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Almas de los aventureros

La temperatura en la caverna descendió cuando el Alma de la Quimera de Hielo hizo su aparición. Su cuerpo era una mezcla de león, cabra y serpiente, pero era su control sobre el frío lo que capturaba la atención de Ian. Las ráfagas de hielo que lanzaba no solo congelaban el aire, sino que ralentizaban el flujo de energía de los enemigos, debilitándolos poco a poco. Su cola disparaba Proyectiles de Hielo, que envolvían a sus oponentes en una prisión gélida, paralizándolos temporalmente.

El rugido de la Alma de la Manticora resonó en la caverna, su cuerpo leonino alzándose sobre poderosas patas mientras batía sus alas de murciélago. Sus Proyectiles Ácidos volaban por el aire, disolviendo la energía protectora de cualquier enemigo que osara enfrentarse a ella. Ian sabía que su capacidad para atacar desde el aire la hacía una oponente formidable. El ácido que liberaba podía corroer barreras y defensas con la misma facilidad con la que derritía el acero en vida.

El Alma del Espíritu de Fuego apareció después, una figura incorpórea rodeada de un resplandor rojizo. Su naturaleza etérea lo hacía difícil de atacar, mientras que su control sobre el fuego lo convertía en un arma letal. Ian observó cómo el espíritu lanzaba Chispas de Fuego, pequeñas pero poderosas, que incineraban la energía de cualquier oponente cercano. Las llamas que creaba no solo quemaban el cuerpo, sino que debilitaban las defensas energéticas de los enemigos, preparándolos para el golpe final.

Entonces, una mirada penetrante lo rodeó. El Alma del Basilisco Menor apareció, su forma reptiliana dominando el espacio. Con solo un vistazo, este ser podía Paralizar Temporalmente a sus enemigos, deteniendo el flujo de poder en sus cuerpos, dejándolos vulnerables. Su mordida, aún en su forma espiritual, conservaba el veneno mortal que debilitaba y corroía la energía de sus oponentes.

El viento comenzó a arremolinarse cuando el Alma del Vórtice de Aire surgió, un remolino constante de viento y energía. Su forma era casi invisible, pero Ian podía sentir el poder que contenía. Controlaba el viento a su antojo, lanzando Ráfagas de Viento que empujaban a los enemigos y desestabilizaban sus defensas. Los Cortes de Aire que creaba eran afilados como cuchillas, dañando armaduras y dispersando grupos de enemigos con facilidad.

Finalmente, el Alma del Cíclope de Hierro se manifestó, una figura enorme y poderosa. Su único ojo brillaba con una luz siniestra mientras apuntaba hacia un enemigo invisible. De su ojo salieron Proyectiles de Hierro, perforando cualquier defensa con una precisión letal. Su tamaño masivo lo hacía imponente, mientras que su fuerza lo convertía en un rival temible tanto a corta como a larga distancia.

En el oscuro refugio de la mina, Ian estaba rodeado por las almas que acababa de invocar. A su alrededor, la energía espectral de los caídos se arremolinaba lentamente, y de esa neblina etérea, comenzaron a materializarse las figuras de los antiguos guerreros y magos que habían perecido en la batalla. Cada una de esas almas llevaba consigo un rastro de su antigua vida, no como meras sombras del pasado, sino como versiones potentes de sus habilidades, aún intactas a pesar de la pérdida de sus cuerpos físicos.

Frente a Ian, se erguía Eldra, una elfa cuya presencia iluminaba el entorno con un calor envolvente. Su cabello espectral ondeaba como llamas invisibles, recordando la potencia de su control sobre el fuego. Cada movimiento suyo parecía aumentar la temperatura a su alrededor, proyectando su maestría elemental, lista para arrasar con cualquier oponente si Ian lo ordenaba.

A su lado, Thalion, otro elfo, irradiaba una energía más ligera, aunque no menos intensa. Una suave brisa comenzó a recorrer el aire a su alrededor, como si invocara las corrientes del viento con solo existir. Sus ojos, brillantes y tranquilos, contenían el poder de las tormentas, listos para desatar su furia en el campo de batalla. El dominio sobre el viento y las tormentas de Thalion lo hacía una amenaza impredecible y letal.

Detrás de ellos, las almas de los guerreros empezaron a manifestarse. Borin y Thrain, dos enanos fornidos, surgieron con una presencia física casi tangible. Aunque sus cuerpos ya no estaban, la robustez de sus almas revelaba el legado de guerreros endurecidos por mil batallas. Borin, con su característico semblante serio, parecía irradiar una energía defensiva que era como una barrera invisible, mientras que Thrain proyectaba una fuerza cruda que parecía capaz de aplastar cualquier obstáculo a su paso. Ambos, incluso en su forma etérea, conservaban su destreza en combate, una combinación letal de defensa y ataque.

A su lado, Grun, otro enano, emergió con una energía diferente, una que parecía proteger y sanar. Aunque no portaba armadura ni escudo físico, su presencia misma era una fortaleza, una muralla invisible que protegía no solo a sí mismo, sino también a aquellos a su alrededor. Grun sería el bastión en el que se apoyarían los demás en el campo de batalla, una constante fuente de apoyo y defensa.

Las figuras ágiles de Xelara y Kari, dos insectoides, se materializaron con una velocidad que hizo que el aire a su alrededor vibrara. Sus movimientos eran rápidos y precisos, y el veneno que una vez corría por sus armas y cuerpos aún parecía ser parte de su esencia. Aunque no portaban cuchillas, su mera presencia insinuaba que eran capaces de inyectar su letalidad con un solo roce. Estos dos seres, casi imposibles de rastrear con la vista, serían los asesinos perfectos en cualquier emboscada o combate veloz.

Finalmente, Vorin, el espadachín humano, surgió en medio del grupo con una postura erguida y decidida. Aunque su espada ya no existía en el plano físico, su habilidad seguía palpable. Cada fibra de su alma destilaba la destreza marcial de un hombre que había perfeccionado su arte con los años, sus movimientos espectrales suaves y calculados, como si aún pudiera cortar el aire con un filo invisible. Era claro que, si le fuera otorgada cualquier arma, volvería a blandirla con una precisión letal.

Aunque estas almas no tenían sus armas ni cuerpos físicos, su esencia seguía intacta. Cada uno de ellos mantenía sus habilidades, recuerdos y, sobre todo, su poder. Para Ian, eran más que simples espíritus; eran extensiones de su propia fuerza. Ahora bajo su control, estos guerreros y magos formaban un ejército espectral listo para ser desatado. Mientras los observaba, Ian sintió el peso de su poder resonar en la mina. Pronto, les daría un propósito, una misión que solo ellos, en su nueva forma, serían capaces de cumplir.

Ian se quedó pensando en lo útil que serían si pudiera conocer de manera detallada las habilidades de sus esclavos de alma. Si pudiera ver su estado y habilidades al instante, podría organizar su ejército de manera mucho.