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Capítulo 1: El Susurro del Nilo

En la ciudad de Menfis, donde las estructuras de piedra se alzaban imponentes hacia el cielo y los dioses eran tan reales como el sol que bañaba los campos de trigo, vivía un joven llamado Adrian. Sus días estaban marcados por el trabajo constante y la sencillez de la vida aldeana, pero sus noches... ah, sus noches eran suyas, y las pasaba a orillas del río Nilo, perdido en pensamientos y sueños que iban más allá de los límites de su mundo conocido.

Adrian era un joven de estatura media, con una complexión delgada pero fuerte, forjada por años de labor en los campos. Sus ojos, oscuros como la obsidiana, reflejaban una profundidad de espíritu que iba más allá de su juventud. Aunque su vida estaba arraigada en la tierra que trabajaba junto a su familia, su mente a menudo vagaba por caminos no trazados, explorando mundos y posibilidades que solo existían en su imaginación.

La familia de Adrian vivía en una modesta casa de adobe, con un techo de paja que apenas lograba mantener fuera el ardiente sol egipcio. Aunque no poseían riquezas materiales, la casa siempre estaba llena de risas y amor, un refugio seguro en un mundo que, aunque bello, también podía ser brutal y despiadado.

Su padre, Kafele, era un hombre de carácter fuerte y manos endurecidas por el trabajo. La madre de Adrian, Siti, compartía su nombre con la diosa del amor y la música, y verdaderamente, su voz era como una melodía que podía calmar incluso al espíritu más inquieto.

Adrian tenía dos hermanos menores, Ishaq y Zuberi, ambos llenos de energía y siempre buscando la próxima aventura. Aunque la vida era una lucha constante para asegurar suficiente alimento y mantener la casa en pie, la familia encontraba alegría en su unidad y en las pequeñas bendiciones que los dioses les otorgaban.

Cada día, antes de que el sol despertara al mundo con su luz, Adrian y su familia se levantaban y ofrecían sus oraciones a los dioses, pidiendo protección y bendiciones para el día que estaba por comenzar. Luego, con las primeras luces del día, se dirigían a los campos, donde el trigo dorado se mecía suavemente con la brisa.

El trabajo en los campos era agotador, con el sol castigando sin piedad y el polvo levantándose en pequeñas nubes bajo sus pies. Pero Adrian trabajaba sin queja, moviéndose con un propósito y una fuerza que venía no solo de su cuerpo sino también de su espíritu.

Cuando el sol finalmente se sumergía bajo el horizonte, bañando el mundo en tonos de naranja y rosa, Adrian se dirigía a su lugar favorito a orillas del Nilo. Aquí, con los pies descalzos en la fresca tierra y los sonidos de la noche a su alrededor, permitía que su mente vagara libremente.

En esta noche particular, mientras las estrellas comenzaban a parpadear en el vasto manto del cielo, Adrian sintió una extraña perturbación en el aire, como si los dioses mismos hubieran suspirado. Se estremeció, aunque no había brisa que justificara el escalofrío que recorrió su espina dorsal.

Miró hacia el oscuro río, sus aguas susurrando secretos antiguos y misteriosos. Adrian siempre había sentido una conexión con el Nilo, como si las aguas que fluían pudieran llevarse sus preocupaciones y traerle respuestas a preguntas no formuladas.

Pero esta noche, las aguas parecían susurrar una advertencia, y Adrian, con el corazón latiendo con una extraña mezcla de temor y anticipación, se inclinó para tocar la superficie del río.

Las aguas, frías y eternas, acariciaron su piel, y por un momento, Adrian juraría que podía escuchar voces, susurros de un destino que aún no se había desvelado.

Y así, bajo el cielo estrellado de Menfis, Adrian, ajeno a los hilos del destino que comenzaban a tejerse a su alrededor, se perdió en los susurros del Nilo, en los secretos que las aguas antiguas guardaban celosamente en su ser.

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