5 3. El Llanto de una Madre

Pasó un mes.

Sarah interrumpió sus pasos y volteó.

Tuvo el presentimiento de que la seguían, pero al no ver nada, solo esbozó una sonrisa torpe. Culpó a su falta de sueño y continuó su camino. Detrás de ella, escondidos tras un árbol, estaban sus hijos y sus amigos, cubriendo sus bocas para que sus respiraciones no delataran su posición.

Tras un mes de vivir los cinco bajo el mismo techo, los chicos ya se habían acostumbrado a la presencia de los otros, y llegaron a comportarse como hermanos biológicos. Para Evan y Saya las peleas de Allen y Seth se volvieron de lo más comunes, e incluso tomaban bandos cuando comenzaba una discusión. Seth, quien era más grande y fuerte, casi siempre era el vencedor.

Ese día, luego del desayuno Sarah partió, tal como lo hacía de vez en cuando, hacia el pueblo. Saya preguntó si podían acompañarla, pero la mujer se negó. Bajaría la montaña porque tenía trabajo que hacer y no podría vigilarlos de cerca. Tampoco podía dejarlos con nadie de confianza. La niña hizo un puchero, pero se relajó cuando Sarah le prometió traerle un regalo cuando volviera. Aceptó con una sonrisa, pero no dejó de estar decepcionada.

Saya era la única de los cuatro que jamás había visitado el pueblo, ni siquiera de bebé, y sentía mucha ilusión por ver qué clase de personas o puestos habrían. Minutos después de que Sarah se fuera, Seth se le acercó a la jovencita, con una sonrisa maliciosa formada en sus labios.

—Oye —llamó—. ¿Quieres visitar el pueblo? Nadie tiene porqué enterarse...

Guiando a los tres jóvenes, Seth lideraba una expedición hacia el pueblo. Literalmente a espaldas de Sarah, ya que ninguno sabía realmente cómo llegar. «Esto es una locura —le susurró Allen a su hermano—. Estaremos en problemas si mamá nos ve». Seth le dio unas palmadas en la espalda para calmarlo y le prometió unos caramelos como recompensa cuando volvieran.

Pudieron divisar el pueblo desde la lejanía, y éste parecía volverse más alto a medida que se acercaban. El rostro de Saya formó un tierno rubor, y sus ojos brillaron ante la cantidad de gente que transitaba las calles, así como por el tamaño de las tiendas, casas y edificios. Eran estructuras rústicas, pero elegantes a su propio modo; algunas estaban levantadas con madera, mientras que otras eran reforzadas con piedras y ladrillos. Distintos olores captaron la atención de los niños, fragancias que ninguno de ellos había sentido en su vida.

Cuando vio a toda la multitud transitando en todas direcciones, Seth sonrió; con tantas personas en el camino sería más difícil que Sarah los descubriera, y también les resultaría más sencillo moverse. Los cuatro hicieron una fila y se dieron las manos para no separarse. Seth estaba al frente para guiarlos; detrás de él estaba Allen, y entre él y Evan (quien iba al final de la fila) estaba Saya.

—¡Hermano, mira! —exclamó la niña—. Mira eso.

Apuntó la mirada hacia un puesto de comida, donde un hombre de abundante barba asaba pescados y los vendía. Los dos se detuvieron a ver cómo los animalitos se cocinaban. Tanto el exquisito olor como la apariencia dorada de las escamas asadas hizo gruñir el estómago de los chicos.

—¿Qué les pasa? —preguntó Seth cuando sintió que nadie seguía su paso.

Ahora Allen se les había unido, y los tres miraban con rostros hambrientos a los pescados. Tenía que admitir que se veía delicioso, pero Seth no había llevado nada de dinero, y dudaba que algún otro sí lo hubiera hecho. Instantes después sintió como sus tripas se revolvían, acompañado del gruñido de su estómago. Seth se mordió el labio inferior para aguantarse y tiró para que los demás lo siguieran. Uno tras otro, de mala gana, siguieron el paso del chico.

Cuando los cuatro miraron al frente, ya no pudieron ver a Sarah.

***

El invierno ya podía sentirse en el viento. También en la tierra y en el mar. Se mirara a donde se mirara el frío no era más algo que se avecinaba, ya estaba presente.

Cuando Sarah veía a sus niños lo olvidaba, en especial por los hermanos que recientemente había acogido bajo su seno. Evan era un joven muy maduro para su edad, y siempre vestía las ropas más delgadas que tuviera a su alcance, sin importarle las bajas temperaturas. Él siempre tenía calor, Sarah temió un tiempo que tuviera fiebre; Saya, la más joven de la casa era todo lo contrario a su hermano. Siempre estaba helada, como si ella fuera la personificación del frío, como si fuera una de las llamadas Damas de la Nieve.

Esos niños, inmutables ante la gélida estación, le hacían olvidar que su realidad era otra. Ellos tenían cuerpos especiales, pero ella no. Apenas ponía un pie fuera de su casa su cuerpo se estremecía. Sarah no era una experta, pero podía asegurar que se avecinaba el invierno más helado que hubiera presenciado jamás.

El camino hasta el pueblo era lo peor. Debía atravesar el bosque, al cual la luz de sol apenas podía penetrar, mientras que bajaba la helada montaña que, junto con el rocío, resultaba ser una ardua tarea. Así lograba llegar hasta una delgada carretera que guiaba hasta el pueblo. A caballo el viaje no demoraría más de diez minutos, pero Sarah no podía comprar ni siquiera una mula. Debía hacerlo todo a pie.

Sarah era una artesana. Desde niña tenía una habilidad maravillosa con sus manos, e incluso a cortas edades lograba mejores trabajos que sus tutores. Esa fue la única habilidad que aún practicaba luego de abandonar su antigua vida, y la aprovechaba para poder mantenerse a ella y a sus hijos. Tallaba figuras. Creaba juguetes y muñecas de madera. Usaba piezas de metal antiguas para confeccionar collares, aros y brazaletes, entre otros muchos accesorios.

Era una forastera, con un pasado misterioso. Un día simplemente apareció en aquel pueblo olvidado por las grandes ciudades, vistiendo un viejo vestido rasgado y cargando solamente a dos bebés: un pequeño de cabellos como la nieve, y un retoño recién nacido. No habló con nadie, ni tampoco acudieron en su ayuda. A la mujer la rodeaba una presencia oscura, siniestra, que la vigilaba desde la distancia, casi gritando que nadie se le acercara. Ese día los perros aullaron desesperados, y los bebés lloraron asustados. Los ancianos tomaban esas señales como indicio de que un demonio se acercaba, pero no había nadie más que esa mujer. Solo ella, sus bebés, y aquella presencia que la vigilaba de cerca.

Se retiró más allá de los bosques, y allí ocupó una vieja cabaña abandonada. De alguna forma, se las arregló para repararla mientras cuidaba de los niños, o eso se creyó al principio. Un día un albañil bajó la montaña corriendo, gritando que la mujer estaba acompañada por un hombre. Alto, fornido, de melena salvaje y clara como la nieve. Él la ayudaba con la cabaña, según el albañil cargaba troncos completos con cada mano, los partía a la mitad con solo tirar de ellos, y también hacía que los clavos penetraran las tablas solamente presionando sus dedos contra ellos.

El albañil se acercó con cuidado, pero antes de dejarse ver supo que ese hombre lo había detectado. No lo miró, no le habló, tampoco le hizo ninguna clase de señal. Pero supo que lo habían descubierto. El albañil aseguró que jamás había sentido tanto miedo en su vida. Era como si una mala rodeara su cuello con fiereza, y le advirtiera que lo asfixiaría apenas diera un paso al frente. Casi podía asegurar que una voz le susurró al oído «lárgate». Solo fue capaz de correr para avisarle a sus vecinos.

Cuando un par de hombres lo siguieron  para comprobar lo que decía encontraron a Sarah, acompañada solo por sus hijos, en una cabaña completamente restaurada. Aunque nadie más vio a ese hombre, los rumores comenzaron.

Hubo quien decía que Sarah era una fugitiva perseguida por la capital. Hubo quien dijo que era una viuda que jamás pudo concebir, y se dejó poseer por demonios para lograrlo. Hubo quien dijo que era devota al viejo Rey demonio. También se dijo que sus hijos eran una ofrenda para el demonio que la protegía. El rumor que más circuló fue el que decía que sus hijos eran demonios en sí, y ella también.

Con el tiempo, más de una persona diviso al hombre del que el albañil habló. De vez en cuando se aparecía, y no se dejaba ver hasta llegar a la cabaña. Un año después de su llegada, ese misterioso hombre jamás volvió a aparecer.

La Madre de Demonios, como le decían, comenzó a ser temida, y silenciosamente odiada. Por eso, Sarah jamás pudo conseguir ningún trabajo en todos esos años. Desesperada, Sarah optó por la prostitución, pero ni siquiera así alguien se le acercó o aceptó sus servicios. Eran pocos los que le dirigían la palabra sin prejuicios, pero la mayoría eran ancianos o enfermos, gente que ya no tenía nada que temer.

Logró hacerse amiga de un viejo capitán mercader que de vez en cuando traía sus negocios al puerto del pueblo. Él se sintió atraído por un anillo que Sarah llevaba ese día, y cuando supo que ella lo había creado vio una oportunidad. Hicieron un trato; él le compraría mercancía con cada visita para venderlas en el otro lado del continente, y cuando volviera recogería más, además de darle parte de las ganancias. El plan resultó tener aún más éxito del que estimaron, y Sarah pudo por fin vivir en paz. Compró libros de todo tipo, y se encargó personalmente de criar a sus hijos por el día, mientras que creaba artesanías por las noches.

Ese mes en especial fue bastante duro. Tuvo que doblegar sus esfuerzos y sus mercancías con tal de ganar el doble.

Estaba agotada, con bolsas negras bajo sus ojos que contrastaban con el blanco de su piel, pero aún así se las arregló para bajar la montaña ese día. Solo era una vez al mes que ese mercader se aparecía en el puerto. No podía perderlo.

—Llegas tarde, casi creí que no te vería —dijo el capitán cuando se encontraron—. No te vez bien. ¿Has podido dormir bien? Una vez terminemos deberías largarte a descansar, niña.

Entre tanto desprecio por parte de sus vecinos, a Sarah le hacía muy feliz oír una voz amable de vez en cuando. La mujer se sintió de pronto llena de vida, y con una sonrisa entregó la canasta, cargada hasta el tope de nueva mercancía.

—Estaré bien, gracias por preocuparse.

El capitán revisó la canasta con regocijo, y uno de sus subordinados la cargó a bordo. Otro le entregó un par de sobres y saludó con una reverencia a Sarah. Todos los marineros la trataban con cortesía; para ellos, después de tantos meses en alta mar, solo haciendo paradas de vez en cuando, el ver a una mujer tan educada y bella como Sarah era un regalo al corazón.

—Aquí están las ganancias de la última vez —dijo el capitán, extrayendo un manojo de billetes de uno de los sobres—. Y veo que esta vez te esmeraste con tu trabajo, esto no será suficiente —mandó a buscar otro sobre, alguno que contuviera algo más de dinero—. ¿Por qué tanto?

—Necesito más dinero.

—¿Acaso tuviste más hijos en este último mes? —bromeó el hombre de mar.

Sarah soltó una risa nerviosa.

—Algo así.

Una vez le entregaron su paga, Sarah agradeció con una reverencia. Eso le sacó una sonrisa a más de un marinero. Dio media vuelta, pero el capitán la detuvo de sorpresa. Por la expresión en su rostro, parecía ser importante

—En nuestra última parada una persona compró uno de tus collares, y se sintió especialmente atraída por tu trabajo. Según sus palabras ella tenía uno igual hace años, y quería conocer a la artesana detrás, y lo cito, de esa "obra de arte" —Sarah perdió el aliento al oír aquello—. Pagó una alta suma de dinero para subir a bordo, y desembarcó en este puerto. No quería esperar aquí, dijo, así que pidió que la fueras a ver a aquel restaurante de allí...

Sarah volteó hacia donde apuntaba, y vio dicho establecimiento. De pronto sintió miedo, uno que vino acompañado de una extraña ira hacia el capitán. Se relajó pensando que no era culpa suya, él sólo tenía buenas intenciones, no lo sabía. Fingió una sonrisa para despedirlo, y se armó de valor para dirigirse al restaurante. Pensó en ignorarlo e ir a casa, pero si alguien que la conocía se había tomado la molestia de llegar hasta allá también la buscaría, y no le sería difícil encontrarla.

También podía tomar a sus niños y huir, ¿pero sería prudente? Los bosques lejanos eran peligrosos, habían animales salvajes y bandidos. Era un peligro más para sus hijos que para ella. Además, la perseguirían, y la encontrarían.

No tuvo más remedio que encontrarse con esa persona. Aún recordaba como empuñar un arma. Ella nunca había acabado con una vida humana, no era su misión, pero lo haría esta vez de ser necesario. Todo fuera por la seguridad de sus hijos.

Abrió la puerta con cuidado, y apenas entró sintió que el aire del lugar cambiaba. Los gritos y risas pasaron a ser murmullos, y muchas miradas se posaron en ella. Algunas directas, otras de reojo. Incluso los músicos parecieron perder la sincronización al verla. Eso no le importó. Solo había una persona que no estaba acompañada, y solo había una persona que no reaccionó de esa forma ante su llegada. Sarah supo que esa persona, sentada al fondo del lugar, era quien la esperaba.

Se acercó, sin bajar la guardia. Por cada paso que daba lograba tener una mejor imagen de su perseguidor: Era una mujer joven. Vestía botas negras que llegaban a su rodilla, una falda corta, del mismo color. Llevaba un abrigo amarillento, con una capucha puesta que solo dejaba ver su mentón. Notó como se asomaba una sonrisa. Tenía sus brazos y piernas cruzadas, con su cuerpo desparramado sobre la silla, sin modales algunos.

Cuando finalmente estuvieron frente a frente, ninguna de las dos habló. La extraña movió sus piernas y puso una sobre la otra, invirtiendo sus posiciones. Asomó la mirada, y su sonrisa se amplió.

—Te daré unos minutos —dijo ella, casi como si se estuviera aguantando la emoción—, por favor, date cuenta rápido...

Sarah se sintió familiarizada con esa voz, y de alguna forma logró calmarse. Sin querer, hurgó en cada uno de sus recuerdos, y sintió calidez en su corazón cuando encontró aquel que buscaba. Cubrió su boca con sus manos, sin encontrar las palabras adecuadas.

Por su parte, la otra chica se levantó, dejando ver que llevaba una espada atada a su espalda. Era poco común, un arma utilizada por los primeros hombres que llegaron al continente y que fue olvidándose con el paso de los años. A diferencia de las espadas generales, su filo se hallaba en un solo lado, pero era demasiado larga como para ser considerada un sable. Eran pocas las casas que aún las utilizaba, y esa chica, sin procedencia de ningún clan, era una de las últimas que las empuñaban.

Cuando vio esa espada, a Sarah no le quedaron dudas, y cuando se quitó la capucha para dejar ver su rostro, por poco derrama una lágrima.

—Tomaré eso como que ya me reconociste —se rio, también al borde de las lágrimas—. Pasaron tantos años... creí que habías muerto...

—Sarabi... —sollozó Sarah, ya sin controlar su llanto.

Al mismo tiempo dieron un paso al frente, esquivaron la mesa y, sin importarles las miradas de los demás, conectaron un fuerte abrazo. Eran diez años desde que Sarah no veía un rostro conocido, y nunca llegó a imaginar que el primero que volvería a ver sería el de una persona tan preciada como lo era Sarabi.

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