detestaba. Odiaba no saber qué era lo que retozaba por su astuta mente, pero reconocía que era uno de sus principales encantos.

— Lo mismo que tú, me temo— respondió tras volver a darle la espalda, sonriendo con complacencia mientras disfrutaba de negarle un capricho a Adam Eliot.

Como era de esperar, él se tomó el desafío como algo personal.

— Cualquier cosa me sirve— insistió.

Cualquiera que supiera que Alina había pasado por las manos de más de cincuenta hombres, se hubiera negado a acogerla en su lecho. No obstante, lo que otros veían como una manera de humillarse y una mancha imborrable para sus apellidos, Adam había encontrado una fantástica mina de diamantes que podía explotar.

La basura de uno es el tesoro de otro.

Y la información que Alina había ido recogiendo durante su estadía en diferentes camas, podía valer millones si se invertía con sutileza. No por nada Adam se había abierto paso con facilidad hasta la cima de esa cadena alimenticia que conformaban las grandes empresas dirigidas por los hombres más influyentes del bajo mundo.

Hasta entonces, los secretos de Alina lo habían ayudado a coaccionar a los peces gordos bajo la amenaza de hacer públicos sus trapos sucios, pero parecía que no iba a ser tan sencillo con la renombrada familia de asesinos.

— Los Soldyck tienen sus propias putas. No las dejan salir de la propiedad. Si se cansan de ellas, las matan— explicó Alina mientras atrapaba con las manos una montaña de espuma—. Así se aseguran de que nadie dice nada sin que ellos lo sepan.

Adam asintió con la cabeza en silencio, con los antebrazos apoyados en las rodillas y la expresión seria. Aquello complicaba las cosas, aunque no esperaba menos de aquellos hijos de puta.

— Son asesinos a sueldo, de esos que van lo suficientemente sobrados como para permitirse rechazar un trabajo que no les interese— continuó con el ceño fruncido, desenterrando datos de lo más profundo de su mente—. Siempre dejan su firma cuando terminan el trabajo: les parten el cuello y les rompen los dientes a sus víctimas.

Adam volvió a asentir, impaciente. Él ya sabía todo aquello. También le había pedido a Padme que investigara los cuerpos de los hombres que había encontrado muertos hacía una semana y las evidencias delataban a los Soldyck como los responsables. No obstante, Adam seguía sin entender por qué coño querrían romper el acuerdo.

¿Tantas ganas tenían de desafiarlo?

— El cerdo de Braun dijo que eran unos estirados insoportables, pero lo hizo porque odia que lo traten como la basura que es. Nunca los he visto y mucho menos hablado con ellos. No tengo ni idea de quiénes son.

Alina se giró para volver a cruzar miradas con él, concluyendo el reporte y esperando que aquella información fuera suficiente para satisfacer la curiosidad de Adam. Sin embargo, el gris huracanado de sus ojos parecía lejos de estar complacido: aquellos datos habían sido tan superficiales que podría haberlos sacado de un crío con algo de cultura general.

De haber sido los Soldyck los verdaderos responsables de la muerte de sus hombres, tendría que responder para que ni su orgullo ni su imagen se vieran alterados, pero con aquella información tan básica ni siquiera tenía para idear la base de un contraataque.

No obstante, todavía no tenía motivos para desesperarse: Ismael siempre resultaba ser un buen as bajo la manga y también disponía de tiempo para hacer una investigación en profundidad. A pesar de ello, mover hilos requería de palabrería y mucho dinero, y Adam Eliot detestaba invertir en polémica. Además, sabía que Alina tenía la mala costumbre de pensarse más inteligente que él.

— Anoche tuve una conversación muy interesante con Ismael— dijo finalmente tras un largo silencio.

Alina no se resistió al suave tacto de su mano rodeando su cuello y cerró los ojos, dejándose acariciar.

— Le he pedido que investigue a los Soldyck a cambio de un regalo que pueda impresionarlo— continuó, masajeándole la piel—. Si es cierto que la información no sale de esa casa, no tienes nada que temer...— entonces apretó el agarre, ciñéndose alrededor de su garganta hasta que las aceleradas pulsaciones de la muchacha le taladraron la mano—. Pero si me da un solo dato más que tú, yo personalmente me encargaré de prepararte para él. ¿Te ha quedado claro?

Alina se había aferrado a los bordes de la bañera con fuerza, temerosa de que Adam la hundiera bajo el agua, y se apresuró a asentir con la cabeza mientras luchaba por rescatar un poco de aire para sus pulmones. A pesar de su situación, la experiencia y el orgullo no la dejaron perder la batalla contra el miedo.

Adam sonrió con ternura tras aprobar su obediencia, relajó el agarre y volvió a acariciarle la piel para borrar las marcas de los dedos en su cuello. Después le colocó un mechón del flequillo tras la oreja y le besó la frente, un gesto al que solo recurría para recordarle que la premiaría si se portaba correctamente.

— Buena chica— la felicitó.

La dejó así, sin ser capaz de respirar hasta que el eco de sus pasos desaparecieron al otro lado del pasillo, temblando en la bañera como si fuera un animalillo al que hubieran deslumbrado los faros de un coche. Volvía a sentirse humillada, pero no al borde del llanto como ocurría en las primeras veces.

No, Alina ya no se permitía llorar por esas nimiedades.

Ella era una mujer fuerte, que había sobrevivido a los continuos e incansables abusos de los hombres, además. Una mujer que había llevado en silencio el luto por haber perdido a una hermana demasiado joven con el mismo destino que ella. Una mujer inteligente que sabía llevar a los hombres a su terreno y vencerlos en guerra después. Leal. Adam lo sabía y la valoraba por ello. Nunca la subestimaba.

Pero Ismael...

— Si te da más información que yo, es porque te está engañando.

______________

Leonardo alzó una vez más la mirada de su libro para estudiar los movimientos de Noah, molesto. No es que su lectura sobre neurología no le pareciera interesante, pero debía reconocer que estaba preocupado por el rubio.

Noah, sentado en cuclillas en la butaca de enfrente y con un poemario entre las manos, le devolvió la mirada. Estaba desnudo, porque según la doncella, se negaba a ponerse cualquier cosa que Adam le comprara, pues no tenía interés en complacerlo, y si la mujer trataba de obligarlo, Noah le tiraba de los pelos.

Se había recompuesto favorablemente porque Adam llevaba prácticamente una semana sin aparecer por su habitación, puesto que al parecer estaba demasiado ocupado atendiendo unos problemas del negocio. Y aunque ya habían contratado a alguien para encargarse de adiestrar debidamente al nuevo esclavo, el tipo todavía tenía que recorrerse los doce mil kilómetros en avión desde su casa hasta la finca.

Así que le había tocado a él, todavía estudiante de medicina y con un probable suspenso en su futuro examen, encargarse de vigilar que el rubio no cometiera ninguna imprudencia que pudiera salirle cara a Adam Eliot.

La relación entre Noah y él no había avanzado mucho: al fin y al cabo, solo se veían dos horas tres veces a la semana para asegurarse de que estaba en perfectas condiciones. Pero a diferencia de la primera vez, el muchacho no trataba de esconderse de él. Seguía manteniendo una distancia prudencial, desconfiado de lo que pudiera pasar, pero no era eso lo que llevaba a Leonardo de cabeza.

¿Por qué no había dicho una palabra desde que había llegado a la finca?

Adam ya le había advertido que no se lo tomase como un reto personal, que al parecer, Noah llevaba sin hablar desde mucho antes de que Clayton Doyle lo comprase en un mercadillo portuario y que probablemente siguiera siendo así durante mucho tiempo. Pero Leonardo conocía los requisitos para sobrevivir bajo aquel techo y sabía que todos acabarían pasando al chico por la piedra si no aprendía a defenderse.

No se fiaba de dejar a Noah con la doncella por si volvía a ponerse nervioso. Por eso y porque no le parecía apropiado dejar a una mujer encerrada en una habitación con un hombre desnudo. Todo hay que decirlo. Así que se había ofrecido a pasar el resto del turno con el rubio, y de paso, terminar de estudiar neurología.

Había traído consigo un poemario que había tomado prestado de la biblioteca de Adam, a la que siempre era bienvenido, aun a sabiendas de que el noventa y siete por ciento de los esclavos no habían aprendido a leer y jamás lo harían. Así que no era de extrañar que se hubiera sorprendido al ver a Noah tomando el libro que le había dejado en la cama.

Después ambos habían tomado asiento en las butacas que había frente a la cama y habían enterrado sus narices entre las páginas de sus tomos. Como si uno fuera un torpe reflejo del otro.

Noah cerró el libro y se inclinó hacia delante para dejarlo cuidadosamente sobre la mesa baja de cristal que se interponía entre ellos, abrazándose todavía las rodillas para ocultar toda la desnudez que fuera capaz del médico. Entonces se lo quedó mirando con aquellos enormes ojos avellanados, expectante, como si esperase que Leonardo pudiera seguir entreteniéndolo.

Él, que ya se sentía ligeramente abrumado por aquel silencio incómodo y el desabrigo del muchacho, no supo hacer otra cosa mas que chasquear la lengua cuando fue testigo de cómo aquella mirada lo taladraba. Se quitó las gafas con un gesto y se inclinó hacia delante para estudiarlo con el ceño fruncido, molesto.

— Oye, es de la mala educación mirar de esa forma tan descarada— gruñó, aunque él había hecho lo propio minutos antes. Entonces se fijó que no era a él a quien observaba con tanta curiosidad—. Oh, ¿quieres el libro?

Los labios de Noah forjaron una sonrisa cargada de entusiasmo cuando Leonardo le mostró el libro de neurología, como si fuera un crío ilusionado con pasar el fin de semana en el campo. Por su parte, el médico vaciló un instante antes de ceder y tenderle su última oportunidad de aprobar el examen, perplejo por el comportamiento del rubio.

— Ignoraba que supieras leer— pensó en voz alta.

El comentario llegó a oídos de Noah, que alzó los ojos de la primera página para ofrecerle a Leonardo una mirada sardónica y cargada de indignación, con ceja elevada y todo. Para ser su primer gesto de soberbia, estaba bien ensayado.

Leonardo sintió que se sonrojaba, molesto por lo que hubiera sido un comentario presuntuoso.

— ¿Y yo qué diablos sé?— trató de defenderse—. Tampoco es como si te molestases en contarme nada.

Abandonó la chaqueta del traje en la butaca y se puso en pie, frustrado de que sus palabras no consiguieran hacer reaccionar al rubio, que volvía a estar enfrascado en la lectura, dando vueltas por la habitación. Una habitación cinco veces más grande que el cuarto que Adam le había reservado en el edificio contiguo; el doble de grande que la casa que había alquilado en el pueblo que quedaba a dos horas de la finca, frente a esa panadería en la que trabajaba aquella mujer de tan buen ver.

Aquella habitación debía de ser más grande que la de Alina. Probablemente por unos cuantos metros cuadrados más. Era como una de esas suites presidenciales que salían en sus películas favoritas, solo que sin más decoración que el mobiliario, porque las doncellas preferían pasar el plumero rápido y que el niñato agresivo no las amenazara con un jarrón roto.

La imagen mental le hizo bastante gracia al médico, quien dejó escapar una malévola risita mientras corría las enormes y pesadas cortinas del ventanal, pues la noche ya había caído y prefería que los idiotas de los seguratas no los espiaran desde el otro lado del cristal. Sí, el personal en general estaba formado por un equipo integral de capullos. Al parecer, cuanto más cabrón eras, más te subían el sueldo.

Leonardo giró sobre sus talones cuando sintió un peso tironeándole de la camisa, sorprendido. Noah lo había seguido hasta el ventanal con el libro de neurología en mano, señalando una palabra con el dedo y ofreciéndole al médico una mirada interrogante. Sin embargo, lo primero en lo que se fijó él fue en que se había atado la chaqueta de su traje a la cintura para ocultar su desnudez.

— Oye, cabronazo, ¿sabes cuánto me ha costado esa chaqueta?— maldijo en voz baja, planteándose seriamente darle un guantazo con el libro.

Noah alzó las cejas un tanto tras estudiar su expresión iracunda y apretó ligeramente los labios antes de llevarse las manos al nudo que había hecho con las mangas para apresurarse a deshacerlo.

Leonardo gritó de puro espanto.

— ¿Qué diablos haces?— exclamó, apartándole las manos y apretando el nudo con todas sus fuerzas, incrédulo—. Dios, Noah, que no se te vuelva a pasar eso por la cabeza. Puedes quedarte la jodida chaqueta si quieres.

Noah estudió con una sonrisa divertida la exagerada reacción del médico, sorprendido por la poca profesionalidad que tenía fuera de la consulta, pese a que era doctor y que ya lo había visto desnudo bastantes veces.

— Joder, no me pagan suficiente por estas cosas— suspiró Leonardo mientras se pasaba una mano por la cara, recuperándose del susto. Noah volvió a tironearle de la camisa—. ¿Qué? ¿Qué quieres?

El muchacho le mostró el libro y señaló otra vez la palabra afasia antes de volver a observarlo con una expresión interrogante. Leonardo maldijo por lo bajo tras inclinarse para estudiar el papel más de cerca, sacó las gafas del bolsillo de su camisa y se las ajustó al puente de la nariz antes de leer.

— Afasia— recitó, como si leyera en su enciclopedia mental—. Es cuando alguien pierde la capacidad de hablar o de comprender el lenguaje por una patología cerebral.

Noah sonrió a modo de agradecimiento y volvió a sentarse en la butaca para seguir la lectura por donde la había dejado, pero ahora era Leonardo quien tenía las dudas. Lo siguió con el ceño ligeramente fruncido a la par que se frotaba el mentón, pensativo. ¿Noah sufría de alguna patología que le impidiese hablar, algún trauma que lo hubiera afectado hasta aquel punto?

Se detuvo a menos de medio metro del rubio, estudiándolo desde detrás del respaldo de la butaca. La primera vez que él invadía aquella distancia de seguridad que les había permitido acercarse más emocionalmente, si se podía llamar así.

Craso error.

— Oye, ¿te has dado un golpe en la cabeza o alg...?

No le dio tiempo a terminar la frase, pues el pie descalzo de Noah voló hasta su boca para obligarlo a retroceder un metro de una patada que casi le hizo morderse la lengua. Leonardo se cubrió los labios y la nariz con la mano y le lanzó una mirada asesina al chico que todavía se sujetaba al respaldo de la butaca con fuerza, con el libro de neurología abrazado contra su pecho, el corazón a mil y la pierna todavía en el aire, preparado para descargar otra patada en caso de que fuera necesario.

Leonardo quiso matarlo.

— Ya está. ¡Se acabó!— rugió al tiempo que hacía un exagerado ademán con las manos, molesto—. Es la última vez que lo intento. Me rindo. Se acabó— repitió al tiempo que recogía su maletín de la cómoda—. Tengo cosas más importantes que hacer que preocuparme por un crío. No, no. Puedes quedarte con la chaqueta. Y con los libros. El de neurología también...

Noah frunció los labios, tentado de negarse: el aburrimiento podía ser mortal en aquella habitación, pero conocía las reglas y sabía que nadie tenía permitido dejar nada en el dormitorio. Leonardo también lo sabía, pero prefería no acercarse más al demonio nudista.

— Leonardo.

— ¿Qué?— le espetó el médico, que ya estaba abriendo la puerta con la llave que siempre llevaba al cuello.

— Me llamo Noah.

— Eso ya lo sé, idio...— entonces la paz se hizo en su mente— Espera, ¿acabas de...?

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