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La Gran Mortandad (1)

Había terminado.

Que un ser orgánico soportara tal impacto: imposible.

Muchos tragaron saliva, algunos apretaron sus dientes, la mayoría esperaba un milagro. Sin embargo, cuando la imagen resultante fue visible, un sentimiento falaz invadió el campo de batalla. SilverSkin estaba vivo. No obstante, considerar que 'eso' estaba vivo —un pedazo de carne quemada que latía de forma grotesca en el cielo—, simplemente, las personas no sabían que postura tomar.

—Esa cosa... —Una bella oficial ajustó sus gafas—. Parece el tumor extirpado... de un horrendo Kaiju.

—¿Un Kaiju? —El teniente perdió la calma—. ¡Eso no importa! ¡El problema es que ese hijo de puta sigue vivo!

—Lo sé... —La oficial aguzó la vista—. El detalle es este: si esa 'cosa' funciona como lo hace un Kaiju... es posible que sea capaz de curarse a sí mismo...

—¿En serio?

—Sí.

—¡Ese bastardo!

Después que el teniente y la oficial intercambiaran palabras, el artillero principal intervino.

—Imposible, según mis cálculos... debió soportar una potencia equivalente a 20 mil toneladas de TNT. Que haya soportado tal impacto y pueda recuperarse... ¡Me cago en todo!

—¡Maldición, chicos! —habló el cadete—. ¡¡Dejen de hablar estupideces!! ¡Está casi muerto! ¡Terminemos con esto y demos el golpe final!

Sin perder la compostura, James Campo Bravo, un renombrado general, ajustó su boina y esclareció el camino a tomar.

—Mantengan la calma, soldados. —El hombre de cabello canoso demostró una templanza heroica—. Hanna, quiero un informe del poder de fuego restante. Ahora mismo.

—¡Sí, señor!

—Artillero, prepare el RailGun23.

—¡Estoy en eso!

—Teniente, que los buques sin armamento retrocedan. Los portaaviones, igual.

—¡A la orden, señor!

—Cadete, fije el curso a las doce en punto.

—¡A toda máquina, almirante!

Luego de adjudicar tareas importantes, el almirante tomó su radio. Había que hacerlo, un presentimiento le advertía. Él respiró profundo.

—Aló, cuartel general. Sí, soy yo... —James mantuvo la calma—. Exacto, no me hagan repetirlo. Pongan en marcha el protocolo 32. —El almirante perdió la calma—. Carajo, ¡es una puta orden! ¡Hagan lo que digo y ya! Ahh, ¿quién tomará la culpa? Es obvio. ¡Lo haré yo!

De repente, al entender que pasaba, el teniente replicó airado.

—Almirante, ¿evacuar Londres? ¡Estamos ganando!

—Teniente, la guerra es más que táctica. —James sacó una cajetilla de cigarros, encendió uno—. A veces, me equivoco. La mayoría de veces, hay que sentir el flujo. Es lo que es.

—¿El flujo?

—Hablo de mi instinto.

—Su instinto...

El almirante caminó al frente.

—Ustedes no se preocupen. Si ocho millones evacúan por nada, yo asumiré la culpa. Sigamos.

—Señor... —musitó Hanna.

Luego de aceptar los eventos, Hanna, la primera oficial, reportó el estado general de la flota.

—Procedo con el reporte, almirante. El 80% de la flota ha quedado desarmada. Por el momento, tenemos 100 aviones asentados en portaaviones, artillería, el Railgun23 y doce destructores.

—Ya veo. Recibido, oficial.

—¡Listo señor! ¡Podemos realizar disparos consecutivos! ¡Espero su orden!

Los preparativos estaban listos, el almirante ajustó su boina. La hora de exterminar lagartijas había comenzado.

Sin embargo, antes de poder abrir la boca, un evento extraño infectó el cielo. Latidos, chillidos. De pronto, convulsiones viscerales infectaron la carne chamuscada. Lo que antes fue un demonio, parecía un tumor. Lo que antes fue imponente, transmitía terror.

James no esperó más. Sin vacilar, gritó con furia.

—¡¡FUEGOOOOO!!

Al compás de un rugido fragoroso, el proyectil de tungsteno perforó el cielo con vehemencia divina. Seguro tallaría otro agujero en la bestia. A pesar de ello, en lugar de atravesar su cuerpo turgente, ese quiste asqueroso manipuló su carne, creando un agujero por donde el proyectil pasó sin pena ni gloria, sin provocar daño, indiferente.

El fenómeno sorprendió a todos. Por extraño que parezca, esa masa de vísceras tenía consciencia propia, era capaz de cambiar su forma.

Antes de poder realizar un segundo disparo y mientras el asombro invadía a los presentes. Un salvaje rugido emergió del monstruo deforme. La potencia fue tal que muchos taparon sus oídos. Tímpanos rotos, barahúnda, recelo. Sin aviso, un hocico gigante, dientes rojizos y ojos rabiosos: todo hecho de carne maleable, empezó a rugir con furia en el cielo, era como si una cabeza hecha de vísceras pastosas bramara de pesar.

No, era como si el feto de un dragón maldijera, con rabia, el mundo humano.

En cuestión de segundos, el rugido se deformó en gritos y los gritos simularon una voz. Era profunda, críptica y chillona, como la dicción de un anciano enloquecido.

—¡JA, JA, JA, JA, JA! ¡MALDITOS HUMANOS! ¡MALDITOS HUMANOS! ¡¿ACASO PENSARON QUE PODÍAN GANAR?! ¡NUNCA EN SUS LAMENTABLES Y CORTAS VIDAS! ¡LÁNCENME TODOS SUS JUGUETES! ¡TODOS! ¡YO NO MORIRÉ! —El dragón perdió la cordura—. ¡SERES INFERIORES! ¡LOS MATARÉ! ¡LOS COMERÉ! ¡ARRASARÉ CON SU MUNDO! YA VERÁN, ¡PAGARÁN CON SANGRE ESTA HUMILLACIÓN! ¡MALDITOS HUMANOS! ¡MUERAN! ¡MUERAN! ¡MUERAN! ¡JA, JA, JA, JA! ¡MUERAN COMO LA MIERDA QUE SON!

Casi al instante, el hocico partido del simbionte reptiliano se abrió de manera subnormal. Sus fauces glutinosas formaban un dislocado ángulo llano. Algo feo, un evento impensado, un poder fuera de este mundo estaba por venir. De repente, una esfera de pocos centímetros apareció en la boca del simbionte.

Y en menos de un segundo, esa pigmea bomba duplicó su tamaño, luego duplicó ese tamaño y lo duplicó otra vez. Era una sucesión ascendente. La progresión más infame que el mundo haya visto jamás. Un metro de diámetro, dos metros de diámetro, 4 metros, 8 metros, 16, 32, 64, 128, 256, 512 metros.

Al parar en ese tamaño, miles de marines cayeron de rodillas. Esa esfera de energía era descomunal. Su radio, no, su diámetro, equiparaba en tamaño al Burj Khalifa, el edificio más alto del mundo.

En cuanto al contenido de esa bomba, nadie sabía lo que había en su interior. ¿Magia? ¿Energía? Quizá plasma o fuego.

Sonriendo de manera ruin, SilverSkin transmitió un solo mensaje:

—DESAPAREZCAN.

Empujado por una fuerza invisible, el esferoide carmesí atravesó el cielo como una pelota golpeada por un bate de béisbol. El agua se evaporó al instante, el viento rugió iracundo, la temperatura del aire se volvió insoportable. La primera trompeta resonaba en todo el campo de guerra. El primer aviso de una muerte instantánea. El problema era que SilverSkin no apuntó a la flota (en la vanguardia), tampoco a la flota (en la retaguardia). El bastardo apuntó a Londres, la capital del país.

—¡Mierda! ¡Mierda! ¡Mierda! —El almirante golpeó su tablero con furia—. ¡Ese hijo de puta nos engañó a todos!

—¡Señor! ¡Tres minutos! —El artillero tragó saliva—. ¡Esa 'cosa' alcanzará nuestra ubicación en tres minutos!

—Jefe...

—¡Almirante!

—¡Tío! —clamó Hanna, la primera oficial, quien era sobrina del renombrado James.

—¡Viejo!

Los segundos pasaron, había que tomar un camino. Dejar que esa bomba pasara, o pararla de algún modo. El hombre ajustó su boina por tercera vez, dio un paso adelante. Se acercó a su sobrina, la abrazó con fuerza y dijo:

—Chicos... ¿Me acompañarían al infierno?

No hubo más que decir. Todos comprendieron el significado de esas palabras. Algunos lloraron, otros rieron, uno que otro ocultó su rostro bajo sombras de valor. Las respuestas no tardaron en llegar.

—Será un honor morir junto a usted, almirante —proclamó el teniente.

—¿Sacrificarse para salvar Londres? ¡Mi hija vive allí! No tengo que pensarlo dos veces, ¿verdad? —bufó el artillero.

—¡Mierda! ¡Nunca publiqué la novela que estaba escribiendo! ¡Es una obra maestra, viejo! —agregó el cadete.

—Ahhh, quería visitar Japón... —La oficial limpió sus lágrimas—. Si me convierto en fantasma, cumpliré ese sueño a como dé lugar.

Luego que todos aceptaran su destino, el almirante esbozó una triste sonrisa. Podía verlo. Las manos del secretario temblando, la oficial llorando, el artillero sudando, el teniente apretando sus puños.

Iban a morir. ¿Qué más se podía esperar de ellos?

Ahora faltaba explicar los detalles. El almirante se puso una máscara. Su último trabajo era citar un discurso falaz, mientras fingía un valor que no poseía. Que más parecía un kilo de miedo, orgullo, o mierda, oxidándose en la desidia de un hombre acabado.

—Lo resumiré en un párrafo: usaremos cabezas nucleares para detener esa cosa, o como mínimo, inducir una explosión. El objetivo es salvar Londres o, en su defecto, probar que las bombas H pueden parar 'eso'. —James llevó sus manos a su espalda—. El problema es este: escapar será imposible. Si esperamos que la 'bomba' pase y luego atacamos, no sabremos si las cabezas nucleares podrán alcanzarlo. Y si lo hicieran, ¿dónde ocurriría la explosión? Podríamos exterminar una ciudad entera. Por ende, tenemos solo un camino. Debemos interceptar esa maldita bomba aquí mismo. No queda otra opción. ¿Entendido?

La réplica tardó un momento, sin embargo, llegó.

—¡¡Entendido, señor!!

—Bien, entonces, mueran por Londres. —El almirante dio un paso al frente—. ¡Mueran por mí!

—¡Veinte segundos para el encuentro! —clamó el artillero.

James Campo Bravo desenvainó la llave especial que tenía en su cuello, detrás de él, el teniente hizo lo mismo. Ellos insertaron las llaves gemelas en dos ranuras paralelas. En ese momento, aquello apareció en escena. La consola especial. Los preparativos estaban listos.

—Usaremos tres bombas H de 20 megatones cada una. ¿Ya fijó las coordenadas, artillero?

—¡Listo, señor!

—Bien. —James respiró profundo, acercó su mano a la consola, y de un puñetazo, presionó el botón—: Soy un demonio, ¿verdad?

—¡Sí, señor!

—Entonces los veo en el infierno, chicos.