1 Prólogo

Si tan sólo no hubieras recibido el oráculo.

Si tan sólo no hubieras escuchado sus susurros viciosos.

Dime, ahora que estoy respirando por última vez:

¿Porqué nos traicionaste? ¿Qué fue tan importante para hundirnos a todos?

·

La calle era ruidosa. Autos amontonados en la calle tocaban el claxon sin parar, transeúntes reclamando por la repentina interrupción del canal y esa nube de susurros incomprensibles elevándose sobre sus cabezas, que junto al humo y el penetrante frío del invierno recién empezado, sólo agitaba los ánimos.

Leandro respiró ese aire repleto de dióxido con cansancio y cierto aburrimiento. Tenía los hombros caídos, tan tristes como la apariencia pálida que le propinaba el ambiente. Un aspecto fantasmal que no encajaba en absoluto con su corta edad de treinta y siete años.

—Oye Leandro, ¿qué vas a hacer hoy?

La voz jovial de Patrick lo sacó de sus pensamientos. Resopló molesto por la interrupción, frunció las cejas y en sus ojos brilló un tenue resplandor dorado, casi imperceptible.

—A hacer algo tan importante que no comprenderías —murmuró.

Su amigo lo miró unos instantes, con esa expresión rayando de confusión a perplejidad para mover la cabeza a ambos lados, con las comisuras torcidas.

—No tienes nada importante que hacer, ¿verdad?

Leandro suspiró y simplemente caminó por la acera. El tono burlesco de su amigo lo sacaba de quicio, pero por alguna razón, también distraía de sus problemas. Patrick le palmeó el hombro y ese sonrisa petulante se extendió hasta los ojos con un brillo travieso.

—Vamos al bar —propuso con tono cómplice—. ¿Sí? Vamos, sé que quieres ir.

—No, no quiero —. Ni siquiera lo miró. Seco.

—Oh, enserio. Si quieres, lo sé bien.

Se detuvieron en una encrucijada, esperando a que el semáforo marcase el paso peatonal. Patrick estaba literalmente colgado de su hombro mientras haciendo gala de esa elocuencia fantástica que lo caracterizaba y colmando lentamente esa pequeña barra que le constituía la paciencia.

—Imagina una cerveza bien fría. Dorada y seductora en su jarra de vidrio. Sientes como el refrescante primer sorbo baja por tu garganta. Sólo te apetece otro trago, pero entonces recuerdas tienes toda una botella para ti sólo. Tomas un sorbo mejor que el anterior...

«Definitivamente tiene que dejar de leer novelas» Pensó Leandro, asombrado por su verborrea. «¿Desde cuándo describe tan bien? ¿Será una nueva habilidad?»

Aunque no lo quisiera, le pareció oler la fragancia de la malta, siendo su paladar inundado por una ilusoria la sensación semi amarga. Se sorprendió a sí mismo considerando seriamente la posibilidad de ir aunque fuese por una jarra. Reprendió mentalmente su falta de firmeza y apartó al castaño.

—Quítate Patrick —. El semáforo marcó el paso y cruzaron la calle con la multitud—. No iré.

Su amigo hizo un puchero, frunció el ceño y abriendo los ojos de par en par, hizo total gala de su extraño control facial.

—¡Pero Leandro! ¿Acaso piensas trabajar?

—No quiero ir.

—Oh, c'mon. Han pasado ya cinco años —dijo con tono melancólico—. A mí también me duele Leandro, pero debes vivir tu vida al menos. Luna y Ben no hubieran dudado en ir por una cerveza, ¿no crees?

Ante la mención, él se volteó rápido y lo miró directo a los ojos. Patrick se estremeció. Apretó la mandíbula. Los ojos de Leandro tenían un leve destello aterrador, tan penetrante que podía atravesarlo con la mirada.

—No. Iré —concluyó fríamente.

El castaño lo miró unos momentos. Estaban en medio de la acera y la gente, de sólo ver el uniforme que cargaban, se apartaba nerviosa, pensando que se trataba de una confrontación. Al final, Patrick suspiró, rindiéndose. Le palmeó suavemente el hombro y mientras se frotaba los ojos, reanudó el paso.

—En ese caso, llámame si cambias de opinión, ¿sí?

El moreno asintió, sonriendo de medio lado con cansancio.

—Lo siento, tal vez otro día.

—Olvídalo. ¡No te salvas la próxima! —. Patrick comenzó a caminar en dirección opuesta, cruzando la calle con su típica picardía—. ¡Me vengaré, ya verás!

Leandro se despidió de él y continuó su camino.

Las calles estaban atiborradas de gente por todos lados, y desde que las fronteras se disolvieron, se podía ver toda clase de persona. Expertos extranjeros, cabezas rubias, piel tan oscura como la tinta o inclusive cabello veteado.

Ya nada lo sorprendía desde aquel "accidente" quince años atrás.

Dobló en una esquina oscura y vacía sin pensar demasiado, siguiendo su rutina cansina. La luz de postes era intermitente, basura se acumulaba en los rincones. De repente, despertando de su letargo por una punzada inexplicable, Leandro tuvo un mal presentimiento.

Por instinto, sus brazos se tensaron cual acero y empezó a retroceder. A pesar de estar lesionado de por vida, era lo suficientemente capaz para sentir el peligro. Cazando, arrastrándose desde la oscuridad. Pero era demasiado tarde.

Un dolor punzante le atravesó el torso. Aguijonazo sin piedad que rasgó su carne. Creesh. Pudo oírla, separándose en filamentos pequeños, deformándose, sollozando lágrimas bermejas. Cayó de rodillas sobre el pavimento. A duras penas, alzó la mirada para ver a una persona encapuchada detrás suyo. La hoja plateada en su mano goteaba sangre, botones que caían al suelo formando un charco carmesí.

«Maldita sea»

¿Robo? De haberlo sido le habrían pedido algo primero, y Leandro ya no tenía nada que realmente valiera la pena. Él no había hecho nada malo como para ganarse tal resentimiento de alguien. Al menos, eso quería creer.

Sin poder pronunciar palabra ni hacer el intento, su atacante se abalanzó sobre él con arma en alto. Intentó esquivarlo, pero sumándose a la herida, esa lesión que lo atormentaba desde hace años lo hizo tropezar. Condena mortal. El cuchillo se abrió paso en el vientre. Punzada febril, determinación metálica que podía sentir en cada una de sus carnes.

—¡Ahg!

Gimió de dolor. Encogido sobre sí mismo, manos trémulas. El sabor a hierro profanó sus labios. Aquel segador arrancó su alma por pedazos. Apuñalando sin descanso, no pareció preocuparse por repetir el mismo sitio, sólo atacó.

Leandro intentó gritar por auxilio, pero sólo el silencio y la muerte presenciaron su esperanza torcida ser desgarrada en borbotones de sangre.

Poco a poco la vista se volvió borrosa, sombras de luces difusas y distorsionadas al cambiar de dolor a desespero. El circo macabro a su alrededor dejaba salir monstruos hambrientos, seres que velaban por su alma fugitiva con fauces filosas, y una pincelada extenderse bajo su cuerpo hasta decorar el cemento de flores rojas.

«Ese maldito bastardo... Ojalá lo muerda un perro en la entrepierna y quede castrado» Pensó con rabia.

Trató de hacer algún ruido, pero el dolor agonizante que lo nublaba sólo le hacía pensar que iba a morir. ¿Pensar? No, aceptar. La muerte circundaba a su alrededor con frío aliento satisfecho. Demasiada frigidez para su cuerpo de carne rasgada.

Miles de arrepentimientos aparecieron. Por unos momentos, una pequeña luz floreció en su interior, preguntando por primera vez en su vida si habría algo más allá. La conciencia se apagaba. Gélidos que lo consumía, paso a paso. Iba a morir, era muy consiente de ello.

De haber un despertar, otro parpadeo luego del último suspiro, ¿Luna y Ben estarían allí? ¿Qué había de Dalia, su hermana? Dejándose llevar por vanas creencias, Leandro pensó que era bueno morir. Al menos los vería una vez más. Tal sólo un segundo. Vistazo fugaz sin definirse sería más que suficiente.

Y la oscuridad lo envolvió por completo.

avataravatar
Next chapter