6 CAPÍTULO 3

MUCHO antes de que se vieran los carros que transportaban la madera, Joseph oyó el estruendo agridulce de sus campanas, esas campanitas chillonas que colgaban de las lonas para avisar a los otros carros que había que abandonar el camino. Joseph se había aseado con esmero. Se había peinado cuidadosamente y se había retocado la barba. Sus ojos brillaban de emoción, pues no había visto a nadie en las últimas dos semanas. Finalmente, los grandes carros surgieron ante su vista entre los árboles. Los caballos avanzaban con pasitos de jorobado para llevar las cargas pesadas de tablas por el accidentado camino incipiente. El guía saludó a Joseph con el sombrero y el sol se reflejó en la hebilla del sombrero. Joseph salió al encuentro de los carros y montó en el del guía, sentándose al lado de éste, un hombre de mediana edad, de abundante pelo corto y canoso, con una cara morena y arrugada como una hoja de tabaco. El conductor pasó las riendas a la mano izquierda y extendió la derecha a Joseph.

Creí que llegarían antes dijo Joseph. ¿Han tenido algún problema en el camino?

Ningún problema, señor Wayne, que se pueda llamar problema. Juanito tuvo un contratiempo y mi hijo Willie metió una rueda en el barro. Me imagino que iría dormido. Las dos últimas millas no son lo que llamamos un camino.

Ya lo será repuso Joseph cuando lo anden más carros como éstos, entonces será una buena carretera. Señaló con un dedo: Allí, junto a aquel roble tan grande, dejaremos la madera.

La cara del guía mostró sorpresa.

¿Va a construir la casa bajo un árbol? No es bueno. Podría caerse una de las ramas, tirar el tejado y aplastarlo a usted una noche, mientras duerma.

Es un árbol fuerte le aseguró Joseph, no me gustaría construir mi casa lejos de un árbol. ¿Su casa está lejos de un árbol?

Pues la verdad es que no, pero por eso mismo se lo digo. La maldita casa está pegada a un árbol. No se por qué me dio por construirla ahí. He pasado muchas noches en vela, escuchando el viento, pensando que una rama tan grande como un barril entraría por el tejado.

Detuvo su carro y lió las riendas alrededor del freno.

Parad aquí gritó a los otros conductores.

Una vez que la madera había sido descargada y colocada en el suelo y que los caballos, atados los cabestros a los carros, mascaban cebada en sus bolsas, los conductores extendieron sus mantos en el suelo de los carros que harían la vez de camas. Joseph había encendido una hoguera y preparaba la cena. Sostenía la sartén muy por encima de las llamas y daba vueltas al tocino. Romas, el conductor de más edad, se acercó y se sentó junto al fuego.

Saldremos por la mañana temprano dijo. Con los carros vacíos haremos bien la vuelta.

Joseph retiró la sartén del fuego.

¿Por qué no deja que los caballos coman hierba?

¿Cuando están trabajando? ¡Oh, no! La hierba no tiene sustancia. Hace falta comer algo más consistente cuando hay que andar cargado por un camino como el suyo. Ponga la sartén sobre el fuego y déjela así un minuto si quiere que se le haga el tocino.

Joseph frunció el ceño.

Ustedes no saben cómo freír el tocino. Fuego lento y muchas vueltas, eso es lo que hace que esté crujiente sin que se convierta todo en grasa.

Todo es comida replicó Romas, todo es comida.

Juanito y Willie se acercaron juntos. Juanito era de tez oscura, india y tenía los ojos azules. La cara de Willie estaba pálida y desencajada por alguna enfermedad desconocida bajo la capa de polvo y sus ojos eran huidizos y asustadizos, pues nadie daba crédito a los sueños sombríos que lo atormentaban mientras dormía. Joseph levantó la mirada y les sonrió.

Está mirando mis ojos dijo Juanito con cierto descaro. No soy indio. Soy castellano, tengo los ojos azules. Fíjese en mi piel. Es oscura, del sol, pero los castellanos tienen los ojos azules.

A todo el mundo le cuenta la misma historia terció Romas. Le gusta conocer forasteros para contarles esa historia. Todo el mundo en Nuestra Señora sabe que su madre era una piel roja y sólo Dios sabe quién fue su padre.

Juanito lo miró con ferocidad y se llevó la mano al cuchillo que pendía de su cinturón, pero Romas se rio, volviéndose a Joseph.

Juanito se dice: «Algún día mataré a alguien con este cuchillo». Es su manera de ser orgulloso. Pero él sabe que no lo hará, lo que le hace no ser demasiado orgulloso. Saca punta a alguna ramita para pinchar el tocino, Juanito le dijo burlón y la próxima vez que digas que eres castellano, asegúrate que nadie te conoce.

Joseph dejó la sartén en el suelo y miró con curiosidad a Romas.

¿Por qué le lleva la contraria? le preguntó. ¿Qué saca con ello? El muchacho no hace daño siendo castellano.

Es una mentira, señor Wayne. Mentira llama a mentira. Si se cree usted esa mentira, le contará otra. En una semana resultaría que es primo de la reina de España. Juanito es un buen conductor de carros, condenadamente bueno. No me puedo permitir que sea un príncipe.

Pero Joseph meneó la cabeza y volvió a coger la sartén. Sin levantar la mirada dijo:

Yo sí creo que es castellano. Tiene los ojos azules, pero hay algo más. No sé cómo lo sé, pero yo le creo.

Los ojos de Juanito se endurecieron y se llenaron de orgullo.

Gracias, señor dijo a Joseph. Es verdad lo que dice. Se puso en pie de forma muy ceremoniosa.

Nos entendemos, señor. Somos caballeros.

Joseph sirvió el tocino en los platos de aluminio y después el café. Sonreía con amabilidad.

Mi padre cree que es casi como un dios. Y lo es.

No se da cuenta de lo que está haciendo dijo Romas en tono de protesta. No voy a ser capaz de aguantar a este caballero. Ahora no querrá trabajar. No hará más que andar por ahí, pavoneándose.

Joseph sopló su café.

Si se vuelve tan orgulloso, yo podría emplear a un castellano aquí dijo.

Pero, maldita sea, es un desollador excelente.

Lo sé dijo tranquilamente Joseph. Los caballeros lo son habitualmente. No hay que andar detrás de ellos para que trabajen.

Juanito se puso en pie de repente y se sumergió en la oscuridad cada vez más profunda, pero Willie dio la explicación por él.

Un caballo se ha enredado una pata con la cuerda del cabestro.

La sierra occidental seguía perfilada con el filo plateado del resplandor crepuscular, pero el valle de Nuestra Señora había quedado lleno hasta los topes montañosos de oscuridad. Las estrellas lanzadas al manto gris metálico del cielo parecían luchar y tintinear contra la noche. Los cuatro hombres se habían sentado alrededor de las ascuas de la hoguera, y sus caras quedaban en sombra. Joseph se acariciaba la barba y sus ojos estaban pensativos y lejanos. Romas se rodeaba las rodillas con los brazos. Su cigarrillo se convirtió en una lucecita roja y se apagó tras la ceniza. Juanito mantenía la cabeza y el cuello erguidos, pero sus ojos, tras los párpados entrecerrados, no se apartaban de Joseph. La cara pálida de Willie parecía estar suspendida en el aire, desconectada de su cuerpo; una y otra vez su boca se contraía en una mueca nerviosa. Su nariz era puntiaguda y huesuda y su boca formaba una curva como el pico de un loro. Cuando el fuego se apagó del todo y no se veían más que las caras de los hombres, Willie extendió su delgada mano y Juanito la agarró y la apretó con fuerza, pues

sabía lo mucho que la oscuridad asustaba a Willie. Joseph lanzó una ramita a la hoguera, y se produjo un resplandor efímero.

Romas dijo, la hierba de esta tierra es buena, el suelo es rico y puro. No hay nada más que levantarla con un arado. ¿Por qué estaba libre?, ¿cómo es que no la cogió nadie antes?

Romas escupió su cigarro en el fuego.

No lo sé. La gente va llegando muy despacio a esta región. Queda apartada del camino principal. La hubieran cogido, supongo, de no haber sido por los años de sequía. Retrasaron al país por mucho tiempo.

¿Sequía?, ¿cuándo hubo sequía?

Entre los ochenta y los noventa. Toda la tierra se secó y también los pozos, y el ganado murió chasqueó la lengua. Sí que hubo sequía, se lo aseguro. La mitad de la gente que vivía aquí tuvo que marcharse. Los que pudieron llevaron el ganado hacia el interior, a San Joaquín, donde había hierba a lo largo del río. Las vacas morían en el camino. Yo era joven entonces, pero recuerdo las vacas muertas con las panzas hinchadas. Les pegábamos tiros y se desinflaban como globos pinchados y el tufo tiraba de espaldas.

Pero después volvieron las lluvias interpuso Joseph con viveza. La tierra está repleta de agua ahora.

Oh, sí, las lluvias volvieron al cabo de diez años. Ríos de lluvia. La hierba volvió a crecer y los árboles volvieron a ser verdes. Nos pusimos muy contentos, todavía lo recuerdo. En el pueblo de Nuestra Señora se hizo una fiesta bajo la lluvia, sólo había un tejadillo para los guitarristas, para que no se mojaran las cuerdas. La gente se emborrachaba y bailaba en el barro. Todos se emborracharon con el agua. No sólo los mejicanos, no, no. Pero llegó el padre Angelo y los hizo parar.

¿Por qué? preguntó Joseph.

Bueno, no sabe las cosas que hacía la gente en el barro. El padre Angelo se enfadó muchísimo. Dijo que habían dejado que el demonio se apoderara de ellos. Sacó los demonios e hizo lavarse a todo el mundo y que dejaran de revolcarse en sus vicios. Mandó penitencias a todo el mundo. Se enfadó muchísimo el padre Angelo. Se quedó allí hasta que paró la lluvia.

¿Dice que la gente se emborrachó?

Sí, estuvieron borrachos una semana e hicieron cosas malas, se quitaban la ropa... Juanito los interrumpió.

Eran felices. Los pozos estaban secos antes, señor. Las montañas estaban blancas como la ceniza, así que todo el mundo se puso muy contento cuando llegó la lluvia. No podían

resistir tanta felicidad y por eso hicieron cosas malas. Las personas siempre hacen cosas malas

cuando son demasiado felices.

Espero que no vuelva a ocurrir dijo Joseph.

El padre Angelo dijo que había sido un castigo, pero los indios decían que ya había ocurrido antes, dos veces según los más viejos.

Joseph se puso en pie, nervioso.

No me gusta pensar en ello. No volverá a ocurrir, seguro. Fijaos lo alta que está la hierba.

Romas estiró los brazos.

Puede que no. Pero no esté muy seguro. Es hora de irse a dormir. Saldremos al amanecer.

La noche tenía el frío del amanecer cuando Joseph se despertó. Le parecía haber oído un grito agudo mientras dormía. «Habrá sido una lechuza», pensó, «en ocasiones el sonido se deforma y se agranda en el sueño». Escuchó con atención y percibió fuera unos sollozos ahogados. Se puso los pantalones y las botas y salió sigilosamente de la tienda. El llanto atenuado procedía de uno de los carros. Juanito se hallaba inclinado sobre uno de los lados del carro, en el que dormía Willie.

¿Qué pasa? preguntó Joseph. A la luz tenue del amanecer vio que Juanito tenía agarrado el brazo de Willie.

Está soñando le explicó Juanito quedamente. Algunas veces no se puede despertar si no le ayudo yo. Y a veces, cuando se despierta, se cree que está soñando y que lo otro es verdad. Willie, despierta dijo Juanito. ¿Ves?, ahora estás despierto. Sueña cosas horribles, señor, y yo le pellizco. Tiene miedo, fíjese.

La voz de Romas les llegó desde su carro.

Willie come demasiado dijo. No es más que una pesadilla. Siempre las ha tenido. Vuélvase a dormir, señor Wayne.

Joseph se inclinó y vio el horror reflejado en el rostro de Willie.

No hay nada en la noche que te pueda hacer daño, Willie le dijo. Si quieres, puedes venir a dormir a mi tienda.

Sueña que está en un lugar de mucha luz, seco y muerto, y la gente sale de sus agujeros y avanzan hacia él con los brazos extendidos. Sueña lo mismo casi todas las noches. Mira, Willie, me quedaré contigo. Los caballos están aquí a tu alrededor, mirándote. A veces, los caballos le ayudan, señor. Le gusta dormir rodeado por los caballos. Va al lugar seco y muerto, pero está a salvo de la gente cuando los caballos están cerca. Vayase a dormir, señor. Me quedaré con él un poco más.

Joseph tocó la frente de Willie y comprobó que estaba fría como un témpano.

Encenderé un fuego y entrará en calor dijo.

Es inútil, señor; siempre está frío. No puede entrar en calor.

Eres un buen chico, Juanito. Juanito se separó de él.

Willie me está llamando, señor.

Joseph pasó su mano bajo el lomo cálido de un caballo y entró en su tienda. Los pinos de la sierra oriental trazaban una línea dentada a la suave luz del amanecer. La hierba se agitaba inquieta en la brisa que comenzaba a despertar.

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